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ALEMANIA Y EL MUNDO

Sin plomo

Con una tasa de natalidad que no para de descender año tras año y un sistema de pensiones que permite conseguir jubilaciones anticipadas a los 50 años, la Seguridad Social de Alemania, el buque insignia del Estado del bienestar que creó la democracia cristiana al finalizar la guerra, está al borde del colapso.

Los primeros síntomas empezaron a notarse a mediados de los 80, mucho antes de que al final fuese Alemania del Este quien absorbiera a la antigua RFA. Pero la reunificación de las dos mentalidades más estatistas e intervencionistas de Europa únicamente iba a ser el catalizador de algo que inevitablemente tendría que llegar.

Y ha llegado. Todavía no se ha confirmado el número de empresas germanas que quebraron a lo largo de 2002, pero ya se sabe que son más de 38.000, una cifra que no se recordaba desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Uno de cada diez alemanes en edad de trabajar está en casa viendo la televisión. Vive del Estado. Pero vivir del Estado en el país que soporta los costes laborales más altos del mundo no es un problema. La Alemania unificada, puesta a batir records, también ha conseguido ser el país europeo con las subvenciones por habitante más elevadas. Con una tasa de natalidad que no para de descender año tras año y un sistema de pensiones que permite conseguir jubilaciones anticipadas a los 50 años, la Seguridad Social, el buque insignia del Estado del bienestar que creó la democracia cristiana al finalizar la guerra, está al borde del colapso.

Frente a ese panorama, la receta que ofrece Schröder es subir los impuestos. Desde que cayó el Muro y con él las premisas del sistema económico mundial que hacía sostenible el modelo —porque permitían que un Estado nacional como el alemán pudiese mantener el control de sus mercados y de las principales variables macroeconómicas que le afectaban—, en Alemania la solución a todo siempre pasa por subir los impuestos. Y ahora Schröder parece querer poner en marcha esa ley económica que prescribe que la gente inicia una revolución silenciosa, la variante socialdemócrata del “nosotros hacemos ver que trabajamos y ellos hacen ver que nos pagan” que se da en el socialismo a secas, consistente en dejar de trabajar cuando percibe que la voracidad recaudatoria del Estado comienza a ser confiscatoria. Puede que esté a punto de conseguirlo. Ulrich Schumacher, presidente de Infimeo, acaba de declarar en la prensa que se está planteando abandonar el país a causa de la presión fiscal, y parece que no es el único gran empresario que lo está pensando.

La Alemania que iba a ser la solución de Europa, incapaz incluso de cumplir los compromisos del Pacto de Estabilidad, se ha convertido en el problema de Europa. Y lo que le ocurre no es un problema coyuntural relacionado con el ciclo. Es algo mucho más grave. Tiene que ver con la decisión colectiva de negarse a aceptar ese escenario que Thomas Friedman, el jefe de la sección internacional del New York Times ha ilustrado con la descripción de las gasolineras que se encuentra en sus continuos viajes por el mundo.

Cuenta Friedman que la que tiene delante de la redacción del periódico es un autoservicio. Uno mismo tiene que echar mano de la manguera y después medir el nivel de los neumáticos, todo sin perder de vista al mendigo que suele merodear en torno al coche con la vista clavada en la ventanilla. Pero por el precio que supondría llenar un depósito en Japón, ahí se pueden poner a rebosar cinco. La gasolinera alemana —la que hasta ahora ha servido de modelo para el resto de las europeas occidentales— es tan cara como la japonesa, pero a diferencia de las sonrisas y atenciones que regalan los seis operarios con contratos vitalicios de ésta, allí no hay caras amables. “Nuestro convenio dice que no estamos obligados a hacer eso”, es la frase que el cliente escucha mentalmente antes de renunciar a abrir la boca para solicitar el más mínimo servicio adicional. Delante de la puerta del lavabo hay un cartel sindical exigiendo la jornada de 35 horas; a su lado, otro de una cala de Mallorca, recuerdo de las seis semanas al año que pasa allí un empleado. A unos metros, en el bar, los dos cuñados parados del que ha enganchado el cartel juegan a las cartas mientras despotrican contra la inmigración ilegal. Mientras, en casa, sus hijos estudian el temario de unas oposiciones para el gobierno regional. Cuando se desplaza al Tercer Mundo, anota que frecuentemente también se tropieza con alguna gasolinera colectivista. Son mucho más baratas, pero tienen un problema: allí nunca hay gasolina. Los empleados venden todas las existencias en el mercado negro. Sus clientes son turistas europeos a los que hacen pagar precios europeos. Algunas veces los turistas son refinados, la gasolina casi nunca.

El escritor Walter Jens, que se lamentaba hace unos días de que sus compatriotas sean “unos llorones malcriados por su sistema social súper protector”, es de los pocos alemanes que han entendido lo que hay detrás del interés de Friedman por las gasolineras. Porque lo que hay detrás es una autopista llamada globalización que se ha construido en un abrir y cerrar de ojos. Es muy rápida y no tiene peaje. Inesperadamente, todos los surtidores de las que habla Friedman están ahora en la misma ruta, y está ocurriendo lo que nadie había soñado: van a ser los conductores los que decidan en cuál repostar.

El trazado de la nueva autopista, como antes ocurriera con las viejas calzadas romanas, se superpone al de las antiguas carreteras; y como se construyó de noche y sin apenas hacer ruido, en las gasolineras alemanas —y en muchas otras europeas— no se han dado cuenta de que ya está en funcionamiento. Tal vez les suceda como en aquel cuento de Kafka en el que los campesinos de las aldeas más remotas de China se suicidaban al saber de la muerte del Emperador, cincuenta años después de que hubiera ocurrido. Sólo que esta vez será una eutanasia, y podría demorarse menos de un quinquenio. Porque con una economía que ya depende en un treinta y cinco por ciento de su PIB de las exportaciones será imposible seguir mirando para otro lado y fingir que nada ha ocurrido.

Lo cierto es que hoy los coches hacen cola ante el surtidor norteamericano. Y, los que quieran seguir existiendo, necesariamente tendrán que adoptar su forma de hacer las cosas. Pero eso, más que cambiar el surtidor, va a implicar cambiar la mentalidad de los que lo gestionan y de los que trabajan en él, una tarea incomparablemente más difícil que la primera. De momento, con toda la atención del Canciller concentrada en el tinte de su pelo, ha sido el presidente de la Confederación Episcopal católica, Karl Lehmann, quien se ha atrevido a ser el primero en hablar en voz alta de lo que la mayoría no quiere oír. Dedicó su alocución más importante del año a disertar sobre “el singular estado de inmovilidad en que ha caído la sociedad alemana”. Fue en la Misa del Gallo, una ceremonia especialmente adecuada para la reconciliación. Con la realidad, por ejemplo.


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