Suenan muy bien las disposiciones relacionadas con el salario mínimo, la prohibición del trabajo infantil, los permisos laborales, los períodos de vacaciones, la concesión de licencias para ejercer determinadas profesiones; las regulaciones que atañen a los despidos, las pensiones, las retenciones de impuestos. El problema es que, por definición, en los países pobres falta capital, la capacitación técnica de los trabajadores es escasa, las oportunidades de empleo en la economía formal son limitadas y abundan los mercados negros y la informalidad.
La agricultura suele ser el principal empleador en esos países, que cada vez tienen más difícil exportar sus productos agrícolas. La razón hay que buscarla en el proteccionismo de Europa y EEUU y en las subvenciones que éstos conceden a sus agricultores. Los políticos europeos y norteamericanos rechazan el libre mercado cuando andan de por medio las donaciones de la agroindustria. Todo esto, como digo, tiende a aplastar a los países pobres, con los que además se intenta "nivelar el campo de juego", lo que en realidad significa condenarlos a seguir siendo pobres para siempre.
Con las disposiciones, leyes y regulaciones vigentes en Holanda, Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, estos países, pioneros de la Revolución Industrial, hubieran tenido muy difícil abandonar la miseria medieval. Es más, Estados Unidos disfruta de un mayor bienestar económico porque, comparativamente hablando, allí la intervención en la economía ha sido menor que en Europa Occidental y se ha permitido a las empresas moribundas desaparecer o trasladarse a otros países, a la vez que han aflorado nuevas tecnologías.
El mal uso del poder político y económico por parte de los organismos internacionales es una de las peores tragedias contemporáneas. Imponen costosas legislaciones sociales que impiden el desarrollo económico de los países pobres y terminan perjudicando a los más débiles.
Hace 100 años desembarcaban a diario inmigrantes muy pobres en ciudades norteamericanas como Nueva York. A los pocos días se encontraban trabajando en algún lugar atestado, oscuro y mal ventilado. Las mujeres, por ejemplo, se dedicaban a coser, y los hombres a ensamblar artefactos de todo tipo. Apenas aprendían inglés y adquirían nuevas habilidades, saltaban a un trabajo mejor remunerado.
Sus hijos y nietos fueron a la escuela y, a su vez, escalaron posiciones. De hecho, algunos de ellos están hoy metidos en la arena política, tratando de evitar que lleguen nuevos inmigrantes...
Lamentablemente, en las escuelas no se enseña que la Revolución Industrial transformó a campesinos miserables en obreros con oportunidades de prosperar y que vieron cómo mejoraba su nivel de vida a medida que aumentaba la inversión de capital y, por consiguiente, la productividad de la mano de obra. La mejora de la productividad hace subir los salarios no porque los empresarios experimenten súbitos accesos de generosidad, sino porque tratan de impedir que la competencia se lleve a sus mejores empleados.
El progreso de Occidente no se logró con políticas de bienestar social, sino con la apertura y la expansión del mercado, donde se premia a las iniciativas emprendedoras y tanto los vendedores como los compradores salen siempre ganando (de lo contrario, no se produciría transacción alguna). No es "políticamente correcto" explicar esto, ni enseñarlo en las escuelas, donde se aprende que todo adelanto se debe a la magnanimidad de los políticos y los burócratas.
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CARLOS BALL, director de la agencia AIPE y académico asociado del Cato Institute.