Aunque aparentemente el dinero non olet (no huele), como le dice Tito a su padre, el emperador Vespasiano, la moneda contamina lo que toca igual que “el tráfico mercantil contagia la impureza a todas las cosas y lo sumerge todo en la putrefacción”. Esto es sólo un botón de muestra del alimento intelectual que nos ofrece Rafael Sánchez Ferlosio en su último libro, “Non olet”, una recopilación de interpretaciones sobre diversos temas económicos que pretende ser original y es en realidad una colección de rancias doctrinas.
Es evidente que las lecturas y la formación de Sánchez Ferlosio en estas cuestiones son escasas y ni siquiera se ha molestado en leer de primera mano a los autores que cita, como Jean-Baptiste Say o el escolástico Martín de Azpilcueta. Las malas interpretaciones resultan por tanto inevitables pero este desconocimiento lo suple, como ya es habitual en él, con una retórica altisonante y vacía. Toca temas como el desempleo, la escasez, la producción y el consumo, la publicidad, el proteccionismo, la globalización, la incorporación de la mujer al trabajo y, cómo no, los hipermercados, y sobre casi todos ellos termina diciendo, después de muchos rodeos y galimatías, los tópicos de siempre. Aunque intenta disimular su juvenil formación “joseantoniana”, el buen novelista ahora reciclado en mal economista termina defendiendo un izquierdismo trasnochado sin que por ello se desvíe mucho de sus orígenes ideológicos.
Nos muestra, por ejemplo, cómo el insaciable “furor del beneficio del empresario que, introduciendo en sus fábricas máquinas-herramientas sin tino ni mesura, para abaratar los costos de producción con la correspondiente disminución de los asalariados, desencadenó el doble y contradictorio efecto, sobradamente conocido, de que todo incremento de la productividad mediante máquinas se combina –con la mecánica exactitud con que en la balanza el ascenso de un platillo comporta el descenso del contrario– con una equivalente disminución de los trabajadores empleados, y, por lo tanto, en parte, de consumidores”. Marx y José Antonio ya dijeron la misma tontería pero con menos palabras. El primero cuando habló del “creciente ejercito industrial de reserva” y el segundo cuando aseguró que “la maquina ha desplazado a la casi totalidad de los hombres en cantidades exorbitantes”. Al menos los dos tienen la disculpa de realizar estas erróneas afirmaciones a propósito de la primera o segunda revolución industrial, mientras que Sánchez Ferlosio se está refiriendo al “paro tecnológico” supuestamente provocado por la introducción de la informática en la producción, cuando precisamente ha sido éste el sector que más puestos de trabajo ha creado en la historia reciente, generando además empleo neto para el conjunto de la economía. Pero ni siquiera el autor de El Jarama es original en su falacia puesto que no hace más que repetir las disparatadas tesis que Jeremy Rifkin plasmó a mediados de los noventa en su obra El fin del trabajo.
Tampoco ofrece novedad alguna el heredero díscolo del que fuera uno de los más destacados ideólogos del fascismo español cuando comenta el “gran descorche de botellas de champán con que fue saludada por la casta del alto empresariado liberal la decisión del movimiento feminista de los países ricos de Occidente de buscar la emancipación de las mujeres mediante su incorporación a lo que ha dado en llamarse el mundo del trabajo”. Sánchez Ferlosio es en este tema un seguidor más ortodoxo del viejo izquierdismo que de Primo de Rivera. En efecto, mientras que este último sólo se atrevió a decir que “no entendemos que respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnífico destino y entregarla a funciones varoniles”, el marxismo es mucho más reaccionario y tal vez por eso Engels logra convencer al nuevo teórico de la economía cuando afirmó en La Situación de la clase obrera en Inglaterra que “el trabajo de las mujeres disgrega completamente la familia” y que cuando los hombres son “condenados a los quehaceres domésticos” se crea una “situación que quita al hombre su carácter viril y a la mujer su feminidad”.
Pero la obsesión de Sánchez Ferlosio y la idea que repite una y otra vez en su “Non olet” es la “inversión copernicana” que el capitalismo ha realizado sobre la producción y el consumo, apropiándose el primero polo del segundo por lo que sería más acertado hablar de “sociedad de producción” que de “consumo”. “La producción se ha impuesto hasta el extremo –asegura el erudito escritor– de que ya no produce solamente el producto sino también el propio consumidor” y esta “enajenación” del consumidor la consigue el productor con la industria publicitaria. Hay que reconocer que esta “novedosa” teoría de Sánchez Ferlosio tiene el mérito de hacernos recordar a algunos que existió un tal Herbert Marcuse y, de paso, ciertas aventuras juveniles.
Al margen de recuerdos nostálgicos, lo cierto es que tampoco aquí consigue el malogrado economista ser innovador porque nuevamente le persiguen los espíritus de sus maestros. Primero le debió inspirar José Antonio cuando afirmó que “el gran capitalismo ha eliminado automáticamente la concurrencia al poner la producción en manos de unas cuantas entidades poderosas”, y más tarde aparece Marx en su vida para continuar en la misma línea y mostrarle un capitalismo que es una “agente fanático que obliga sin pausa ni piedad a producir por producir”. Sánchez Ferlosio nos dice que esta frase del autor de El Capital demuestra su “lucidez tardía” tras superar “una flaqueza teórica por ser tan progresista como los liberales”, con lo que parece que nuevamente nos quiere reconducir a su primer mentor.
Asegurar que los capitalistas son fanáticos agentes obligados a producir por producir no es una muestra de la “lucidez tardía” de Marx, como nos quiere hacer creer Sánchez Ferlosio, sino una elocuente demostración de la debilidad teórica del marxismo ya que es imposible compaginar este fanático impulso con la ley de la tasa decreciente de beneficio. También nos quiere meter gato por liebre nuestro escritor cuando pretende apoyarse en la ley de Say para convencernos del omnímodo poder de la oferta sobre la demanda, de la producción sobre el consumo, lo que probaría el “portentoso triunfo del liberalismo”. Con esta afirmación Sánchez Ferlosio demuestra de un plumazo que no sabe nada de liberalismo ni de Jean-Baptiste Say. En primer lugar, porque la libertad de mercado tiende a acrecentar la supremacía del consumidor y donde verdaderamente triunfa totalmente el polo de la producción es cuando esta libertad desaparece, como en el socialismo, tanto en su versión marxista como en la nacional-sindicalista. Sólo tiene algo de razón Sánchez Ferlosio cuando destaca el importante papel que juega la publicidad en el capitalismo, pero debería recordar que, cuando desaparece esta industria “enajenante”, el medio que les queda a los consumidores para conocer la oferta suele ser la cartilla de racionamiento.
En segundo lugar, porque Say no afirmó que “la oferta crea su propia demanda”, como vulgarizó Keynes, sino algo bien distinto y complejo. Lo que en esencia vino a decir el gran economista francés es que cuando aparece en el mercado un excedente de determinados productos lo que en realidad sucede es que existe una oferta escasa de otros productos que podrían sustituir a los primeros. Como dice Rothbard, Say pretendió con su ley desenmascarar a los analfabetos económicos que descifran las crisis como un problema de superproducción. Sánchez Ferlosio no alcanza por supuesto a comprender esta interpretación sino que utiliza lo que no dijo nunca Say para respaldar su imaginaria y simplona “sociedad de producción”.
Pero los muchos disparates del libro tienen un punto culminante. Esta “inversión copernicana del sistema planetario de la economía” que es la “sociedad de producción”, nos dice el ilustre pensador, no nació espontáneamente sino que fue “una decisión totalmente consciente, deliberada y programada”. Y fue tomada, es de suponer que por el “gran capital”, en una fecha que “puede ser fijada con una exactitud inusitada en tal clase de fenómenos, en los 18 meses que preceden al de octubre de 1927”. Aunque lo parezca, no es un chiste y para comprobarlo no merece la pena adquirir el libro sino que basta con ir a una librería y abrir la página 14.