Componen en sus despachos hueros eslóganes de diseño políticamente correctos que, interpretados con impostada voz, disimulan a menudo su verdadera condición de frases salvajes. La penúltima animalada presidencial: "La vida me ha enseñado que el dolor y el duelo normalmente no van acompañados de la exhibición, sino del respeto".
La frasecita de marras pretendía salir al paso y justificar el largo silencio de este cordero sin Dios ante la muerte del Papa Juan Pablo II, sin por ello quemarse ante la inquisición de su parroquia laicista. Como es un presidente por accidente, que no sabe institucionalmente ser ni estar, ni distingue entre lo privado y lo público, ni tiene idea de dónde colocarse entre las autoridades, ni qué hacer con las manos cuando anda o habla, aunque adora posar ante las cámaras solo o entre los suyos, los buenos, como es así de simple y gris su señoría, procura compensar sus faltas con mucho relleno, sea para agrandar las hombreras de las americanas, con perdón, sea para dotar de mensaje ingenioso y presunto contenido a las intervenciones públicas.
De la escuela de los ibarreches, multiculturalistas, posmodernos y practicantes del pensamiento único y débil, lo suyo –en realidad, plática prestada, suministrada por procuradores de filosofía política new/old age– son las expresiones floridas y banales, los lugares comunes con impacto y las indirectas con encanto, que sirven tanto para un roto como para un descosido, o sea, para quebrar la Nación o desbaratar la sociedad civil, dando en todo momento la impresión de que está diciendo algo obvio y llano, que la gente sencilla entiende y puede asumir sin escándalo, como lo más natural. Algo que se dice y ya está.
Sin embargo, el problema del demagogo, del "palabrón" y del Zalamero Presidente, es que más tarde o más temprano se le ven las enaguas de raso almidonadas y se oye su frufrú de música y sonrisas enlatadas. Cuando ZP viene a decir que el comité de expertos de la cosa le ha enseñado, o le ha dicho que diga, que el dolor y el duelo sientan mejor con respeto que con exhibición no está de verdad exigiendo respeto a los muertos y a las víctimas, ni por descontado al difunto Papa Wojtila, sino a sí mismo, que por algo es quien es y ha ganado las elecciones generales, aunque muchos sigan sin creerse que lo haya hecho él solito.
Este Zalamero Presidente es el mismo que utiliza respetuosamente el dolor de las víctimas para sus fines partidistas y sectarios, aunque, como es muy sensible, prefiere denominarlas "afectados". Este descontento por sistema entiende tanto de afectos tristes que dictamina profesoralmente dónde deben circular los manifestantes y cuándo, preferentemente en las calles tras un atentado terrorista para así apropiarse y manipular los sentimientos ajenos, en la calle Génova para más señas y en jornada de reflexión electoral, a ser posible. Este jugador de ventaja no se concentra, ni se levanta de la silla ni viaja si no hay motivos o está un poco cansado. Tampoco le gusta medirse en campo contrario, en territorio nacional, donde la ciudadanía no le aplaude. Y habla de respeto. Pero ¿qué sabe este señor de León, nacido en Valladolid y llegado a Madrid en tren, de respeto?
Quienes de verdad algo aprendieron de la vida piensan, como Marco Aurelio, que los hombres han nacido los unos para los otros, por eso no les queda a los discretos otro dilema que éste a la hora de encontrase con sus semejantes: "Instrúyelos o sopórtalos". Como aguantar a determinados sujetos constituye una labor francamente ímproba, procuremos, entonces, instruirles un poco, puesto que sus expertos y sabios no lo hacen muy bien, por dedicarse más a la labor de zapa (ya me entienden) que a la verdadera formación del espíritu nacional, que es cosa feísima y muy facha. ¿Qué es el respeto de verdad?
Aunque la noción de respeto pertenece a la familia conceptual de la tolerancia, no debe confundirse con ésta. La tolerancia es una virtud devaluada y, generalmente, malentendida que por su sentido genérico e indiferenciado no precisa de atención personalizada. Su principal objetivo consiste en delimitar un espacio público en el que las opiniones puedan expresarse libre y pluralmente, sin coacción ni coerción, pero no dice nada sobre la conveniencia, la propiedad ni la verdad de las mismas.
En consecuencia, podemos afirmar que en democracia las opiniones, incluso las más extravagantes, son, en principio y genéricamente, tolerables, mientras no se demuestre lo contrario, vulneren la ley o atenten contra las buenas costumbres. Pero bajo ningún concepto –de respeto bien entendido– puede afirmarse impunemente que todas las opiniones y acciones son respetables.
El respeto no es genérico ni impersonal, sino particular y personal, es decir, respectivo a cada cual. La voz "respeto" proviene de la locución latina respicio, que significa tomar en consideración, mirar cuidadosamente algo para no confundirlo con otra cosa distinta. Tratar a los sujetos respetuosamente supone, entonces, percibirlos tal como son, distinguirlos. Juzgar a todos por igual puede representar un bonito propósito (estético), pero no un buen propósito (moral). Y de ninguna manera implica una acción respetuosa.
Así como los derechos humanos son esgrimidos en ocasiones para obstaculizar de facto la libertad de los hombres, asimismo, en nombre del respeto, algunos pretenden hacer comulgar a los demás con ruedas de molino y que traguen con todo. La falta de respeto expresa, en efecto, desconsideración, que no es lo mismo que maltrato, ultraje o menosprecio, sino más bien justiprecio. Se ha dicho con razón que el respeto es más que nada una forma de inobservancia que, en vez de descuido, denota un quebrantamiento de los valores y del orden moral.
El respeto de verdad se dice "reconocimiento", esto es, acción de juzgar y tratar a cada uno por lo que hace y como se merece. Ni se regala ni es homogéneamente distribuido. "El reconocimiento –dice J.J. Rousseau– es indudablemente un deber que es preciso otorgar, pero no un derecho que se puede exigir". Algunos estudiosos contemporáneos del tema se han beneficiado, empero, sólo de la mitad de la verdad de esta recta sentencia. El sociólogo Richard Sennett, por ejemplo, ha escrito que el trato respetuoso no puede ordenarse, pero añade, malogrando así un arranque prometedor: "El reconocimiento mutuo ha de negociarse; esta negociación compromete tanto las complejidades del reconocimiento del carácter personal como la estructura social".
Esto es un error. Pretender negociar el reconocimiento conduce sin remedio a una contradicción en los términos, como querer plebiscitar la verdad o mandar a alguien que sea espontáneo o no obediente. La tolerancia sí es materia de consenso y aceptación pública, pero el reconocimiento no, por ser algo, insisto, respectivo, personal y de cada uno, de suyo, resultado de la acción propia y del mérito.
La tolerancia contiene un fin apreciable y valioso, pero no puede contemplarse como un fin, vale decir, final: "Tolerancia debería ser únicamente una actitud transitoria: debe conducir al reconocimiento. Tolerar significa obedecer. La verdadera liberalidad es el reconocimiento" (J. W. Goethe).
Por muy ferroviario que sea un presidente no puede ir por el mundo atropellándolo todo. Leo, en fin, y a propósito de nuestro asunto y nuestro personaje zalamero, un fragmento del último libro de Alain Finkielkraut, En el nombre del Otro, que parece concebido para la ocasión: "El futuro del odio está en su terreno, y no en el de los fieles a Vichy. En el territorio de la sonrisa y no en el de la mala cara. Entre los hombres humanos y no entre los bárbaros. En el campo de la sociedad mezclada y no en el de la nación étnica. En el campo del respeto y no en el del rechazo".