Nadie podría decir, por tanto, que las cerca de 30 personas que asistíamos el pasado martes al coloquio (no sabría llamarlo de otro modo) en el que César Vidal presentaba y animaba a Batya Gur, en el Círculo de Bellas Artes, no éramos unos valientes de tomo y lomo. Claro que la autora se lo merece y si la epifanía se hubiera producido, por ejemplo, en noviembre, que es cuando está prevista que salga su última novela, Asesinato en el corazón de Jerusalén (también en la editorial Siruela como las cinco anteriores) pues la sala se habría desbordado. Pero el espíritu sopla donde puede con más frecuencia que donde quiere, y el que Batya Gur, una de mis escritoras favoritas, haya pasado de forma tan extemporánea por Madrid se debe a que estaba en España (ella vive en Israel) participando en la Semana Negra de Gijón, reunión anual que queda así rehabilitada a mis ojos, y supongo que a los ojos de muchos otros que siempre hemos sospechado cierto pasteleo en esos encuentros asturianos. La escritora israelí está beneficiándose por ello de una publicidad que sus editores han hecho muy bien en aprovechar, como merecida recompensa por apostar a la calidad. Batya Gur es una mujer simpática y seria, que no parece tomarse las cosas a la ligera y no me extrañó nada que atribuyera a la meticulosidad, heredada de su madre, según confesó durante el coloquio, su propósito de escribir novelas policíacas. Desde luego, no es un género para apresurados y chapuceros. Como ya he dicho, a mí me gustan todas sus novelas y coincido con Vidal en que la mejor es Asesinato en el kibbutz, por lo que tiene de novela testimonial. Es curioso que muchas de las preguntas estuvieran relacionadas con la idea de que escribir novelas policíacas es algo así como un lujo que no se acaba de concebir en la literatura de un país conflictivo, cuando a mí me parece precisamente lo contrario.
Pero la palma del martirio, en lo que respecta al calor madrileño, la adquirimos al día siguiente en la Fiesta de fin de curso de la Residencia de Estudiantes que cada año está más frecuentada. José García Velasco, el director de la Resi, como la llaman cariñosamente lo habituales, uniendo lo dionisiaco a lo apolíneo, ha conseguido que literalmente venga todo el mundo, lo que confirma su liderazgo en esto de clausurar la temporada cultural, frente a cualquier otra iniciativa por el estilo. Cuando digo “todo el mundo”, me refiero a que cada vez se incorporan más políticos a un guateque que se supone prioritariamente literario y científico, de manera que este evento se ha convertido en una especie de termómetro de la ambición de tales personajes. Por ello, y por primera vez, que tenga yo conocimiento (sólo me perdí la fiesta del 2001, por razones de salud), asomaron su rostro gentil Trinidad Jiménez y Rafael Simancas, y eso me hace pensar en cuánto les irrita a los progres que hagan lo mismo los políticos de derechas, sin darse cuenta de que, dado que gobiernan y que contribuyen con sus subvenciones a que funcione la Residencia, tiene bastante más sentido que asistan, como hicieron los socialistas durante su mandato, quedando reducida su antaño abundante representación a la presencia de estos advenedizos y, de entre los antiguos, a la de Almunia.
Conforme la tarde se hacía noche, la Residencia se volvía cada vez menos juanrramoniana, de forma que, si en torno a las nueve se podían oír frases como “está a punto de aparecer”, “me voy a recluir para terminarlo”, e incluso “Luis Cernuda era muy tímido” (no tanto, a juzgar por el Epistolario que acaba de editar el hispanista británico James Valender, precisamente en las publicaciones de la Residencia de Estudiantes) y otros asuntos similares, propios de escritores “sumidos en su monólogo exterior”, como decía Corpus Barga de Unamuno, a eso de las diez, hora en que hicieron su aparición los políticos, en el aire empezaron a resonar con mayor frecuencia los dos nombres malditos de Tamayo y Sáez, seguido de la retirada de los hombres y mujeres de ciencias y de letras, hacia los adentros del jardín, porque la fiesta se desarrollaba, y se desenrollaba, a lo largo del edificio, llamado muy elocuentemente “el Trasatlántico”, en cuyo interior se podía ver la Exposición sobre José Val del Omar y las misiones pedagógicas, que algunos frecuentábamos de vez en cuando, no sólo por su interesante contenido, sino por el excelente aire acondicionado que volvía, por contraste, más terrorífico el espectáculo, sobre todo si se le contemplaba, como hice yo a mi sabor, desde los amplios ventanales del edificio-barco, de donde estaba previsto que nos echarían a las once, momento en que, de vuelta ya al horno exterior, no se distinguía, de entre los invitados, cada vez más desmelenados y sudorosos, si los políticos eran en realidad científicos y los escritores novelistas, poetas, o simplemente periodistas.