Otro tanto ha declarado el primer ministro de Dinamarca, Rasmusssen, en una reciente visita a Washington, donde ha sido acogido como sólido amigo de EEUU porque aún mantiene tropas en Irak; no como el presidente de España, tan amigo de las civilizaciones (todas menos la occidental).
Las buenas ideas a veces cobran vida propia y acaban concitando apoyos inesperados. La propuesta de crear una zona de librecambio en el Atlántico Norte es anterior a la del Mercado Común Europeo, según me ha recordado Francisco Cabrillo. Uno de los primeros economistas en defender un comercio atlántico más libre fue Gottfried Haberler, quien en 1936, al tratar de una posible unión aduanera europea, señaló que no entendía por qué la reducción de aranceles debía limitarse sólo a Europa. También apuntó la idea de que los países del Occidente de Europa se encontraban mucho más cerca, espiritual y económicamente, de los países del otro lado del Atlántico que de los Estados del Este europeo. Somos muchos los que hoy nos atreveríamos a decir que estamos al menos tan cerca de Canadá, EEUU y México como de los nuevos miembros de la UE –y no digamos de Turquía.
En 1950, el que luego fue mi querido maestro en la London School of Economics Lionel Robbins defendió la idea de una "comunidad atlántica" como solución superior a una mera unión europea, que en su opinión desembocaría necesariamente en un regionalismo plagado de restricciones al libre comercio. En Francia, el premio Nobel Maurice Allais, luego partidario acérrimo de la unión monetaria europea, redactó en 1951 un "Manifiesto por una Unión Atlántica" en el que defendió que el mercado común europeo debería incluir no sólo a Inglaterra, también a Norteamérica. Una idea similar fue apuntada por Pierre Uri, uno de los redactores del tratado de Roma, en su libro Dialogue des Continents, de 1960. Es, pues, un proyecto que ha ido apareciendo y desapareciendo, como nuestro río Guadiana.
Yo me entusiasmé con la idea de una zona de prosperidad en el Atlántico Norte en una reunión de la Comisión Trilateral, al oír a los economistas americanos Hamilton y Quinlan explicar la profundidad de las relaciones económicas entre EEUU y la UE. Si ya era mucho lo que comerciábamos e intercambiábamos, me dije, cuál no sería la prosperidad que crearía una libertad de comercio total. Corría el año 2002, y a mi vuelta a España propuse a la FAES la redacción de un estudio sobre la cuestión, que con el correr del tiempo se convirtió en un libro colectivo. José María Aznar comenzó a difundirlo en EEUU, incluso llegó a presentárselo a George Bush. Pero el clima político cambió bruscamente, y temí que mi idea se la hubiera tragado la tierra, como al río Guadiana en Argamansilla de Alba. Pero ahora vuelve a aflorar aquí y allá, a impulsos de una poderosa corriente subterránea.
No se hace uno a la idea de lo ricas que son las relaciones económicas entre EEUU y la UE, ni de lo rápidamente que crecen, a pesar de disputas políticas y comerciales. En su informe más reciente, Hamilton y Quinlan subrayan que la llamada "deriva política atlántica" no ha afectado, muy al contrario, al comercio y, aún menos, al tráfico de capitales entre las dos orillas. Así, las inversiones de EEUU en Irlanda en los últimos diez años han resultado superiores a las dirigidas a China y Hong Kong en ese mismo período. Y si nos ceñimos a 2005, la inversión de EEUU en Bélgica fue cuatro veces la estadounidense en China; y la realizada en Alemania, cuatro veces y media. Por su parte, Europa fue responsable en ese mismo año de aproximadamente dos tercios de los flujos de inversión extranjeros hacia EEUU.
Hay otra cifra muy reveladora: el total de los empleados directos de las subsidiarias y sucursales de las compañías estadounidenses en Europa y de las europeas en EEUU alcanza nada menos que la cifra de 14 millones de trabajadores.
Todo eso, y más que no cito, ocurre a pesar de las múltiples barreras que aún se oponen al libre intercambio de mercancías, capitales y servicios en nuestra zona. Deberíamos hacer un esfuerzo decisivo para abrir mutuamente las fronteras: habrían de desaparecer cuotas y aranceles agrícolas, y se deberían levantar las barreras no arancelarias sobre todo tipo de productos. Habría que llegar al reconocimiento mutuo de servicios y profesiones, al abandono de toda medida de antidumping o de ayuda estatal, a la mutua aceptación de regulaciones sobre alimentos transgénicos y contaminación; incluso la migración podría liberarse, una vez que los países ex comunistas estuvieran plenamente integrados en la UE.
Esas reformas son sólo difíciles inicialmente, pues pronto mostrarían su efecto positivo sobre el nivel de vida y la capacidad productiva de toda la región. La OCDE ha calculado que los beneficios obtenibles con tal liberación equivaldrían por término medio a los ingresos de un año de la vida laboral de nuestros ciudadanos.
Una condición, sin embargo, es necesaria para evitar la acusación de estar intentando crear un pequeño club de ricos con exclusión de la mayoría de los habitantes de la Tierra. La zona de prosperidad del Atlántico Norte debería estar abierta a los países que se mostraran dispuestos a franquear sus fronteras de la misma manera y con las mismas garantías que lo harían EEUU y la UE entre sí. Así se extendería insensiblemente la libertad de comercio a todo el globo, sin que se tenga que poner de acuerdo a todos los miembros de la Organización Mundial del Comercio.
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