En octubre de 2002 tuve el honor de ser invitado a participar en una lectura de poesía con ocasión del centenario de Luis Cernuda. La lectura tuvo lugar en una librería de propiedad socialista y a ella asistió un selecto público compuesto de comisarios culturales relacionados con el susodicho centenario. Al llegar mi turno, en lugar de leer versos propios, me pareció oportuno unir el centenario de Cernuda y el que era de esperar se fuese a celebrar el año próximo, que era el de José Antonio Primo de Rivera, unidos ambos nombres en la recuperación de la idea y la palabra de España.
Los oradores precedentes me allanaron el camino al señalar que yo he heredado mi pasión de España de los hombres del 98 y de que fui yo quien encaminó a jóvenes españoles a figuras del exilio como María Zambrano. Yo empecé diciendo que España es como Santa Bárbara, que sólo nos acordamos de ella cuando truena y que muchos truenos deben de oírse para que de pronto se hayan puesto todos a llamarla por su nombre y a tremolar sus símbolos. No es éste mi caso, y no es de ayer tarde mi convivencia con gente del exilio para darme cuenta con gozo de que España era tan de ellos como de los que nos habíamos quedado en ella; que el exilio es una terapia, pues en él fueron muchos los que aprendieron a amar a España y a admirar su Historia, sobre todo los que habían ido a parar a Hispanoamérica “o América Latina, como dicen los horteras”. En confirmación de lo dicho leí lo que escribe Cernuda sobre “La lengua” al comienzo de sus Variaciones de tema mexicano, y a continuación leí poesías sobre el tema de España sacadas en su mayoría de la antología que con ese tema publicó José Luis Cano en Revista de Occidente. Empecé por un bilbaíno, Unamuno, para concluir con otro bilbaíno, Otero, y por la lectura desfilaron Machado (Antonio), Maragall, Hernández, Alberti, Max Aub, Vallejo, etc. y hasta un Goytisolo. La llamada “derecha” estuvo representada por Pemán y, si se me apura, por Ridruejo y Muñoz Rojas. Me abstuve de hacer comentarios y cerré con los versos que le dediqué a Cernuda cuando falleció. Fui saludado con aplausos corteses, pero al ir a despedirme de la simpática dueña de la librería y agradecerle su hospitalidad, me dijo sonriente que había estado a punto de hacer sonar La Internacional.
El hecho de que invocar a España, aunque sea con voces de poetas sacralizados por las siniestras, siga hiriendo la delicada sensibilidad de éstas, viene por desgracia a darles la razón a los que en otros tiempos aún más polémicos hablaban de la “Antiespaña”, y además descubre la falacia de aquel señuelo de la “reconciliación nacional”, que no era otra cosa que una nueva añagaza para meter de matute el Trágala sempiterno.