Señoras y señores, queridos amigos:
Es para mí un gran honor participar en estas jornadas liberales. Aquí me encuentro rodeado de buenos amigos, de personas a las que leo y admiro, de defensores intelectuales y políticos de la libertad.
Estoy encantado de estar junto al Presidente del Consejo, Silvio Berlusconi, una persona con gran visión política y extraordinaria capacidad de liderazgo. Es, además, un buen amigo, con quien tuve el honor de trabajar estrechamente en mi etapa de gobierno. Está llevando a cabo una gran labor en Italia.
Quiero felicitar a la Fondazione Liberal por su labor difusora de las ideas. Y especialmente por haber reunido en estas jornadas a personas de tanta relevancia. Es sin duda un mérito de su presidente, Ferdinando Adornato. Muchas gracias por haberme invitado.
Soy liberal porque en toda mi carrera política me ha guiado la máxima expansión de las libertades individuales. Y uno de los orgullos que puede tener cualquier liberal español es el origen de esta palabra. Como ustedes conocen, "liberales" fue el nombre que se dieron en las Cortes de Cádiz, hacia 1810, los partidarios de la libertad y de un régimen constitucional. Frente a ellos estaban los que querían mantener el antiguo régimen absolutista, y que recibieron el despectivo nombre de "serviles". Hoy estoy encantado de encontrarme entre tantos liberales de tantos países.
Mi aprecio, mi pasión por la libertad de las personas es, ante todo, intuitivo. Es mi instinto –o un cierto sentido común que puedo tener– el que me hace recelar de todo lo que signifique añadir coacciones o poner límites a la libertad de cada persona, más allá de lo estrictamente necesario para proteger la libertad de los demás ciudadanos y la convivencia entre ellos. No creo en el ejercicio del poder como método para decirle a la gente lo que tiene que hacer, ni para obligarles a ser felices lo quieran o no.
Me producen un recelo instintivo las iniciativas políticas que parten de la desconfianza en las capacidades de cada persona para saber lo que le conviene, cuando no son un puro ejercicio de paternalismo. No creo que ningún poder público conozca mejor que ninguna persona cuál debe ser su proyecto individual o familiar. No creo que ningún partido y ningún político puedan saber mejor que cada ser humano cuáles son las circunstancias en las que le conviene empeñar sus esfuerzos y sus recursos.
Pero no son sólo intuiciones. Al fin y al cabo, cada uno tiene las suyas y todas son igualmente válidas. Se trata además de la constatación histórica y experimental de que las naciones que más han protegido las libertades individuales son las que más han avanzado en el bienestar y la prosperidad de sus ciudadanos.
España ha vivido en los últimos años el periodo más largo de expansión económica de su historia. Estoy convencido de que se ha debido, por encima de cualquier otra razón, a que confiamos en los españoles. Confiamos en sus capacidades individuales, en su esfuerzo personal y en su sentido de la responsabilidad. No hemos tenido recelo ni hacia las empresas ni hacia la economía libre de mercado. Ver a éstas como entes depredadores, perjudiciales para la gente corriente, me parece un error tan común como equivocado.
Queridos amigos,
Creo que, mirando la historia de las últimas décadas con una cierta perspectiva, debemos tomar dos conclusiones importantes.
Por una parte, el extraordinario progreso de la democracia liberal en muchos países. Sin ir más lejos, en las naciones europeas que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial vivieron bajo el terror comunista. Hoy son naciones amigas, que han ido superando, con mayor o menor rapidez, las enormes dificultades de pasar de un régimen totalitario a uno de libertades. Muchas de ellas están ya en la Unión Europea. Algunas también en la Alianza Atlántica. Esa Revolución de la Libertad es un hecho extraordinario que, por cierto, estamos estudiando y conmemorando en la Fundación que presido.
Ha habido también grandes avances democráticos en otros continentes. Las ha habido en Asia y en África. Para mí son especialmente apreciados los progresos en Iberoamérica. A pesar de las muchas dificultades, como el muy preocupante populismo presente en varios países, la única dictadura que permanece en aquel continente es la de Cuba.
En las últimas décadas, por tanto, se han extendido las fronteras de la libertad. El derribo –no caída: no fue la ley de la gravedad, sino el esfuerzo de muchas personas– del Muro de Berlín amplió de manera extraordinaria el número de seres humanos que en todo el mundo se han liberado de las tiranías.
Pero sería una grave irresponsabilidad apartar la vista de otra conclusión que debemos extraer de lo que ha ocurrido en el mundo en los últimos años. Si con el derribo del Muro algunos pudieron pensar que desaparecían todas las amenazas a la libertad, hoy sabemos que aquello no era más que una ilusión. Los enemigos de la libertad existen, son poderosos y están poseídos de un fanatismo que los hace enormemente peligrosos para todos aquellos que vivimos en países libres y también, no lo olvidemos, para quienes están más cerca de ellos, compatriotas suyos que no siguen sus dictados. Han demostrado no vacilar a la hora de causar todo el daño posible.
Estoy convencido de que el terrorismo no nace de la injusticia, ni de la pobreza, ni de ninguna causa justa. Al contrario, el terror tiene su origen en el fanatismo y el totalitarismo. Los terroristas de hoy no son una amenaza menor ni son muy distintos de los nacionalsocialistas o los comunistas que querían destruir nuestras libertades. Su objetivo es el mismo, pero sus métodos son aún más peligrosos.
Sin duda estos enemigos no son iguales a quienes se protegían detrás del Telón de Acero. Pero tienen varios elementos en común, y entre ellos destaca su totalitarismo. Su voluntad de extender su ideología a todos los ámbitos de la vida pública y privada.
La voluntad de paz universal no debe llevarnos a la ingenua creencia de que podemos dialogar con quien no sólo no respeta las normas, sino que quiere destruir las bases de nuestra convivencia.
El fundamentalismo islámico ve en nuestras sociedades libres y abiertas la encarnación de todos los males porque lo que persigue es todo lo contrario. Nos odian porque temen la fuerza contagiosa de la libertad. Porque temen que nuestro ejemplo cunda también en los países donde están instalados.
Por eso, precisamente por eso, lo que más puede repugnarles es la labor que –con todas las dificultades, incluso con errores, porque ninguna tarea humana es ajena a ellos– están llevando a cabo los Estados Unidos y otros países occidentales en Irak, entre ellos Italia. El ejemplo de un Irak, o de un Afganistán, donde los ciudadanos elijan libremente a sus representantes y decidan por sí mismos su régimen político es una auténtica pesadilla para quienes basan su modo de actuar en la imposición totalitaria. El ejemplo de nuevos regímenes en la región que sean intolerantes con el terrorismo y tolerantes con el pluralismo político es, por el contrario, la mejor noticia que el mundo libre podría recibir.
Ese trabajo de expansión de la democracia en Oriente Medio, esta Agenda de la Libertad, es esencial para proteger nuestras propias libertades. Nuestra seguridad y nuestra libertad exigen la extensión de la democracia en el mundo.
A veces, sin embargo, me pregunto si en Europa somos plenamente conscientes de ello. Creo que Europa debe actuar más firmemente, de manera conjunta con nuestros aliados norteamericanos. Tampoco el apaciguamiento funcionará esta vez. Debemos saberlo ya. Si no funcionó con gobiernos constituidos, que al menos podían presentar instituciones al exterior, menos podrá funcionar con bandidos que se esconden en las montañas o con Estados fallidos que no aceptan las normas esenciales de la comunidad democrática internacional.
He dicho en varias ocasiones que quienes compartimos unos valores debemos compartir también la responsabilidad de defenderlos.
Ojalá la reciente visita del Presidente Bush a Europa y sus reuniones tanto con la Alianza Atlántica como con el Consejo Europeo revitalicen una relación que necesita ser fuerte e inequívoca si quiere ser eficaz.
Queridos amigos,
Soy un atlantista convencido. Por tanto, me preocupa que en ocasiones estemos más atentos a constituir un contrapoder que equilibre a los Estados Unidos que en reflexionar sobre lo mucho que podemos hacer juntos.
El día 12 de septiembre de 2001, el titular más destacado de un diario español decía: "El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush". Parece claro que, tras el peor atentado terrorista de la historia, había gente que pensaba que la amenaza no eran los terroristas, sino el presidente de una de las democracias más antiguas y sólidas del mundo.
Creo que el pensamiento débil, el de aquellos que siempre intentan disculpar a los enemigos de la libertad, es uno de los peligros que tenemos que tener muy en cuenta.
Por eso creo que son muy importantes las tareas que llevan a cabo instituciones como la que hoy nos acoge o como la que tengo el honor de presidir. En nuestra defensa de las libertades debemos tener muy en cuenta la batalla de las ideas, no darla nunca por perdida y difundir nuestro pensamiento con toda naturalidad, sin dejarnos nunca intimidar por lo que pueden parecernos las tendencias dominantes en Europa.
Y estas ideas dominantes no se refieren sólo a aspectos de seguridad o de trabajo conjunto con los Estados Unidos. Europa debe ser consciente de que tendrá que emprender reformas económicas importantes no sólo si quiere competir con otros países del mundo, sino incluso si quiere mantener sus actuales estándares de vida. No concibo otra política social que no sea conseguir que la gente tenga empleo. Y para que haya empleos tiene que haber empresas competitivas. Bastaría sólo con que los líderes europeos cumplieran aquello a lo que ellos mismos se han comprometido.
Me refiero, naturalmente, a compromisos como la Agenda de Lisboa o el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. El estancamiento de la primera y la desactivación del segundo son, precisamente, buenos ejemplos de lo que los líderes europeos no deberían hacer. Son dos ejemplos de inestabilidad institucional, de flaqueza en la aplicación de las normas aceptadas por todos. Son ejemplos de impacto negativo para la confianza que la economía mundial debe tener en los países europeos.
El diagnóstico que se llevó a cabo en Lisboa no era equivocado. Que la economía de Europa crezca casi sistemáticamente por debajo de la americana no es algo casual, o derivado de catástrofes naturales. Es un problema estructural que sólo puede corregirse mediante reformas profundas.
Creo que me entenderán si les digo que el camino que no suele fallar es el de la expansión de las libertades. Mayor libertad en los mercados europeos, en nuestros sistemas laborales, en nuestras redes comerciales. Eso es lo que pretendíamos en Lisboa y eso es lo que seguimos necesitando.
Creo también que el proceso de cambio institucional en que está inmersa la Unión Europea, con la ratificación del nuevo Tratado, no debe distraer a los gobiernos de los 25 de la que, en mi opinión, debe ser su prioridad esencial.
Los aspectos institucionales deben ser importantes. Cómo no habrían de serlo. Pero no debemos olvidar dos cosas fundamentales.
Por un lado, que todos los países miembros de la Unión son ya democracias constitucionales. Por tanto, su estabilidad institucional y los valores que rigen sus sociedades deberían estar garantizados con independencia de los tratados europeos.
Por otro lado, el mejor servicio que se puede hacer a las libertades de los europeos es trabajar por su bienestar y su seguridad. De poco servirá ningún tratado, ninguna institución común, ninguna declaración de principios, si olvidamos para qué nos unimos los europeos.
Siempre he entendido que los europeos debemos unirnos para ser más libres y mejorar nuestro nivel de vida. Para que el resto del mundo confíe más en nosotros. Para defender mejor un modo de vida basado en el respeto a los derechos individuales. Siempre he entendido también que en esta tarea ni estamos ni debemos estar solos.
La comunidad europea es sólo una parte de una gran comunidad occidental a la que pertenecen cientos de millones de personas que no viven en Europa. Y cuanto más unidos estemos con ellos, mejor será el mundo en que vivamos.