Trallero desgrana sus comienzos con la fatiga principesca de quien, aun habiéndolos contado en un sinnúmero de sobremesas, no le hace ascos a lo que es; antes al contrario, diríase que es un hombre reconciliado con su relato.
Mi padre era anticuario y yo continué la tradición. Tenía una galería en la calle Consejo de Ciento face to face con la antigua sala Gaspart, y yo entré en La Vanguardia de una forma absolutamente rocambolesca y muy peliculera. Resulta que uno de los hijos de Gaspart, Joan, tenía que hacer un artículo, no recuerdo ni de qué, y no pudo hacerlo porque tenía que irse a una feria y me dijo: ¿por qué no lo haces tú? Bueno, pues lo hice yo, y durante un mes o mes y medio no pasó nada (yo creí que nunca pasaría nada). Al cabo de un mes y medio me llamó Lluís Foix, que entonces era director adjunto de La Vanguardia, y me dijo: "Oye, ¿por qué no envías otro artículo?". No los enviaba a través de fax ni estas tonterías, sino a través de la señora que limpiaba la galería. Así empezó todo. Y duró 20 años. En la época en que estaba [Joan] Tapia de director hacía artículos de opinión, y cuando Tapia estaba al final de su reinado pedí hacer una campaña electoral y empecé a irme a los tres artículos por semana.
Tanto le sedujo el oficio que, cual es costumbre en el gremio, tentó el barroquismo a lo Wallraff. En diciembre de 2003, cuanto todavía le faltaban dos hervores para ser el personaje que es, se infiltró en un autocar de Basta Ya que hacía el recorrido Tarragona-San Sebastián con objeto de radiografiar a la comitiva, que resultó ser, conforme a sus previsiones, un grupo de españolistas más bien rancios. Teresa Giménez Barbat, en su delicioso Diari d'una escèptica, refiere la peripecia: "Todos empezamos a repasar qué dijimos, dónde se sentaba aquel sujeto, qué aspecto tenía". (Al término de la cena, y a propósito de la biografía de Jordi Pujol que lleva entre manos, Trallero afirmará que el suyo es un trabajo de hemeroteca, que él no es ningún inspector Gadget. Cosa distinta es que, en otros tiempos, lo fuera. A este respecto, y como él mismo asegura con retranca planiana, "Barcelona tiene la indudable ventaja de que todos nos hemos visto alguna vez en pijama"). Sea como sea, su incursión en aquel autocar le debió de costar una salva de insultos, un trato que él, sin duda, ha conocido en multitud de ocasiones. No en vano es uno de los hombres más vilipendiados de Cataluña. Al igual que a Boadella, le han vejado desde todos los flancos. Boadella, sin embargo, ocupa un peldaño inferior: jamás podrá presumir, como Trallero, de que izquierdistas y derechistas, socialistas y convergentes, pericos y culés le hayan colmado de puyazos de forma simultánea. Trallero ni siquiera ha escapado a los que más duelen, esto es, los que asestan los colegas.
Todo lo que soy se lo debo a La Vanguardia, y dedico un especial agradecimiento al conde de Godó, porque sé que más de una vez y más de diez le pidieron mi cabeza y consideró que las cabezas las cortaba él, no los demás. Tal vez había gente en el diario que lo hacía mejor que yo, pero dudo de que pusieran las ganas que yo ponía. En fin, yo era un elemento extraño. Por ejemplo, si yo me metía con un responsable judicial pero el periodista que cubría la información judicial dependía de esa fuente para hacer su trabajo, esto creaba tensión. Luego pasó lo que pasa en los equipos de fútbol, que el entrenador decide quién juega y quién no juega. Y yo, para estar en el banquillo, me fui.
Ha de saber el lector que el agradecimiento al conde de Godó nada tiene que ver con la servidumbre, sino que se ciñe sin apreturas al temperamento levantisco del personaje. En un momento en que, a Godó, media España le llama "faccioso", media Cataluña "colaboracionista" y Salvador Sostres "deforme", que Trallero muestre un ínfimo agradecimiento a su persona resulta una feliz extravagancia.
Después de un tiempo en standby, estuve haciendo una serie de entrevistas en El Mundo, donde me trataron fenomenalmente, pero las condiciones laborales... bueno, no acabé de entenderlas.
La presunta incomprensión de las condiciones laborales es, evidentemente, el eufemismo que emplea Trallero para designar la aberración de que le pagaran lo mismo que, en términos morales, le ofrecían a Arcadi Espada por escribir la biografía de Juan Antonio Samaranch en el diccionario de Marras. El entrenador pone a quien quiere pero yo, para jugar en el banquillo, etcétera... Ya metidos en diccionarios:
¿Cataluña? Hay una ley de defensa de los animales que dice que la obligación de los propietarios es alimentar al animal.
El Ecuestre se ha ido encendiendo, siquiera por el trajín de vino blanco y el vaivén de tarjetas de presentación. Al menos dos individuos toman carrerilla para formular la pregunta del millón, lo que demuestra que, entre el público, no sólo abundan los aspirantes a periodistas, sino los aspirantes a... ¡Trallero! Tan sólo Carina Mejías (la única asistente, por cierto, que reconoce públicamente que quiso ser periodista) logra hacerse oír. A los aprendices, precisamente, reserva Trallero su más ruidosa andanada.
Los periodistas que ahora suben no sólo no saben escribir sino que no les gusta, como tampoco les gusta ser periodista. Es fenomenal, porque se hacen diarios con gente a la que no le gusta la profesión que hace ni le gusta lo que son. Yo he visto escenas de pánico, verdaderas escenas de pánico, porque en La Vanguardia faltaban doce líneas para llenar una página, y nadie tenía idea de llenar aquello.
Trallero también fue empresario de prensa. Perteneció, durante un lapso, al consejo de administración del malogrado Factual, donde invirtió algunos dineros. De su paso por el periodismo digital queda una lúcida autopsia.
Internet todavía no ha encontrado su propio lenguaje. Nos falta la sintaxis de internet, que no puede ser la misma que la de la prensa escrita. El otro gran problema es que se asocia internet a gratuidad. March, cuando intentaba sobornar a alguien y no lo conseguía, decía: "Quien no tiene precio es que no vale nada". Eso es un poco lo que pasa en internet.
Es fama que Trallero está escribiendo algo sobre el caso Palau con la colaboración de Almudena Semur. "No diré nada al respecto", afirma. Su última indagación en el subsuelo barcelonés, La invención de Carmen Broto, constituyó la más demoledora desmitificación que se haya escrito jamás sobre el periodismo barcelonés de los setenta, sobre ese círculo virtuoso que formaban los Martí, Sagarra, Montalbán, y que, a cuenta de la prostituta Broto, fabularon la historia que les salió de los mismísimos carvalhos. Por el bien, naturalmente, no ya de la humanidad, sino incluso de la misma Broto.
Estoy escribiendo un libro sobre el caso Palau.
En el suspenso que siguió a la declaración adiviné el mismo ademán obsesivo, terco y torracollons que le llevó a investigar, durante siete años, la verdadera historia de la más puta de todas las señoras.
Salí a airearme al vestíbulo, todavía con el eco de una pregunta frustrada, y me crucé con Joan Josep Folchi, quien fuera consejero de Economía de la Generalitat provisional. Subía Juanjo a ver el eclipse de luna.