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DRAGONES Y MAZMORRAS

Tres mujeres y una de rebote

Murió Susan Sontag, pobre mujer, y todos, al unísono, entonaron sus alabanzas. Incluso sus mayores tonterías fueron citadas con unción, sin darse cuenta de que para hablar mal de los muertos –cosa fea– basta muchas veces con citarlos: “La raza blanca es la mayor desgracia de la humanidad” y cosas por el estilo se han destacado ahora en las necrológicas de esta gran mujer como sentencias de gran calado filosófico.

Alguno ha habido que ponía como ejemplo de honestidad intelectual el que fuera lesbiana. El juego de dados con el que ella, su hijo y la famosa fotógrafa neoyorquina Leiwovitz pretendieron abolir el azar, ha sido también muy celebrado. Como saben, el hijo de Susan Sontag donó su semen para que inseminaran a la compañera de su madre y así ésta  sería a su vez madre de su hijo y de su nieto; especie de incesto simbólico, sin mezcla de gen alguno, muy tierno y muy logrado. Descanse en paz doña Susan, junto a todos los muertos de buena voluntad. Por asociación de ideas, he pensado en esas mujeres notables que en el mundo han sido, y que por sus hechos –vida y obra- han conseguido traspasar el panteón del silencio: Colette, doña Emilia Pardo Bazán, George Sand. Casi ninguna fue discreta, ni podía serlo aun queriendo. El año pasado fue el bicentenario del nacimiento de George Sand, cuyo verdadero nombre era Aurore Dupin (1804-1876), hija de un oficial del ejército de Napoleón. Creo haber contado ya en alguna ocasión la estancia española de la pequeña Aurore, con las tropas de ocupación. Ella lo  cuenta en la Historia de su vida que es un texto indispensable para conocerla, tanto por lo que cuenta como por lo que oculta (aviso a los editores: sólo hay una traducción fragmentaria y antigua). Ya que estamos, les diré que sus novelas no son gran cosa por mucho que le gustaran a Marcel Proust. Afortunadamente está la correspondencia para rescatar realmente su memoria y rehabilitarla como escritora. La mejor recopilación y la más interesante, tanto por la situación existencial de ella, como por la categoría del corresponsal, es la de la que mantuvo con Flaubert, a quien conoció siendo ella ya la “bonne dame de Nohant”, y no la aventurera amazona que amó a Chopin y a tantos otros.  Sin embargo no está traducida al español, idioma en el que sólo podemos encontrar, y muy recientemente (Los amantes de Venecia, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo) la historia de amor que mantuvieron en Venecia George Sand, Alfred de Musset y Piedro Pagello, el médico que curó a Musset cuando se puso enfermo (Aurore se pasó media vida amorosa cuidando a sus amantes; recuerden que Chopin, con el que pasó un invierno en Mallorca, estaba tuberculoso). El libro, que todavía no he visto,  incluye creo, el “diario íntimo” de la Sand y la correspondencia con Musset, no siempre amable y muchas veces turbulenta. 
 
Si he citado junto a George Sand, a Colette y a doña Emilia, es por una serie de afinidades que las hacen, salvando las distancias, comparables  Las tres tenían un acendrado deseo de destacar en la vida, y una tremenda vocación literaria. Las tres se casaron muy jóvenes y las tres se sacudieron muy pronto el “dulce yugo del matrimonio” dejando a sus maridos aparcados en los arrabales de sus respectivas vidas. Las tres tenían, además, un fuerte componente campesino y de amor a la naturaleza que las acompañó toda la vida. Si me apuran, hay más similitud entre la Sand y Doña Emilia que entre la primera y Colette, por muy francesas y herederas de la misma tradición literaria que fueran. Colette era mejor escritora que George Sand, y mucho más rompedora como mujer y pertenecía, además, a otra generación. También doña Emilia (1851-1921), pero tuvo más en común con la Sand pues fueron contemporáneas durante veinticinco años, tiempo en el que la Pardo Bazán hizo muchas cosas, incluso ir a París y conocer a alguno de los escritores a los que conoció Aurore, retirada ya definitivamente en Nohant. Faltaba todavía mucho para que doña Emilia hiciera lo propio en Meirás.
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