El 11 de septiembre de 2001 no sólo tuvo lugar un bestial ataque terrorista contra objetivos definidos y representativos de la nación norteamericana, en el que fueron masacradas en pocas horas casi tres mil personas y se hirió de muerte a la primera democracia del mundo. Ese día fue declarada la guerra a todas las sociedades libres, y el mensaje fue tan diáfano y despejado como la mañana de la vesania: el desafío escupido tenía tintes radicales y rabiosos, a vida o muerte.
Se optó por golpear en seco y con especial perversidad a la cabeza y al corazón del orden liberal y democrático del planeta, para comprobar a continuación si el mazazo había sido definitivo y medir la reacción de la víctima abierta en canal. También la de aquellos que presumiblemente aprovecharían la hazaña para ajustar cuentas pendientes con EEUU y la civilización democrática-liberal, tras haber perdido anteriores guerras, santas y frías, civiles y mundiales. El 12 de septiembre de 2001, tras la masacre de Manhattan, el diario El País compendió a la perfección en un titular en negro ese sentimiento viciado de odio, resentimiento y resarcimiento: "El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush".
Cualquiera hubiera dicho que no sólo estaban deseando que ocurriese la desgracia, sino además esperándola, para poner en marcha la maquinaria de propaganda y agitación radical y rematar así la faena. No sólo para Al Qaeda y los comandos operativos que perpetraron la matanza, para sus autores materiales, también para todos los que celebraron con mayor o menor entusiasmo la gesta destructora del "rebelde", del "humillado y ofendido", del "descontento", contra el Imperio y sus símbolos, el verdadero culpable de aquel espectáculo de muerte y destrucción fue Bush y "su política", sobre todo, en determinados lugares sensibles del globo, por ejemplo, el Oriente Próximo: "Palestina" –la gran coartada del terror y la dominación liberticida– y el sionismo de Israel –la excusa actual del antisemitismo y el furor universal contra la libertad y la democracia en cualquier parte del mundo–.
El Gobierno y el pueblo estadounidenses no vacilaron, y su firme determinación de enfrentarse al villano quedó grabada en un lema que todos pudimos ver presidiendo la "zona cero", el paisaje después de la batalla, para que no hubiese ninguna duda de con quiénes tenía el canalla que batirse: "We'll never forget" ("Nosotros nunca olvidaremos"). Tras sacudirse el polvo y la ceniza de los hombros, recomponiendo la figura, con la cabeza fría y sopesando los verdaderos aliados y enemigos, los dirigentes norteamericanos traducen el sentimiento en acción lanzando un neto recado a la Alianza del Terror contra la Civilización: "Estamos en camino".
Afganistán, Irak… Como consecuencia, la serpiente sale de la madriguera, pero ya ha puesto sus huevos: las crías rompen la cáscara, se agitan y se manifiestan por doquier. El veneno emponzoña a gran parte de la población mundial. ¿Cómo es posible olvidar todo esto?
El 11 de marzo de 2004 los trenes de la muerte estallan en Madrid. Se repite la historia. Sangre, dolor y destrucción, por un lado: la cara del terrorismo. Odio, oportunismo y revanchismo, por el otro: la faz de la agitación radical. Repetición, pero sólo en parte. Esta vez el titular de turno (de guardia) no viene en la prensa leal, sino en directo, por televisión, en plena jornada de reflexión: "Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta". Vuelco electoral, cambio de Gobierno, misión cumplida, giro a la izquierda.
Los nuevos/viejos gobernantes se saltan los semáforos, pasan en rojo, vuelta al guerracivilismo, desguace de la Nación, "Alianza de Civilizaciones" contra la Civilización y sus Aliados, halagan al verdugo y humillan a la víctima, deshacen la obra del Gobierno anterior y a su partido, patean al caído, al descabalgado, procuran rematarlo. Comisión de Investigación del 11-M. Carpetazo y cerrojazo. Caso cerrado. Aquí no ha pasado nada. Y a pensar en el futuro. Mas ¿cómo olvidarse, en verdad, de todo esto? ¿Cómo es posible sobrevivir después de haber herido y acuchillado a un país por la espalda?
11-S y 11-M. Ciertamente, hay continuidad, junto a importantes diferencias en ambos casos: las actuaciones del Gobierno y la sociedad estadounidense y española, respectivamente, ofrecen reacciones inconmensurables. Mientras los americanos se unen, en su pesar y a su pesar, para enfrentarse a la amenaza y hacer la guerra a quien pretende destruirle, los españoles se dividen y en su mayoría deciden hundir la cabeza en el fango, no darse por enterados y seguir adelante, a pesar de todo. Los cobardes, vencidos por el miedo, llaman a lo primero belicismo y arrogancia, y a lo segundo pacifismo y esperanza.
Un año después de la masacre los españoles siguen sin ponerse de acuerdo con respecto a lo que hacer. Dejemos ahora de lado (en realidad, dejémoslos siempre) a los viles y villanos que directamente están vinculados e involucrados con la infamia y la vesania y, frotándose las manos, hacen balance y caja de la desgracia nacional e internacional. Fijemos, en cambio, la atención en el resto, en las personas decentes y los demócratas no morbosos que continúan desorientados y dudan sobre si pasar página, olvidar lo que ha pasado y ¡todavía va a pasar!
El DVD Tras la masacre, producido por la FAES y proyectado el 30 de marzo en Madrid, no es un documental ni un filme de ficción y, por tanto, no debe juzgarse desde la óptica de un escrupuloso analista o crítico cinematográfico. No es momento para semejantes melindres. Como instrumento de denuncia y de intervención democrática tiene las características que se esperan del género, como cuando leemos un panfleto o una diatriba, géneros excelentes, por cierto, de la escritura y el ensayo, todos los cuales, aunque no sean un dechado de elegancia, saben mantener el tipo, la honradez y el amor a la verdad.
Pues bien, en la actual hora de España, difundir fuerte y claro que en España ha habido una fatal concurrencia de terrorismo y de agitación social, que las elecciones libres han sido maltratadas por sus enemigos, tácitos y tácticos, y que nos manda un Gobierno bajo sospecha y de dudosa legitimidad supone un esfuerzo por mantener la moral alta a millones de españoles, por no dejarse atropellar y decir las cosas como son.
En España el actual presidente del Gobierno pide a Batasuna que condene la violencia, pero él se niega a hacerlo. Por tres veces fue conminado en la Comisión del 11-M a condenar los asaltos a las sedes del PP en tres palabras, o con una sola, a reprobar la agitación radical que siguió al ataque terrorista más sangriento sufrido en la España moderna. José Luis Rodríguez apretó los dientes y se resistió. Sigue sin condenar la violencia. ¿Es esto legítimo? Y si fuera sólo esto…
¿Mirar adelante? Sea. Mas se equivocan quienes creen que es preciso olvidarse del pecado original que ha quebrado la Nación, perdonar a los culpables y ocuparse-de-los-problemas-que-realmente-interesan-a-los-españoles. El hecho de que ZP no rectifique y persista en no condenar la violencia no es sólo un acto inmoral. Es un suceso político que tiene secuestrada la democracia española. Significa que puede volver a servirse de ella cuando le convenga. Porque él y los suyos el poder ya no lo sueltan. Sus aliados y los grupos de asalto han dejado claro que están dispuestos a actuar para blindarlos. Sólo esperan la orden.