Si por algo lamento haber leído ya El Qujote, En busca del tiempo perdido, La montaña mágica, Guerra y paz, Fortunata y Jacinta, Bouvard y Pécuchet, y muchas otras obras de la literatura universal, es por no poder, si las releo, recuperar el entusiasmo con que las recibí en un primer contacto. Ese momento no es equiparable a ningún otro. No quiero decir que no se obtengan nuevas satisfacciones de una segunda e incluso de una tercera lectura, pero son más sofisticadas, más intelectuales y no provocan la conmoción casi física, el profundo arrobamiento de cuando nos sumergimos por primera vez en ellas.
Hay algunas que al releerlas mejoran y es como si se consolidara su excelencia. Personalmente me ocurre esto con las novelas de don Benito Pérez Galdós, excepto con los Episodios nacionales, que sin embargo ocuparon un lugar privilegiado en mi adolescencia, rivalizando con el mismísimo Julio Verne, y se me ocurre que los equivalentes contemporáneos de ambos, salvando todas las calidades y distancias (que ya es salvar) serían El capitán Alatriste y Harry Potter. En cuanto a los géneros, casi no puedo releer algunos cuya frecuentación, sin embargo, llegó en tiempos a resultarme obsesiva. Me refiero a la Ciencia Ficción y a la literatura policíaca. Del primero apenas puedo releer nada sin echarme a llorar sobre mi pasado y del segundo no admito más que los nuevos descubrimientos. Ni siquiera los clásicos del género vuelven a emocionarme.
Las obras que no superan esa especie de reválida que es una relectura merecerán, puesto que en su momento nos deslumbraron, un recuerdo emocionado, similar al que podemos dedicar a un ligue de verano, a un amorío feliz pero sin consecuencias y admito que eso me ha ocurrido algunas veces —y no conozco decepción más amarga— concretamente con La montaña mágica pues las tesis filosóficas de Thomas Mann me resultaron, estropeada ya por la Universidad y la vida, tan elementales y pueriles como las desgranadas por Tolstoi en la segunda parte de Guerra y Paz cuando, en aquellos momentos, ambas iluminaron por eso mismo mi existencia y constituyeron la base principal de mi educación estética y sentimental. Estas cosas pasan, pero a pesar del actual distanciamiento tengo que agradecerles que me salvaran de las garras de Marx (don Karl) en cuyo poder estaban muchos de los que me rodeaban y que consideraban estas lecturas decadentes y en sumo grado peligrosas para la causa del proletariado universal.