El peligro procede, en la actualidad, de la dirección opuesta; especialmente en Europa, donde cada vez se tienen menos niños, un elevado porcentaje de los cuales procede, por lo demás, de familias inmigrantes.
Italia es un caso triste. Hace poco tiempo, en los años 30, tenía una de las tasas de natalidad más elevadas. Esto se vio reflejado en el plan de Mussolini para colonizar África y alentar la inmigración a Argentina. En la actualidad, la Bota tiene una de las tasas de natalidad más bajas. Trate de buscar niños en las aldeas del norte del país, cuyos habitantes disfrutan de unos niveles de vida que sus abuelos no hubieran creído posible: lo hará en vano. Los italianos son ricos materialmente hablando, pero no en vidas.
Igual de estéril es Alemania. En Francia las cosas están algo mejor, pero se debe casi por completo a la enorme minoría musulmana, que representa alrededor del 10 por ciento de la población.
El mes pasado hablé con una mujer que, hace una generación, realizó una investigación detallada sobre las familias británicas. Recientemente volvió a visitarlas, y quedó descorazonada con lo que se encontró. Mientras que hace treinta años era común que las familias tuvieran de dos a cuatro hijos, esas mismas familias apenas tienen ahora uno o dos nietos, y algunas no tienen ninguno. (Yo tengo cuatro hijos y, hasta la fecha, ocho nietos. Pero algunos de mis contemporáneos no tienen nietos, y albergan pocas expectativas de tener alguno).
Grupos que una vez destacaron por su compulsiva filoprogenie parecen, en gran medida, haberla aplacado. Cuando era niño, los católicos británicos tenían de seis a diez hijos. Hoy, lo más probable es que sean sólo dos.
Alrededor de 1900, los judíos de Europa Oriental que habían emigrado a Gran Bretaña y Estados Unidos solían tener familias numerosas, de hasta 16 hijos. De hecho, puede que los judíos asquenazíes tuvieran por aquel entonces la mayor tasa de natalidad conocida. Hollywood, por ejemplo, fue creado en gran medida por la descendencia de dichas familias enormes. Las comunidades judías de América y Gran Bretaña tienen hoy tasas de natalidad muy inferiores a la de reemplazo, lo cual representa una amenaza para su futuro.
¿Por qué está dejando de reproducirse en Occidente tanta gente inteligente, cultivada y próspera?
Obviamente, un factor es la decadencia del matrimonio como institución. Los jóvenes se casan más tarde, o directamente no se casan. A menudo cohabitan, con la vaga intención de casarse "con el tiempo", pero no tienen hijos. Después se pelean y separan. Muchas mujeres se encuentran, así, sin hijos a los 40, y, con el reloj biológico en marcha, empiezan una nueva relación o abandonan la idea de tener niños.
Casi todo el mundo conoce la terrible historia del amigo que ha visto fracasar su matrimonio y librado amargas batallas por la custodia de los niños. ¿Para qué tenerlos? Los hijos son caros. Si antes, por lo general, mantener una familia exigía un sueldo, ahora exige dos.
Luego está el deseo de realizarse profesionalmente. Con independencia de lo que pueda proveer la legislación y de la flexibilidad de las empresas, el tener hijos frustra el ascenso de la mujer por la escalera del éxito.
De vez en cuando los gobiernos europeos lanzan la voz de alarma por las bajas tasas de natalidad. Pero poco, o nada, hacen al respecto. En realidad, ¿qué pueden hacer? A mediados del Ochocientos los franceses empezaron a preocuparse por la cuestión. En los años 30 del siglo XX el Gobierno concedió subvenciones familiares con el objetivo de intentar persuadir a las parejas casadas de que tuvieran hijos. Este manera de proceder fue adoptada en toda Europa y se convirtió en parte integrante del Estado del Bienestar.
No parece haber tenido gran efecto en ningún sitio; tampoco en Francia, desde luego. Cuando estaba en el poder, Charles de Gaulle solía jactarse de haber puesto los cimientos de "una nación de 100 millones de franceses". Dicho objetivo sigue siendo una fantasía. Y si alguna vez se consigue, la mitad de la población estará conformada por musulmanes originarios del norte de África.
Otro factor puede ser el declinar de las prácticas religiosas. Muchas de las iglesias y catedrales de Europa Occidental son poco más que museos. Al parecer, el nuevo Papa, Benedicto XVI, se ha fijado como tarea primordial la reevangelización y repoblación de Europa. No sé cómo lo hará. Todas las fuerzas de la sociedad moderna juegan en su contra, Unión Europa incluida. En su proyecto de Constitución, el papel del cristianismo en la creación de la civilización europea no es que se omitiera, es que fue deliberadamente excluido.
Aunque conviene preocuparse por este asunto, y debatirlo abiertamente, no debemos obsesionarnos. La experiencia nos dice que los errores en las proyecciones demográficas son notables. Las tasas de natalidad pueden subir o bajar. Las modas sociales cambian. Si se percibe una "carencia de bebés", o de jóvenes en el mercado laboral, puede entrar en juego una "mano invisible", por emplear el término de Adam Smith. El suministro se incrementa para cumplir con la demanda incluso en los aspectos más íntimos de la vida.