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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Savater contra un farol

Francia es un país sin escuela, sin Universidad, sin investigación científica, o apenas, y este triste balance no resulta de comparaciones con otros países, principalmente los USA, sino con su propia realidad de hace cincuenta y a veces ni siquiera, veinte años.

Cenábamos a finales de este delicioso mes de agosto en casa de una simpática pareja de editores de libros de arte y no recuerdo cómo surgió en la conversación el nombre de Jean Cocteau. Para asombro de algunos invitados le defendí. Maticemos, di mi opinión, que voy a resumir: me gusta su poesía y aún releo ciertos de sus poemas de Plain-Chant, pero como escritor me parece desigual, tiene novelas y obras de teatro que me gustan, otras menos. No me gusta nada su cine, salvo el corto “Le Sang du Poète”, cante jondo a la masturbación masculina, y como dibujante y pintor me parece un desastre.
 
Uno de los invitados, autor de crucigramas para un importante vespertino, lo que le da una culturilla de diccionario, que debe odiar a Cocteau, se enfadó y rumió silenciosamente su malhumor, hasta que, para vengarse, se puso a ironizar sobre España, que poco tiene que ver con Cocteau, aparte de su amistad con Picasso. Pero también fue amigo de Diaghilev, de Proust, de Max Jacob, de Aragón, y hasta de Otto Abetz, el embajador nazi en Paris durante la guerra. No fue como Celine, Brasillach, Drieu la Rochelle, Montherlant, y bastantes más partidario de los nazis o/y de Vichy, sino que, por lo visto, no podía rehusar una invitación a fiestas, a cenas de postín, a todo ese mundanal ruido importándole tres cominos la ideología de sus huéspedes, con tal de que el champán fuera bueno y el caviar iraní. También es cierto que, al principio, las fuerzas de ocupación nazis en Francia realizaron una operación de seducción con las “elites” francesas, y no sólo con escritores y artistas. Luego y al compás de las victorias aliadas en todos los frentes, las cosas se estropearon. Rasgo más interesante, para mí, que su afición “proustiana” por los salones, por todos los salones, fue su curiosidad activa por todas las “vanguardias”, por todas las formas de arte, y me resulta curioso que un hombre, siendo más drogadicto que André Malraux —¡y ya es decir!—, tan mundano y juerguista, haya tenido el tiempo, —y sabemos que el tiempo, ese maldito tiempo, siempre falta— de realizar una obra relativamente importante, aunque escribiendo estas líneas me doy cuenta de que lo único que me interesa en realidad son sus obras de juventud, cuando se soñaba como un nuevo Rimbaud, y no las del académico Cocteau, porque también lo fue.
 
Llegando a este punto me encuentro con Fernando Savater haciendo la cola para entrar en la exposición sobre Jean Cocteau, en el Centro de Arte Contemporáneo Georges Pompidou, o mejor dicho me lo encuentro en las páginas de El País (29/10). Yo no fui a dicha exposición, primero porque no me llegan a gustar los cementerios, y sobre todo porque odio las colas, desde que de niño, y durante esa misma ocupación, tenía que hacer hasta seis horas de cola para un kilo de zanahorias. Por lo visto, para Savater el hecho de hacer cola para entrar en dicho Centro demuestra que “ni Francia, ni mucho menos París, están sumidos en ninguna crisis”. También hubiera podido hablar de la actual exposición Gauguin, o quedándose en Madrid, la de Manet, o muchas otras, pero, camarada Fernando, se trata de muertos, y nadie ha dicho jamás que Francia no tuvo cultura, ni Imperio colonial, ni Torre Eiffel, ni algunas cositas más, porque si hay crisis —y la hay— es precisamente porque hoy nada tiene de todo eso, o mucho menos. Explicar el pesimismo francés, mucho más intelectual que oficial (como nuestra crisis del 98), como si se tratara de una maniobra de los neoliberales (sí, sí, emplea esos términos) para penalizar a sus gobernantes “por haber pretendido encabezar la excepción política, frente a la bélica e imperial Administración norteamericana”, es para morirse de risa, o de asco, en un rincón. Savater convertido en “chiraquiano”, ¡lo que nos faltaba. Desgraciadamente, la mayoría ha apoyado esa “excepción política”, como apoya la “excepción cultural”, tan reaccionarias, por chovinistas, ambas, y los que se angustian por la venida a menos de Francia vienen de horizontes políticos mucho más variopintos de lo que parece imaginarse Savater, desde un ínfimo puñado de liberales de verdad hasta soberanistas, o sea, exactamente lo contrario.
 
Don Fernando, para hablar de Francia, debería venir más a menudo, o al menos leer algo más que Le Monde, porque, por ejemplo, cita al libro de Nicolas Baverez, La Francia que cae, libro interesante, que además tiene el mérito de haber suscitado un amplio debate, pero que a todas luces no ha leído porque sino no le definiría como “un alegato provocador contra un modelo económico y político, que según hacen las cuentas los neoliberales (y ¡dale!) embarca aguas por muchos agujeros”. Entérate, ¡vil servilón!, que Baverez no es ni neo, ni liberal a secas. Limitándose en este artículo al menos a la lectura de Le Monde, cita una bastante insulsa conversación entre Alain Duhamel y Marcel Gauchet sobre la “crisis moral” francesa en la que Gauchet, entre otras cosas, explica que Francia había durante mucho tiempo pensando que Europa sería como Francia, pero más grande y más fuerte, y que ahora se da cuenta con “sorpresa y dolor” de que gran parte de Europa no piensa como ellos, lo cual les priva de una especie de proyecto político compensatorio. Compensatorio a su propia decadencia, se entiende. Gauchet tiene razón, pero ocurre que Francia, sus gobernantes, siguen considerando, con el proyecto de constitución y otras artimañas, que Europa será francesa o no será. ¿Qué piensa Savater sobre este tema? Pues que “la tradición revolucionaria francesa (perdón por el oximoron —¿qué es eso?—) parece encarnar mejor que ninguna” la construcción de la nueva Europa. Pero, claro, no precisa a qué tradición revolucionaria se refiere: al terror, al nacimiento, a trancas y barrancas, pero nacimiento de un conato de democracia burguesa, o a las guerras imperiales napoleónicas, porque todo ello forma parte de la tradición revolucionaria francesa, y Chirac me parece representar más bien los sueños imperiales que cualquier otra cosa. Sintiéndose satisfecho por su cola cultural, sus callos, o “tripes a la mode de Caen”, y sobre todo por la política antiyanqui de Chirac, Savater niega que haya crisis en Francia.
 
Pues la hay. Habiendo ya tratado la cuestión, y con el firme propósito de continuar, me limitaré hoy a un solo ejemplo: Francia es un país sin escuela, sin Universidad, sin investigación científica, o apenas, y este triste balance no resulta de comparaciones con otros países, principalmente los USA, sino con su propia realidad de hace cincuenta y a veces ni siquiera, veinte años. Pues un país así es un país en vías de descalabro, un país enfermo, y menos mal, en contra del demagógico optimismo progre de Savater, que, desde puntos de vista diferentes, comienza a surgir algo así como el inicio de un clamor para denunciar estos hechos, lo cual demuestra sencillamente que Francia no ha muerto del todo. Porque Francia, evidentemente, es necesaria en Europa, pero Europa no puede imaginarse sometida a Francia.
 
Los azares de las fechas de publicación de artículos en El País hacen que el mismo día en el que Savater publica sus bobadas sobre los callos y Cocteau, Víctor Pérez-Díaz publica uno sobre la lamentable situación de la educación de la investigación científica y de la cultura en España. Severo y riguroso artículo, que demuestra que los males franceses también son los nuestros. Y en ciertos aspectos, puede que peores. No estoy seguro de que haya motivos de celebración, a lo Savater, catedrático, más bien de inquietud y rebeldía.
 
 
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