En ocasiones, la falacia es demasiado evidente: ese presentador que intenta convencernos con espuria erudición de que las Caras de Velmez son representaciones de un ente ectoplasmático; ese socorrido documental sobre la "demostración científica" de un aterrizaje alienígena, esa bruja que nos deleita el viernes con nuestro porvenir amoroso para el fin de semana. Pero en otros casos la pseudociencia se esconde con sutileza en piezas de aparente rigor. Y, entonces, no hay quien la pille.
Esta misma semana, el programa de la televisión pública Documentos TV ha emitido un espeluznante reportaje de investigación sobre el tráfico de órganos humanos. Ante los ojos del espectador, aparecían con trepidante ritmo narrativo los testimonios extraídos a punta de cámara oculta de niños y adultos envueltos en el comercio de riñones. El periodista, haciéndose pasar por un supuesto cliente, llega a contactar con una familia dispuesta a ceder a uno de sus hijos a cambio de 70.000 euros. Pocas pegas podrán ponerse al trabajo emitido, salvo que no demuestra nada. O, mejor dicho, que no ofrece ninguna prueba suficientemente contundente como para compensar las numerosas inconsistencias que presenta el mito del tráfico de órganos humanos.
Un simple rastreo en Internet sobre el tema servirá para encontrar centenares de referencias a una de las leyendas urbanas más propias de nuestra edad contemporánea. Desde el turista desprevenido que, tras tomar unas copas con una bella nativa, se despierta metido en una bañera de hielo y sin riñón, hasta el millonario estadounidense que recorre el Tercer Mundo en busca de un niño parecido a su hijo para proponerle la compra de una víscera vital. La cantidad de testimonios y la aparente lógica de la desesperación humana (sobre todo cuando se trata de salvar la vida de un hijo) dotan a estas historias de una emotiva credibilidad. Pero, más allá de eso, resulta imposible encontrar entre la comunidad científica, las autoridades sanitarias, los expertos en trasplantes y la policía una opinión crédula al respeto. Es más, es absolutamente unánime la advertencia de que la creación de redes internacionales de comercio de órganos vivos es poco menos que imposible.
El mito de la amputación involuntaria es casi tan viejo como la literatura. Pero su versión más moderna, convertido en violación quirúrgica, cobra fuerza tras el estreno en 1978 de la película Coma, basada en un guión de Michael Crichton y Robin Cook, en la que un equipo de perversos médicos extrae órganos sanos de pacientes comatosos. Desde entonces, no han dejado de aflorar truculentas historias de trasiego de vísceras. Junto a ellas, aunque de manera más tímida, tampoco ha dejado de oírse la voz de autoridades en la materia advirtiendo de la falsedad de tales relatos. Poco después de aparecer en la prensa Mexicana la noticia de que el tráfico de órganos podría ser la causa de la extraña desaparición de docenas de jovencitas en el estado de Chihuaha, la Comisión Nacional de Trasplantes del país elevó una nota en el la que negaba tal posibilidad. Lo mismo ocurrió una y otra vez en Estados Unidos, Canadá, China y Europa.
¿Pero es que no es posible que existan mafias dedicadas a tan horrendo y lucrativo menester? La respuesta más racional es sí: es posible que existan, igual que es posible que una mujer meta a su perro en el microondas para secarle el pelo, que un terrorista arrepentido avise a una joven que acaba de encontrar en el autobús de que se prepara un atentado masivo en El Corte Inglés y que una cría de cocodrilo abandonada termine poblando el alcantarillado de Nueva York con una familia de reptiles hambrientos. Todo ello dista de ser imposible, pero no ha ocurrido.
Técnicamente, la creación de un red de trasplantes eficaz escapa a los recursos de cualquier mafia tercermundista. La donación y recepción de riñones es un proceso demasiado complejo como para que tenga lugar en el garaje de una casa de Bombay. Para empezar, el valor de mercado de un órgano libre es cero. De nada sirve un riñón al que no se han realizado, previamente a su extracción, complicadísimos análisis de histocompatibilidad. Un tejido humano no es como el motor de un coche, no puede comprarse libremente y probar luego si funciona. Así que sólo hay dos causas que justifiquen la presencia de supuestos clientes buscando órganos en las plazas de Turquía (como mostraba el programa de televisión). O han sido engañados por una red de estafadores que se aprovechan de su desesperación, o son falsos. La extracción de un órgano tampoco es moco de pavo. La operación puede durar entre seis y ocho horas y requiere un equipo mínimo de diez personas muy especializadas. Es imposible reunir masivamente este tipo de personal cualificado sin dejar rastro. Aun así, si se consiguiera la extracción, el riñón robado ha de ser sometido a un proceso químico de criopreservación que requiere materiales muy difíciles de obtener. El seguimiento de los compuestos utilizados para la conservación de órganos es exhaustivo, casi tanto como el de la dinamita. Sólo especialistas autorizados tienen acceso a ellos, por lo que la pista del supuesto crimen sería muy fácil de trazar.
Para colmo, estos órganos tienen que ser implantados en un plazo no superior a dos días y el paciente receptor ha de ser sometido a un control médico tremendamente especializado tras la intervención. En muchos casos, incluso necesita seguimiento médico de por vida. ¿Quién va a hacer este seguimiento una vez regresado a su país? ¿Creen que le sería fácil al comprador ilegal de órganos encontrar un doctor que aceptara cuidar su nuevo tejido de por vida sin preguntar siquiera "y este riñón dónde se lo ha encontrado"? Los detalles técnicos son muy esclarecedores, pero todavía lo es más la simple invocación al sentido común. ¿No es extraño que sólo se trafique con riñones y otros tejidos no imprescindibles para la vida? Parece que las malvadas mafias del trapicheo de vísceras, una vez tienen un cuerpo abierto en canal en la mesa de operaciones, se encargan de sacar sólo lo prescindible sin pensar en el "negocio" que podrían hacer con corazones, hígados o pulmones. Es más, tienen cuidado de dejar viva a su víctima con una gran cicatriz en el costado para que sirva de prueba incriminatoria andante.
No es extraño, también, que un padre desesperado recorra medio mundo para encontrar un órgano con que salvar a su hijo y, una vez hallado, se preste a que el crío sea operado quién sabe en que infecto cuchitril a manos de quién sabe qué curandero? ¿No sería más fácil adoptar al donante, llevárselo a su país y realizar la operación en condiciones?
Por más que uno se empeña en buscar algún indicio razonable, documentales como el de esta semana sólo demuestran dos cosas: que hay mucha gente desesperada, propiciatorias víctimas de los estafadores y que hay mucha gente terriblemente pobre capaz de vender a su hijo por un puñado de dólares. Pero la demostración de que exista oferta de órganos no demuestra que exista realmente tráfico de los mismos. Estas familias en las que la necesidad ha borrado el mínimo resto de escrúpulo serían capaces de vender sus vástagos a un comando de científicos extraterrestres. ¿Existen, por ello, los científicos extraterrestres?
Parece más lógico buscar explicaciones más sencillas al asunto. La madre que asegura que a su hijo le falta un riñón desde hace unos años es probable que ignorara que su hijo ya había nacido sin riñón. El hombre que ofrece a una criatura de 12 años para que le operen sin piedad es probable que lo único que busque es un anticipo jugoso del trapicheo para salir corriendo con su niño en busca de otro incauto. En el fondo, esta suerte de tocomocho médico sería realmente tierna si no deviniera dramática.
Y es que la leyenda urbana dista mucho de ser inocua. Varias asociaciones de enfermos y donantes, médicos expertos y organismos sanitarios internacionales han alertado de que la proliferación de estos mitos está erosionando la imprescindible confianza de la ciudadanía en el sistema sanitario. Pocas entidades hay más prestigiosas y mejor organizadas que las redes de donación de órganos. ¿Qué consecuencias puede traer echar si quiera una pequeña mácula sobre su trabajo?
La emisión de este tipo de documentales no está exenta de responsabilidad. Pero no es lo peor. El 14 de septiembre de 1993, el Parlamento Europeo adoptó una resolución sobre la Prohibición del Comercio de Órganos para Transplante. El texto requería "una acción que ponga fin a la mutilación y asesinato de fetos, niños y adultos en ciertos países en vías de desarrollo con el propósito de obtener órganos para transplante". La resolución es un prodigio de dislates. Se mezclan legislaciones sobre el uso de tejidos de neonatos con leyes que permiten la venta de órganos bajo control médico en países como India. Y a ello se añade la inconsistente amenaza de una red de tráfico ilegal de vísceras. En aquel entonces, Rafael Matesanz, a la sazón coordinador de la Organización Española de Transplantes y una de las máximas autoridades mundiales en la materia, no tuvo por menos que alzar la voz: "La referencia a rumores en un documento oficial avalado por el Parlamento Europeo es totalmente impropia de instituciones como ésta. En el fondo está dando a entender que tales rumores están confirmados".
La difusión acientífica de este tipo de bulos sólo beneficia a un grupo de personas: los estafadores que hacen su agosto a costa de la ignorancia de muchos. Ilegalizar algo que no existe no hace más que aventar el deseo de sacar partido en las cloacas de la inútil ley.