Desde la perspectiva del liberalismo clásico, que cree en la división y limitación del poder, el gobierno universal es el mayor de los peligros, debido a la concentración de poder que implica. Esta es la razón central que esgrime tal corriente de pensamiento para defender la existencia de una multiplicidad de naciones, a su vez divididas en provincias y municipios.
Con un gobierno universal no hay defensas frente al abuso del poderoso. Con todas las complicaciones del momento, la competencia que de hecho se da entre las distintas naciones se traduce en una posibilidad de escapatoria –y de comparación– para los individuos.
De lo dicho, para nada se sigue que debamos tomarnos las fronteras como alambrados y cercos infranqueables. Muy por el contrario: la única misión de las fronteras es el referido reaseguro de las libertades individuales, puesto que se trata de artificios que en ningún caso deben bloquear el movimiento de personas ni el libre comercio.
Nada hay más repugnante que expresiones como el ser nacional y otros adefesios conceptuales por el estilo; y nada más atractivo como la idea del ciudadano del mundo. Los patrioterismos xenófobos constituyen probablemente la bazofia más hedionda de cuantas existen, pero de allí a eliminar las vallas de contención que implica el fraccionamiento del poder hay un salto lógico inadmisible.
Los megalómanos de siempre están al acecho para expandir el Leviatán y clavar sus venenosas garras en la carne de los sufridos individuos. Para ello, nada más expeditivo y contundente que la idea del gobierno universal: con éste, las personas no tendrían escapatoria. Ya no habría que lidiar con comparaciones antipáticas entre signos monetarios distintos, con fugas de capitales, con expatriaciones que revelan disgusto o inconformidad con los gobernantes del país abandonado... Bajo el gobierno universal, la sombra tenebrosa y macabra del Estado abarcaría y abrazaría cual oso hambriento todos los recovecos imaginables.
En el supuesto del gobierno universal, se allanaría el camino para expropiar a los ciudadanos de New York y entregar graciosamente el fruto de su trabajo a los ciudadanos de Uganda, y así sucesivamente. En ese supuesto, la cleptocracia planetaria disfrazada de democracia permitiría con más facilidad los atropellos brutales de los derechos de las minorías. En ese supuesto, los burócratas consolidarían sus fechorías y se reservarían los mejores lugares del mundo para vivir fastuosamente, sin temor a pedido de extradición alguno.
Sin duda, el nacionalismo constituye un peligro superlativo –una vez escribí un largo ensayo al respecto: lo titulé "Nacionalismo: cultura de la incultura", y se publicó en una revista académica chilena (Estudios Públicos)–, pero la eliminación de las naciones para establecer un gobierno universal significaría el fin de las libertades individuales y la entronización de la tiranía planetaria con que sueñan los sicarios del poder ilimitado.
© Diario de América
Con un gobierno universal no hay defensas frente al abuso del poderoso. Con todas las complicaciones del momento, la competencia que de hecho se da entre las distintas naciones se traduce en una posibilidad de escapatoria –y de comparación– para los individuos.
De lo dicho, para nada se sigue que debamos tomarnos las fronteras como alambrados y cercos infranqueables. Muy por el contrario: la única misión de las fronteras es el referido reaseguro de las libertades individuales, puesto que se trata de artificios que en ningún caso deben bloquear el movimiento de personas ni el libre comercio.
Nada hay más repugnante que expresiones como el ser nacional y otros adefesios conceptuales por el estilo; y nada más atractivo como la idea del ciudadano del mundo. Los patrioterismos xenófobos constituyen probablemente la bazofia más hedionda de cuantas existen, pero de allí a eliminar las vallas de contención que implica el fraccionamiento del poder hay un salto lógico inadmisible.
Los megalómanos de siempre están al acecho para expandir el Leviatán y clavar sus venenosas garras en la carne de los sufridos individuos. Para ello, nada más expeditivo y contundente que la idea del gobierno universal: con éste, las personas no tendrían escapatoria. Ya no habría que lidiar con comparaciones antipáticas entre signos monetarios distintos, con fugas de capitales, con expatriaciones que revelan disgusto o inconformidad con los gobernantes del país abandonado... Bajo el gobierno universal, la sombra tenebrosa y macabra del Estado abarcaría y abrazaría cual oso hambriento todos los recovecos imaginables.
En el supuesto del gobierno universal, se allanaría el camino para expropiar a los ciudadanos de New York y entregar graciosamente el fruto de su trabajo a los ciudadanos de Uganda, y así sucesivamente. En ese supuesto, la cleptocracia planetaria disfrazada de democracia permitiría con más facilidad los atropellos brutales de los derechos de las minorías. En ese supuesto, los burócratas consolidarían sus fechorías y se reservarían los mejores lugares del mundo para vivir fastuosamente, sin temor a pedido de extradición alguno.
Sin duda, el nacionalismo constituye un peligro superlativo –una vez escribí un largo ensayo al respecto: lo titulé "Nacionalismo: cultura de la incultura", y se publicó en una revista académica chilena (Estudios Públicos)–, pero la eliminación de las naciones para establecer un gobierno universal significaría el fin de las libertades individuales y la entronización de la tiranía planetaria con que sueñan los sicarios del poder ilimitado.
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