Ahora le ha ocurrido algo parecido a Atal Bihari Vajpayee, líder del Bharatiya Janata Party (BJP, Partido Popular Indio) que llevaba gobernando la India, con alguna intermitencia, desde 1996.
Vajpayee propició desde su gobierno una modernización del país basada en la integración de los agricultores en la economía nacional, así como en desarrollo de la tecnología punta, acogiendo e incentivando las inversiones extranjeras. La apertura de la India al exterior fue acompañada de una política social destinada a erradicar la famosa “intocabilidad” de las castas más bajas y a incorporar las mujeres al trabajo, ayudándolas a emanciparse de la aplastante tutela masculina. Vajpayee también propició una recuperación de un patriotismo indio basado en el orgullo de la pertenencia a la tradición hindú. Aunque lejos del extremismo de algunas corrientes de su propio partido, Vajpayee contribuyó a poner en cuestión el statu quo, ya muy frágil, vigente entre hindúes y musulmanes. También cambió las alianzas tradicionales de la India. El subcontinente dejó atrás la política prorrusa, o prosoviética, y se alineó con Estados Unidos.
Esto último le perdió. Vajpayee consiguió que la India rompiese con la tradición intervencionista del Partido del Congreso, que había mantenido al país en el estancamiento durante décadas. Bajo el mandato del Partido Popular, la India creció como nunca lo había hecho, y de forma bastante equilibrada. Nada de todo eso ha compensado la proximidad a Estados Unidos en un momento en que a los norteamericanos les interesa la amistad con Pervez Musharraf, presidente de Pakistán y tradicional enemigo de la India. El gobierno de Vajpayee ha tenido que dejar paso a una coalición de partidos de izquierda radical, varios de ellos comunistas, liderados otra vez por el socialista Partido del Congreso y con la nueva estrella de la familia Gandhi, Sonia, a la cabeza.
Se puede aducir que Vajpayee ha perdido las elecciones por una reacción patriótica de los indios, humillados por el comportamiento obsequioso de Estados Unidos con Pakistán, y más en particular por unas declaraciones poco afortunadas en las que Colin Powell, inmediatamente después de visitar la India, se refirió a Pakistán como un aliado de primer orden. Efectivamente, en esto los indios han demostrado más orgullo que los españoles, dispuestos a tirar la toalla desde el mismo día 11 de marzo. Pero el resultado es el mismo aquí y allí: una política moderada y relativamente liberal, que ha proporcionado al país unos años excepcionales de crecimiento y desarrollo, se ha visto rechazada en las urnas —al menos en parte— por la excesiva proximidad a Estados Unidos.
Veremos lo que ocurre con Tony Blair y, si se acentúa la presión sobre las tropas italianas en Irak, con Berlusconi. Ya sea por miedo, por prudencia o por desgana, las opiniones públicas de los países democráticos han iniciado lo que parece un irremediable proceso de ensimismamiento. Justo cuando empezaban a desaparecer los movimientos antiglobalización en versión militante, las ideas antiliberales y anticapitalistas han logrado hacerse con las mayorías electorales. Puede que sea un retroceso momentáneo y puntual. Pero también es posible que para cuando la gente empiece a darse cuenta de lo que ha hecho ya sea demasiado tarde. El proceso empieza a recordar lo ocurrido antes de 1914, hace justo noventa años, cuando lo que parecía un sólido sistema de libertades establecido a escala planetaria se desplomó en cuestión de pocos meses tras un atentado terrorista en Sarajevo. Conociendo los antecedentes, los líderes democráticos que aún resisten la marea habrán de hacer algo más que pedir perdón por haber previsto lo que se nos venía encima. Desde esta perspectiva, la actitud de Aznar tiene una dimensión, como mínimo, relevante. Bien es verdad que ahora parece de otra época.