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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Sexualidades

Podría haber titulado con una frase hecha del tipo "Los hombres son de Marte". Pero me parece mejor ir al grano.


	Podría haber titulado con una frase hecha del tipo "Los hombres son de Marte". Pero me parece mejor ir al grano.

He llegado a una conclusión yendo de lo general a lo particular. Lo general es que no hubo ninguna revolución que representara progreso en todo el siglo XX. Rusia, China, Cuba, Vietnam, los países de África...: todos terminaron por retroceder. Lo particular es que no hubo ninguna revolución sexual heterosexual en el siglo XX, aunque yo mismo haya empleado la expresión más de una vez para explicar algo que sucedió entre los años cincuenta y ochenta de la pasada centuria.

Lo que hubo entonces fue una revolución sanitaria que trajo aparejada una mayor libertad en los usos sexuales aceptados. Por una parte, los antibióticos echaron al olvido los viejos fantasmas de la sífilis y la gonorrea, no porque las erradicaran al principio, sino porque las hicieron fácilmente curables, con un par de inyecciones, en dos días. Por otra parte, los anticonceptivos aparecieron para alejar otro fantasma: el de los embarazos no deseados. Se empezó a vivir aquella célebre experiencia de las relaciones sexuales prematrimoniales, y unos pocos se permitieron alguna época de promiscuidad. En los ochenta hizo acto de presencia el sida y la fiesta se acabó.

Hay mucha gente, periodistas en especial, a la que le encanta descubrir revoluciones en todas partes, incluidos los países árabes hasta hace cuatro días, cuando todo empeoró pero a ellos les pareció primavera. Los mismos que crearon lo de la revolución sexual inventaron la cultura de la pobreza, fórmula útil para barrer bajo la alfombra de la antropología la miseria terrible y real de los barrios marginales de todo el planeta. Pero la humanidad no pertenece a la cultura de la pobreza, sólo es pobre, a secas. Y no hace revoluciones con mucha facilidad, tiende a ser más bien conservadora; en los sesenta y los setenta se tomaba en serio lo de las relaciones prematrimoniales, y una vez consumadas éstas iba y se casaba.

Pero aquella revolución sanitaria hizo mella en algunas costumbres, sobre todo porque iba en pareja con el feminismo. La incorporación de la mujer al mercado de trabajo, que no fue una conquista social sino una necesidad de abaratamiento de la mano de obra en los siglos XVIII y XIX, al hilo de la maquinización, fue gestando el aparato ideológico feminista, que convertiría a la larga el derecho a la igualdad en derecho a la diferencia. Lo que también tuvo consecuencias, poderosas e inmediatas, en los mundos homosexuales. A la demanda de libertad individual y derechos de identidad promovida por el feminismo vino a sumarse el hecho de que el colectivo gay fuese el más golpeado por el sida. Entonces hasta Rock Hudson salió del armario. Y ahora hemos venido a saber que hasta Gandhi tuvo un novio culturista.

Sin embargo, no hay nada menos revolucionario que la revolución rosa: en cuanto existió la posibilidad (aun relativa) de manifestarse gay sin resultar necesariamente apaleado por los machos (aparentes) del barrio, se inició la demanda legal de que personas del mismo sexo pudieran casarse. Nadie quería libertinaje loco, orgías generalizadas ni juergas en plan Sodoma: lo que querían era casarse y ser felices, como cualquiera. Y lo mismo ha sucedido con las lesbianas, que siempre fueron mucho más formales que los muchachos. (De paso, esto debería haber bastado para acabar de una buena vez por todas con el mito de que la homosexualidad es de izquierdas, cosa que hoy por hoy sólo sostiene públicamente Zerolo porque es el muro de carga de su chiringuito).

Tengo sesenta y cuatro años. Podría hasta permitirme decir sin temor a ser rebatido que lo he visto cambiar todo en materia de costumbres, buenas y malas, sexuales e híbridas. Pero anoche, casi participando –sólo lo justo para provocar– en una charla de jóvenes de entre 30 y 40 años, dos chicas y un chico, cultos todos ellos, me di cuenta de que en realidad nada había cambiado. No he visto cambiar nada: he visto moverse lo que había, ocupar un lugar distinto a cada uno, alteración de sitio, que no de rol. Nosotros, los de antes, sí que somos los mismos, con los mismos prejuicios, los mismos miedos en las relaciones, la misma falta de experiencia, las mismas desconfianzas entre sexos.

Varones y hembras seguimos separados, hablando idiomas distintos, sin hacer el menor esfuerzo por comprender la compleja primitividad del otro. Hay conversaciones de hombre y conversaciones de mujeres. Las mujeres son más finas y sensibles y hablan de sus cosas como las amigas de Sarah Jessica Parker. Los varones ibéricos siguen empeñados en no mostrar debilidades ante sus pares, de modo que continúan reacios a destapar ni la sombra de una intimidad: una lágrima puede ser leída como una mariconada, y eso sí que no.

Está casi todo más o menos igual que antes de la penicilina, sólo que un poco más a la vista. Tampoco mucho. 

 

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