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TRAS LA CAÍDA DE SADAM

Riesgo moral

A estas horas, todos esos niños de Irak que han monopolizado las imágenes de los telediarios durante las últimas dos semanas tienen una deuda personal de, más o menos, dieciséis mil dólares cada uno con Chirac, Putin y Schroeder, que son sus principales acreedores.

Y resulta que los tres banqueros que financiaron generosamente a Sadam los palacios, la metralleta de oro y los laboratorios de la doctora Ántrax, de momento, parece que no tienen nada que decir sobre ese asunto; por lo menos, en público. En privado debe ser otra cosa. Porque al Príncipe de la Paz y a su paje ruso les ha faltado tiempo para correr a San Petersburgo en busca del tercero en el negocio, que recaló allí la semana pasada para recibir un honoris causa (“Me encanta que todos quieran compartir con Schroeder ese momento”, declaró un enternecido Colin Powell al tener noticia de su encuentro). Y, aquí, mientras Felipe González, tal vez aguijoneado por las imágenes de la eficiencia inaudita de los bagdadíes a la hora de saquear el patrimonio público, se apresuraba a declarar la Tercera Guerra Mundial, tampoco Zapatero ha dicho si piensa exigir algo en su pancarta sobre la hipoteca de los niños y los adultos iraquíes.

De momento, franceses, alemanes y rusos lo que sí se han apresurado a demandar es que los organismos globales, como la ONU y el FMI, ocupen un “papel central” en la reconstrucción del país. Y lo han pedido porque los conocen bien. A lo largo de toda su historia y, últimamente, en Bosnia, en el Congo, en Angola y con Sadam, la ONU ya ha demostrado con creces qué es capaz de conseguir cuando se deja que tenga el papel central en cualquier problema; pero, a pesar de eso, su existencia ornamental no es discutida por casi nadie. No ocurre lo mismo con el FMI. Porque el Fondo, aunque sea igual de inútil que las Naciones Unidas (si alguien lo duda puede consultar el estudio de la Heritage Fundation en el que se demuestra con números que, de los ochenta y nueve países que recibieron recursos del FMI entre 1965 y 1996, cuarenta y ocho no habían mejorado tras esa ayuda, y treinta y dos todavía estaban peor después de recibirla) es, seguramente, la institución más odiada por todos los progresistas del mundo. Por eso, una buena manera de cerrar heridas y compensar a la extrema izquierda mundial y a la socialdemocracia española por la pérdida de Sadam sería aprovechar para disolver ahora el FMI.

El Fondo Monetario Internacional tiene como misión expresa garantizar los tipos de cambio fijos entre las monedas; es decir, fue creado para asegurar el valor de los intercambios en un mundo en el que el rebaño electrónico era inimaginable. El rebaño electrónico es joven, apenas un adolescente. Nació con el final de la Guerra Fría, la generalización de la supresión de los controles para los movimientos de capitales, y la difusión de Internet. Pero ha crecido muy deprisa. Lo forman una enorme constelación de individuos privados, fondos de pensiones, bancos y fondos de inversión de todo el mundo, todos conectados en red, y todos observándose entre sí a través de pantallas de ordenador. Se alimenta en una gran pradera global que ya se extiende a lo largo de ciento ochenta países, y la base de su dieta la constituyen, a partes iguales, acciones, bonos y divisas. Es muy desconfiado y sus mil ojos otean constantemente la amenaza de los muchos depredadores que se esconden tras la maleza. Huyó del yen a la carrera cuando supo que los solares de los edificios que ocupaban los bancos japoneses ya valían más que los propios bancos. Se dio cuenta de que Tailandia quería engañarlo cuando vinculó su moneda, el Bat., al dólar sin tener reservas que lo garantizasen; ese farol lo pagó toda Asia: en sólo una semana sus pastos quedaron desiertos, y sus monedas en la UVI. Y Cuando Felipe González iba camino de alcanzar un déficit del siete por cien del PIB, se alejó en estampida de los bonos españoles. “La verdad básica de la globalización es que nadie está al mando, ni George Soros, ni la CIA, ni el FMI, ni yo”, así retrata su poder invisible e impersonal Thomas Friedman, el editorialista del New York Times que acuñó la metáfora de su nombre.

En el nuevo escenario que ha surgido tras la caída del muro, las decisiones sobre los tipos de cambio las toman miles de personas anónimas en los teclados de sus ordenadores, no los políticos en sus despachos, y menos el Fondo. Y todos los miembros de ese rebaño se comportan como los cazadores de recompensas del antiguo Oeste; no descansan hasta conseguir que se cumplan las leyes económicas, no porque crean en ellas sino por su propio interés. En esa partida que se juega sin interrupción, durante las veinticuatro horas del día, los participantes asumen riesgos constantemente, y los asumen todos; todos menos el más peligroso: el riesgo moral, ése que no ha dejado de fomentar el FMI desde su creación. El riesgo moral es el que siempre se atreven a correr los trapecistas del dinero cuando saben que saltan con red; es el que empuja a los banqueros occidentales a llenar alegremente con el dinero de sus depositantes las cajas fuertes de gobiernos irresponsables, y también es lo que anima a esos gobiernos a despilfarrarlo con el mismo entusiasmo. Y eso es así porque prestamistas y prestatarios saben que, en última instancia, siempre aparecerá el FMI para pagar la factura de la fiesta. Para esos gobernantes irresponsables, la desaparición de ese seguro que es para ellos el FMI sería una catástrofe desoladora. Si eso ocurriera, experimentarían, súbitamente, una desazón sólo comparable a la que deben estar padeciendo a estas horas Chirac, Putin y Schroeder, al pensar que Sadam, el seguro que les garantizaba a ellos cobrar esos dieciséis mil dólares que les debe cada uno de los veintidós millones de famélicos habitantes de Irak, ha caído del pedestal para siempre.


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