En el momento presente, ni la izquierda más rancia y apergaminada cae en la tentación de resucitar los añejos vocablos del vademécum marxista-leninista y de ofrecer al electorado de las sociedades modernas especies con olor a naftalina, como "dictadura del proletariado", "revolución", "lucha de clases", o incluso "capital", y aun "burguesía". Tal vez sí siga fijado, petrificado, en semejante doctrinario de supervivencia algún canoso veterano de cuando el Mayo del 68, referente histórico que a un joven de hoy le sonará como a los de mi generación el Desastre de Annual, narrado por nuestros abuelos.
Con todo, estoy dispuesto a rectificar este optimista dictamen si la vía de agua abierta en el nuevo Parlamento vascongado se agranda y sientan sus reales esos nuevos representantes del "pueblo vasco" que responden a la remota y expansionista denominación de "Partido Comunista de las Tierras Vascas", la cual se diría salida de las cavernas y, por la pinta que tienen sus miembros-y-miembras, todavía más bárbara que la encarnada por los actuales representantes de esa otra antigualla que se hace llamar "Esquerra Republicana de Catalunya" (¿por qué no "de las Tierras Catalanas?").
A pesar de las apariencias, estas tribus rurales y urbanas no vienen de los fríos Urales ni de Stalingrado. Aunque, como si lo fueran, aspiran a cambiarlo todo y a liquidar todas las tradiciones, menos las suyas. Por donde pasan ya no vuelve a crecer la hierba. Todas estas construcciones nacionales y deconstrucciones postnacionales las hacen en nombre de la patria, del progreso, y desde una sensibilísima conciencia social.
Algo tiene, sin duda, de mágico y encantador eso de "lo social", que encandila a casi todos por igual. Para mí que eso de "social" no viene a significar al cabo otra cosa que "caro", "oneroso" y "tributario", un "valor añadido" que se acaba pagando, aunque también pueda ser que he meditado poco sobre el particular. O quizá ocurra que uno no sea más que un viejo misántropo, un sospechoso asocial liberal y un incorregible egoísta racional.
Lo cierto, con todo, es que el palabro "social" fascina a muchos, a los socialistas de todos los bandos y doctrinas. Hasta a liberales de toda la vida que, aceptando la calificación, la maquillan con talante políticamente correcto, para así dotarse de rostro humano y poder proclamar, mirando al público: "Liberal, pero con preocupaciones sociales".
Leo hace poco en el diario ABC un documento que pretende informar acerca del pensamiento y la sensibilidad del nuevo Papa Benedicto XVI, cuyo titular reza: "El socialismo democrático resulta cercano a la doctrina católica". El informe, según confiesan sus autores, entresaca algunas citas de textos y declaraciones de Joseph Ratzinger a fin de salir al paso de las críticas lanzadas por bastantes que le achacan "uniformismo" y "cerrazón". Por lo visto y leído, la acción de rescatar manifestaciones del nuevo Papa que revelan su "conciencia social" lo exonera y libra de toda sospecha, y más aún si, completando la mención del titular, recuerdan lo que del socialismo dijo un día la nueva autoridad católica: "En todo caso, ha contribuido notablemente a la formación de una conciencia social".
Hace mucho tiempo, probablemente el socialismo se encontrase cercano al ideario cristiano. Antes incluso de principios del siglo pasado, cuando Winston S. Churchill declaró lo que sigue: "Los socialistas, el partido extremo y revolucionario de los socialistas, son muy aficionados a decirnos que están reviviendo en la actualidad los mejores principios de la era cristiana". Esto decía el gran estratega inglés en un discurso pronunciado en Cheetham (Manchester), año 1908.
Mas no se pierda el lector el sutil y refinado "pero" que puntualiza su aserto, como poniendo las cosas en su sitio: "Pero hay una gran diferencia entre los socialistas de la era cristiana y aquéllos cuyo apóstol es Victor Grayson [célebre orador del laborismo inglés convertido en polémico parlamentario]. El socialismo de la era cristiana se basaba en la idea de que 'todo lo mío es tuyo'; en cambio, el socialismo del señor Grayson parte de la idea de que 'todo lo tuyo es mío' (Vítores). Incluso me atrevo a afirmar que jamás conseguirá una verdadera ventaja para la masa del pueblo un movimiento que se basa en tanto resentimiento y tanta envidia como el actual movimiento socialista en manos de extremistas" ("¡No nos rendiremos jamás!". Los mejores discursos de Winston S. Churchill, La Esfera de los Libros).
Llegando todavía más lejos que el primero de los ministros ingleses, a Ortega se le antoja hasta pasable ese propósito tan igualitario y solidario, tan socialista, de dar uno lo que tiene al otro y complacerse comunalmente de los bienes que aprovechan y favorecen la distribución de lo bueno, sobre todo, de procedencia espiritual: no otra cosa significan la cultura y la comunicación humana que se transmiten de generación en generación por medio del trato y la educación entre semejantes. Ahora bien, lo que no tiene pase, lo que se le antoja intolerable, es verse coaccionado sin remisión a asumir y compartir lo que los demás tienen y degustan.
He aquí la amenaza última y más severa que acarrea la socialización: "La socialización del hombre es una tarea pavorosa –afirma el filósofo español–. Porque no se contenta con exigirme que lo mío sea para los demás –propósito excelente que no me causa enojo alguno–, sino que me obliga a que lo de los demás sea mío. Por ejemplo: a que adopte las ideas y los gustos de los demás, de todos" (Ortega y Gasset, Socialización del hombre).
El "interés nacional", el "bien público", el patriotismo, la solidaridad, el "fin social", sólo pueden ser admitidos si no se utilizan para arremeter (demasiado) contra la real soberanía del individuo, su constitución y libertad de acción, hasta anularlas. Frente a lo que sostiene cierta escuela absolutista de la alteridad (asimismo, derramada en un heterogéneo espectro filosófico e ideológico, que habla "en el nombre del Otro" a la hora de pergeñar innumerables y, a veces también, dudosos objetivos), diríase que el Otro no tiene por qué ser necesariamente mejor que uno, aunque sí sea incuestionable que los otros son siempre más que uno.
Esta verdad aritmética, esta certeza estadística, que crece, se espesa en la masa y aterriza cómodamente, por ejemplo, en la proverbial máxima "Hacienda somos todos", revela una preponderancia, pero no un valor. Aunque constata un hecho palpable, insinúa asimismo algo más serio que una circunstancia: una grave intimidación.
La exaltación de "lo social" nos sale, en suma y a fin de cuentas, muy cara, no sólo para nuestros bolsillos. Teje ("tejido social") una profunda animadversión y un agresivo resentimiento contra el individuo y la libertad que acaban por enrollarlos y arrollarlos. Tales sentimientos derivan, sin duda, de un estadio anterior al político: "El odio al liberalismo no procede de otra fuente. Porque el liberalismo antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino" (Ortega y Gasset, op. cit.).
Cuando "el actual movimiento socialista en manos de extremistas" apela a "lo social" con el fin de inmiscuirse en la vida privada de las personas, sus ideas y creencias, sus bienes y propiedades, su ámbito de intimidad, sus silencios, retiros y reservas, hace que lo que siempre hacen los enemigos de la libertad: que el todo se entienda como un ente superior a las partes que lo constituyen. ¿Y el Estado, máxima expresión de "lo social"? Responde J. S. Mill: "El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen" (Sobre la libertad).