"Esta noche hemos estado hablando de Martin Luther King Jr. Mi hijo también fue asesinado un 4 de abril. No creo en las coincidencias. Casey cumplía años el mismo día que John F. Kennedy. Nació el mismo día y murió el mismo día que dos personas que fueron asesinadas por la maquinaria bélica de mi país".
Hasta aquí Cindy Sheehan. Atendamos ahora a las palabras de Martín Terrazas, el padre del cabo de marines Miguel Terrazas, de El Paso, que fue asesinado en un atentado con bomba perpetrado en una carretera de una localidad llamada Haditha:
"Ni siquiera escucho las noticias".
Maureen Dowd, del New York Times, la columnista –galardonada con un Pulitzer– del diario más importante de América (está bien... del diario que se da más aires de América), ha escrito que "la autoridad moral de los padres que entierran hijos en Irak es absoluta". Lo escribió en un artículo sobre Sheehan. No parece haber encontrado tiempo para escribir alguna columna sobre la absoluta autoridad moral de otros padres con hijos caídos en combate.
Elizabeth Edwards, la esposa de John Edwards, candidato "moderado" y "no extremista" del Partido Demócrata a la vicepresidencia del país, escribió una carta titulada 'Apoyar el derecho de Cindy Sheehan a ser escuchada'.
El caso es que la señora Sheehan no tiene muchas dificultades para ser escuchada. Las declaraciones que hemos reproducido más arriba fueron realizadas hace una semana en una reunión que tuvo lugar en Melbourne. Docenas de organizaciones pagan para que vuele por todo Estados Unidos y Canadá, y a Gran Bretaña y a Europa, y hasta a Australia, y garantizar su "derecho a ser escuchada", ahora y para siempre. Es el personaje principal de una película que se estrenará próximamente, y en la que será interpretada por Susan Sarandon.
Me jugaría el cuello a que Martín Terrazas representa mucho mejor a los familiares de los militares americanos que operan en Irak: un hombre que no soporta coger un periódico americano, o escuchar un boletín radiofónico, o ver un programa de debate político, porque cada suceso es deformado hasta que encaja en el mismo discurso, el único discurso que maneja nuestro establishment cultural: esto es Vietnam, estamos en el atolladero; no podemos ganar, y cuanto más retrasemos la derrota y la huida de semejante infierno, más iniquidades cometeremos. Y, mire, mire: aquí tiene la versión suní de la masacre de My Lai.
No sé más que usted acerca de la naturaleza exacta de los sucesos acaecidos en Haditha a raíz de la muerte del cabo Terrazas. Pero asumamos que todos los oscuros rumores que ha oído son ciertos, que unos civiles fueron asesinados por personal americano de servicio. En vísperas de marzo de 2003 se esgrimieron argumentos respetables tanto a favor como en contra de la guerra de Irak. Nada que haya sucedido en Haditha altera las cosas, en ninguno de los sentidos. Pero si usted forma parte del siempre creciente número de halcones que están cambiado de pelaje, tanto entre la clase política y los medios como entre el pueblo llano, para quienes Haditha es la gota que colma el vaso, no lo atribuya a una integridad moral de efectos retardados, sino a su absoluta falta de seriedad.
Todo aquel que apoye el desencadenamiento de una guerra debería ser lo bastante espabilado como para saber que, en cuanto las tropas se pongan en marcha, unos cuantos matarán civiles, bombardearán escuelas, torturarán presos. Ha sucedido en todas las guerras de la historia de la Humanidad, incluso en las buenas. Hubo americanos, británicos, canadienses y australianos que hicieron cosas malas en las dos guerras mundiales. No se trata de sorpresas anonadantes, sino de algo inevitable. Puede ser la voladura de una mezquita, o el asesinato de una mujer embarazada, o la matanza de unos invitados a un banquete de boda: el caso es que algo sucederá. En términos históricos, no cambiará en nada la justicia de la causa y lo perentorio de la victoria.
Durante tres años, las fuerzas de la Coalición desplegadas en Irak se comportaron tan bien que los que babean con Vietnam sólo pudieron echarse a la boca una miseria: una cárcel depravada, un preso con una correa para perros y un par de pantys de Victoria's Secret en la cabeza, y con un plátano colocado en un lugar insólito.
"Mire cómo sostiene la correa de ese iraquí desnudo y con barba la reservista del Ejército norteamericano Lynndie England –escribía Robert Fisk, el decano de los corresponsales de los medios internacionales en Oriente Medio–. Ninguna película sádica podría sobrepasar el daño de esa imagen. En septiembre de 2001, los aviones se empotraron contra edificios; hoy, Lynndie hace pedazos nuestra moral con un mero tirón de correa".
Por los suelos, chico.
Ahora los medios han conseguido su historia. Se han desatado. Y si el peor de los rumores es cierto, esos diez marines pasarán a representar al 99,9% de sus camaradas que cada día hacen grandes cosas por los pueblos iraquí y afgano. En el año 2004, después de Abu Ghraib, escribí lo que sigue:
"Hay algo no sólo ridículo, sino impúdico, en una hiperpotencia de 300 millones de habitantes cuya élite –del estrambótico ex vicepresidente para abajo– quiere que el resultado de una guerra, y el destino de una nación, dependa de una cárcel anómala; una élite que está dispuesta a pagar cualquier precio, a soportar cualquier carga, siempre y cuando no duela, esté bien limpita y caduque a la semana. Una estupidez de semejante calibre deshonra la memoria de todos aquellos a quienes se supone debíamos recordar durante este Memorial Day [Día de los Caídos en Combate]".
Dos años después, las cosas están todavía peor. Si se examinan las premisas que subyacen a los discursos de los profesores, los figurones mediáticos, etcétera, no es difícil estar de acuerdo con James Taranto, del Wall Street Journal, en que estos días América sólo puede librar, una y otra vez, guerras como la de Vietnam. "Al parecer, [cada guerra] acaba siendo un atolladero, lo que provoca oposición y lleva a la retirada americana". Así muestra la nación su "virtud moral", es decir, su ensimismamiento aldeano.
Cindy Sheehan declaró en Melbourne la semana pasada: "Bobby Kennedy fue asesinado por la maquinaria bélica de mi país". Esta semana, el hijo de Bobby, Robert Kennedy Jr., decía en Rolling Stone que Bush robó las elecciones de 2004. A ver con qué nos desayunamos la semana que viene.
Hay más dolor y más verdad sobre América en aquellas cinco palabras de Martín Terrazas. Una superpotencia que se revuelca en la paranoia y el autoodio no puede resistir. Ni lo merece.
© Mark Steyn, 2006