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LA MEMORIA HISTÓRICA DE ZAPATERO

Reflexión final a escasas horas del relevo

Dentro de unos días, el señor Rodríguez Zapatero saldrá del palacio de La Moncloa. Después de ocho años de disparates. De todo tipo. Es difícil valorar cuál de todos ellos ha sido el más dañino. Para mí, sin duda, la Ley de Memoria Histórica del 26 de diciembre de 2007 es uno de los episodios más innecesariamente crueles.


	Dentro de unos días, el señor Rodríguez Zapatero saldrá del palacio de La Moncloa. Después de ocho años de disparates. De todo tipo. Es difícil valorar cuál de todos ellos ha sido el más dañino. Para mí, sin duda, la Ley de Memoria Histórica del 26 de diciembre de 2007 es uno de los episodios más innecesariamente crueles.

El señor Rodríguez Zapatero no inventó la Memoria Histórica. Los países de nuestro entorno vivieron en los últimos años polémicas mediáticas sumamente violentas. Inevitablemente, nadie escapa a la densidad asesina del siglo XX. Pero de ese debate las democracias europeas salieron reforzadas. No divididas. En Francia, el Gobierno Chirac tuvo que encarar por vez primera "la guerra franco-francesa de Argelia", o sea, la guerra civil entre los franceses de Argelia y los de la metrópoli. Francia consiguió salir de las polémicas exacerbadas cuando los historiadores más relevantes se rebelaron contra el abuso de la memoria, y el escueto llamamiento del 12 de diciembre de 2005 decía: la historia no tiene dogma, la historia no es una ética, el historiador no proyecta sobre el pasado los esquemas ideológicos del presente, la historia no es una memoria y tampoco es un objeto jurídico. "En un Estado libre, no corresponde al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica". Encontraron un equilibrio con reparaciones simbólicas y actos para seguir pensando en términos de nación unida.

Las guerras civiles, bajo sus diversas formas, son siempre incómodas para el decurso político de una nación, pues su potencia mutiladora y destructiva es difícilmente asumible. Aquí, el Gobierno de Rodríguez Zapatero se columpió legislando sentimientos, declarándose "rojo y feminista", alejándose así de su más alta función institucional, que era la de representar a todos los españoles. Y perdió pie y nos enfrascó a todos en un desasosiego que muchos pagamos por partida doble. Arrastró las pasiones en vez de aplacarlas. Y ofendió a quienes, con un silencio muy medido, nunca quisimos rehacer la historia que arrasó las vidas de nuestros abuelos y de nuestros padres y salpicó la nuestra.

"¿Se puede escribir para que un mal que se ha hecho no exista, para que no pueda repetirse? No lo creo" (Carta de Shalámov a Nadejda Mandelstam).

Mi familia fue alcanzada de forma particularmente violenta por nuestra guerra civil: comunista, falangista, republicano conservador, ayudante en la División Azul, los hermanos Grimau repartieron sus querencias políticas. Y todos naufragaron.

Y todos naufragaron.

Como sucedió en muchas familias españolas.

Los fantasmas del siglo XX resurgen cíclicamente. Sin embargo, en Europa parecen haber encontrado definitivamente una morada en la que habitar y dejar vivir a los vivos. Alemania, Austria, Francia parecen haberlo hecho.

Diario El País del 1 de noviembre de 2007: "La Ley de memoria se aprueba entre aplausos de invitados [sic] antifranquistas".

¡"Invitados"! ¡Vaya con la expresión! Los hacedores de la lucha antifranquista se convirtieron en el hemiciclo en simples visitantes en manos del Gobierno Rodríguez Zapatero. Hay actos fallidos memorables: llamar "invitados" a los luchadores antifranquistas sólo podía ser cosa del partido socialista que no fue nada en la posguerra y consiguió serlo todo en la transición. No era un simple lapsus. Entre chillidos y abucheos el cronista recuerda a don Santiago Carrillo llevándose las manos a la cabeza al oír al diputado Eduardo Zaplana afirmar con toda rotundidad:

Por primera vez en democracia, el Gobierno y sus socios deciden hacer de las fosas de la Guerra Civil un argumento de propaganda.

La Ley de Memoria Histórica fue arbitraria. Y los que la redactaron lo sabían. ¿Cómo computar e indemnizar por igual a todos los ajusticiados por Franco? Un imposible. Así, hubo muertos de primera y otros de segunda categoría moral.

¿Cómo es posible que el rostro más utilizado como icono de la lucha antifranquista de los años sesenta pueda haber sido excluido del artículo 10 de la Ley de Memoria Histórica? ¿Cómo es posible que haya sido descartado, aquel rostro de Julián Grimau que abrió telediarios y ocupó páginas en los suplementos del grupo Prisa, tan sólo para vender la bondad de la ley del 26 de diciembre de 2007 a los progresistas de fin de semana? ¿Cómo es posible que nadie rectificara ni se acordara de la marginación oficial de Julián Grimau?

El método propagandístico usado es de manual: utilizar en exceso un rostro para silenciarlo mejor y hacerlo translúcido.

Un muerto incómodo. Eso fue para el Partido Comunista. Jorge Semprún lo apuntó en su último libro:

Siempre hubo un sentimiento de culpa en la cúpula del PCE por el destino de Julián Grimau.

Ni el comunista Grimau ni los anarquistas Granado y Delgado –fusilado el primero, agarrotados los segundos– entraron en el apartado 10 de la Ley de Memoria Histórica. Todo separaba a estos tres hombres: la edad, la formación, el ideario, la guerra; pero una fecha los reunió irremediablemente: la fecha de su ajusticiamiento, en 1963. Apenas seis meses transcurrieron entre la delación política –siempre silenciada por Santiago Carrillo– y el fusilamiento de Grimau. Diecisiete días transcurrieron entre la delación política –patéticamente aclarada en 2002– y la muerte por garrote vil de los inocentes libertarios Granado y Delgado.

Todo, absolutamente todo, separaba a aquellos tres hombres, pero una fatalidad les reunió: la traición. Los tres de manera muy distinta fueron traicionados por sus propias organizaciones. La campaña contra Grimau, llevada personalmente por Manuel Fraga Iribarne, demostraba la fortaleza de la dictadura en los albores de los "veinticinco años de paz". Las movilizaciones internacionales de los partidos comunistas no sirvieron de nada a Grimau –que no pudo enterarse–. Pero fue un revulsivo para el fortalecimiento de la lucha antifranquista llevada por el partido en el interior y en el exterior. Todos salían ganando. Las diecisiete balas que no consiguieron acabar de inmediato con la vida del dirigente comunista no parecieron alterar la culpabilidad de Carrillo. En sus Memorias de 738 páginas apenas escribe 50 líneas sobre el que fue uno de los organizadores más eficaces del Partido Comunista en la clandestinidad.

La transición silenció a aquellos tres hombres, en nombre del pacto constitucional que restablecía la monarquía, y la Ley de la Memoria los remató, a los tres.

El apartado 10 de la ley recuenta a los muertos, sí; pero incluye sólo "a los que perdieron la vida entre 1968 y 1977".

"Es una decisión personal del presidente".

"Es una decisión personal del presidente", me repetía una voz femenina que finalmente me contestaba desde el túnel monclovita. Yo intentaba comprender su frase. Todo parecía arbitrario. Lo era. La conversación se puso tensa y la voz femenina se despidió perdonándome la vida. Sucedía en 2007.

¿Por qué razón empezar específicamente por los asesinados del año 1968 y no por los del 39, o los del 41, o los del 44, o los del 50, o los del 63? ¿Y qué razón había para no computar a los miles de guerrilleros de los años 50? ¿Acaso fueron menos víctimas?

La ley desmarcaba y privilegiaba a los últimos del tardo-franquismo. Eran muertos de biografías más aceptables para la visión infantil de la guerra civil del presidente Zapatero.

Pero las fechas hablaban por sí solas: entre 2004-2006, el Gobierno socialista estaba en un proceso de negociación con ETA. La lógica conduce a una única conclusión posible: ETA exigía que el Gobierno español reconociera a sus primeros gudaris muertos y los incluyera en la Ley de Memoria Histórica. Un acto simbólico de importancia.

El ABC del 10 de agosto de 2011: "Se concedieron indemnizaciones por los 49 fallecidos entre 1968 y 1977 en defensa de la democracia". El artículo 10, finalmente, se cumplía.

Julián Grimau, mi padre, no está entre los 49 elegidos. Poca gente lo sabe. Poca gente se lo creería. Silencio oficial para Grimau. Ni una carta con el sello de sus señorías, ni una carta formal o informal a la viuda de Grimau. Ni un formulario sobre el que poner el nombre de su marido. O negarse a ponerlo. Silencio.

Hay un silencio histórico tan importante como el ruido de la Memoria Colectiva.

Nunca –a mi madre, a mi hermana, a mí– se nos ocurrió guardar cola ante un registro de Memoria Histórica. No por falta de memoria sino por exceso de ella. Y por exceso de pudor también. A las tres nos queda lo esencial hasta el resto de nuestras vidas, nuestro agradecimiento hacia quien fue el defensor militar de Julián Grimau, don Alejandro Rebollo, en un tiempo de hostilidad y miedo. Un honor para nosotras, que va mucho más allá de las palabras y de una ley.

Aquellos comunistas cultos, atrapados en la utopía devastadora y generosa a la vez, fueron luchadores. No víctimas.

Pero al señor José Luis Rodríguez Zapatero tampoco le gustan las auténticas víctimas del siglo XXI, las que le propulsaron el 11 de marzo de 2004 a La Moncloa. Aquellos seres anónimos que, encaminándose hacia la vida con los ojos aún entumecidos por el sueño matinal, saltaron por los aires.

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