Adolf Eichmann, cabecilla de la sección IV B4 de la Gestapo, había organizado y supervisado la denominada "Solución Final" –los hacinamientos, las deportaciones, los fusilamientos masivos, el sofocamiento con gases y el exterminio de millones de judíos–. El reciente fallecimiento (28-2-05) del agente del Mosad que capturó a Eichmann en Argentina (11-5-60) permite por lo menos tres reflexiones, una mediática, otra sociológica y una tercera de orden filosófico: sobre la supuesta actitud de comprensión que el mundo habría tenido con Israel hasta 1967, sobre la índole del nuevo hombre hebreo y sobre la pretendida banalidad del mal.
Uno de los mitos alimentados por los enemigos de Israel es que este país gozaba de la simpatía mundial hasta la llamada "ocupación" (5-6-67). Aquella supuesta solidaridad se habría hecho trizas debido a que, en acción defensiva, el ejército de Israel tomó un territorio de algo más 5.000 km2 que estaba ocupado por Egipto y Jordania.
Eichmann personifica un buen mentís a esa difundida creencia. Ni siquiera la captura del máximo criminal nazi con vida despertó una ola de simpatía por sus víctimas. No había "ocupación", y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenó la acción del Mosad. Los dictámenes y opiniones no se focalizaron en la ejemplaridad del juicio a Eichmann ni en sus horrendos crímenes, sino en la violación de la soberanía argentina.
Debates parecidos tuvieron lugar cuando la Fuerza Aérea israelí liberó a más de cien judíos –hombres, mujeres y niños– secuestrados por terroristas en Entebbe (4-7-76) y en las Naciones Unidas se habló menos del flagelo terrorista que de la violación del espacio aéreo ugandés.
Para entender que la captura de Eichmann no podría haberse producido de ningún otro modo ayudará el libro de Uki Goñi La auténtica Odessa (2002), que revela cómo los jerarcas nazis se infiltraron en Argentina bajo el gobierno de Perón. Desde finales de la guerra se sabía que obtenían allí refugio ilegal, que astutamente impedían su extradición, que raramente eran castigados y que eran protegidos por nazis locales. A pesar de todo ello, la demanda con respecto a Eichmann no fue contra los argentinos que lo acogieron sino contra los israelíes, que "debían haberlo aprehendido por medios legales".
Hoy el mundo prosigue en esa prisa para condenar las acciones de autodefensa judía antes que la agresión judeofóbica.
La segunda cuestión tiene que ver con la cara del nuevo israelí, ejemplificado en Malkin. Nacido en la Palestina británica, creció en una atmósfera de constante hostilidad. Se alistó desde jovencito en las filas del mítico servicio de Inteligencia israelí, que abandonó en 1976, después de una carrera de espía de casi 30 años, para vivir con su esposa y tres hijos entre Israel y Estados Unidos, dedicado con éxito a la pintura. Un artículo del New York Times se tituló: "El artista que capturó a Eichmann".
Había que ser recio para poder cumplir con las riesgosas operaciones que le asignó el Mosad, como desenmascarar al espía soviético Israel Beer en Tel Aviv (29-3-61) y arrestar a Eichmann en Buenos Aires. Cuenta su amigo el periodista Uri Dan que Malkin solía decir que en esta última se sentía acompañado por la mirada de los seis millones de judíos masacrados.
La reciedumbre es real. El israelí promedio –blanco desde niño de una permanente agresión del medio en el que vive Israel, de tensión, luto y dolor– no se destaca por su delicadeza. La designación que se da en hebreo al judío nacido en Israel –sabra– es el nombre de un cactus de savia dulce, en alusión a que la ternura del israelí se halla debajo de espinas.
Los israelíes lo aceptamos con espíritu autocrítico, acaso atenuado por una paráfrasis de Emile Zola. Éste opinó que "los judíos, como están hoy, son la obra de nuestros mil ochocientos años de imbécil persecución". Pues el carácter del israelí de hoy es también resultado de una obstinada agresión de bomba y terror, misil y calumnia, tres años de servicio militar obligatorio y medidas de seguridad que afectan a la vida cotidiana de todos y cada uno de nosotros. Con gusto renunciaríamos a estas circunstancias, que en general tampoco despiertan en Europa empatía alguna.
Peter Malkin, que había nacido como Zvi Milchman, fue uno de esos nuevos israelíes. Cuando hubo concluido la misión que convocó al cactus, la savia lo acercó al lecho de su madre inconsciente, a quien le anunció que había capturado al responsable del asesinato de Fruma, su hermana (había sido asesinada, con toda su familia, durante la Shoá). Así lo narra Malkin, pintor y políglota, en la introducción a su libro Eichmann en mis manos (1991).
La audaz operación también se relata en La casa de la calle Garibaldi (1975) –que fue llevada al cine–, escrita por Isser Harel (fallecido en 2003), jefe del Mosad y por ende superior de Malkin y de los otros cinco agentes que contrabandearon a Eichmann.
La tercera reflexión versa sobre lo que Hannah Arendt denominó "la banalidad del mal". El renombrado New Yorker había enviado a la socióloga como corresponsal para cubrir el juicio a Eichmann. Sus impresiones fueron finalmente publicadas en el libro Eichmann en Jerusalén (1961), en el que Arendt explora la naturaleza de la justicia, el comportamiento de los líderes judíos y la índole del mal.
Eichmann es presentado allí como un burócrata anodino y diminuto a quien sólo interesaba el éxito en su carrera. El mal provenía del poder seductor del Estado totalitario y de la falta de pensar que era inherente a la causa nazi, pero no de los engranajes humanos que la encarnaron. En efecto, la línea de defensa de Eichmann durante el juicio fue que "cumplía órdenes".
Sin embargo, si bien es cierto que el contexto del totalitarismo empuja a la extrema amoralidad, no corresponde suponer que todos los hombres gozaríamos con hacer torturar niños si sólo nos lo permitiera un tirano.
Relativizar el mal a tal punto es una de las prácticas favoritas de la izquierda, que frecuentemente, al hacerlo, cae en una contradicción: relativiza el mal de los enemigos de Occidente pero a un tiempo condena las acciones de éste por inmorales.
Muchas veces se esconde bajo "banalidad del mal" el letargo moral de quienes no saben o no quieren enfrentar el mal con firmeza.
Malkin cuenta en su libro que, en el octavo día del interrogatorio a Eichmann, se preguntó al reo por el envío de cien niños judíos a las cámaras de gas en Chelmo; su respuesta fue: "Recordaba los eventos, pero no el asunto de los niños. Yo sólo me ocupaba del transporte...". El fiscal, Guidón Hausner, no se dejó engañar como la Arendt y exhibió una carta en que un subordinado de Eichmann le solicitaba que confirmara la orden de "dar a los niños tratamiento especial". Eichmann se limitó a reponer: "Debería habérsela escrito a otro departamento; seguramente me la mandó a mí porque no recibió de ellos respuesta".
No se trataba de un mediocre burócrata, sino de un gigantesco sádico que sabía cómo confundir a las abiertas mentes de quienes no saben distinguir entre brutalidad y autodefensa. Hay una autodefensa en particular que les es repelente.
Las páginas más patéticas de las memorias de Malkin son sus diálogos con Eichmann durante los diez días en que éste fue su prisionero en Argentina, antes de que fuera trasladado a Israel disfrazado de camarero de avión beodo.
Malkin se atrevió a espetar: "A mí me gustaba jugar con mi sobrino… tenía la edad de su hijo, y también era rubio… pero a mi sobrino lo asesinó usted". Eichmann habría respondido, entre perplejo y lacónico: "El niño era judío ¿verdad?".
Es la única respuesta que podrían ofrecer quienes nunca se avinieron a condenar moral y firmemente los atentados contra centenares de niños israelíes durante este último lustro.
Gustavo D. Perednik es autor, entre otras obras, de La Judeofobia (Flor del Viento) y España descarrilada (Inédita Ediciones).