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DIGRESIONES HISTÓRICAS

"Realizaciones" financieras de Negrín

No se entenderá cierta historiografía si no se atiende a sus presupuestos implícitos, a menudo poco visibles. De ahí, a menudo la dificultad de la crítica. Al abordar el libro de Miralles sobre Negrín poco adelantaríamos sin tener en cuenta esa realidad.

Miralles sostiene en el capítulo “Cómo se financió aquella guerra”, que, contra la opinión de Largo Caballero, Prieto, Araquistáin y muchos otros, el envío de las principales reservas de oro españolas a la URSS constituyó una operación nada objetable. Lo aclara mediante una comparación: “El 14 de junio de 1940, cuando los alemanes ocupaban París (…) 2.398 toneladas de oro salían apresuradamente hacia Casablanca, en Marruecos, y hacia Halifax, en América (…) El 24 de junio de 1940 el crucero de guerra Emerald salía del puerto escocés de Greenock, escoltado por varios destructores, con dos mil grandes cajas de oro en barras y otras quinientas con títulos, con destino a Canadá”. Y luego hubo otros envíos semejantes, decididos por los gobiernos francés e inglés. Por lo tanto, indica Miralles, ¿a qué tanta algarabía ante una decisión normal y lógica, adoptada también por otros gobiernos democráticos?

No tan normal, sin embargo, incluso si nos empeñamos en creer democrático al Frente Popular. Pues hay una diferencia abismal entre depositar las reservas en una democracia de funcionamiento financiero claro y reglado internacionalmente, y depositarlas en un régimen totalitario, de finanzas opacas, burocracia cerrada, y difícil comunicación, como recuerda Martín Aceña en su estudio El oro de Moscú y el oro de Berlín. El primer y más grave efecto de tal decisión fue, no que el estado español se pusiese en situación de ser estafado —lo fue, según tantos historiadores, aunque dudo que en tan gran escala como dicen, pues la ganancia para Stalin no era tanto el dinero como el poder —, sino que el Kremlin tomaba el control del tesoro y, de paso, del propio Frente Popular, al cual podía presionar, y presionó, para imponerle su política.

¿No perciben Miralles o Preston la diferencia? Pero está ahí, y es determinante. Y hay muchas más diferencias. Por ejemplo, la decisión fue tomada de modo a su vez opaco, por tres ministros socialistas (Largo Caballero, Prieto y, sobre todo, el propio Negrín, entonces ministro de Hacienda), contraviniendo diversas leyes y al margen del resto del gobierno y del mismísimo presidente de la “república”, Azaña. Tan poco confiaban unos en otros. ¿Obraría Churchill de modo semejante?

Para apreciar la situación en su conjunto debe recordarse que Negrín, ya antes de heredar el puesto de Largo, desempeñaba su cometido en Hacienda con autonomía inusual en gobiernos normales. Coinciden en señalarlo Zugazagoitia, de tendencia negrinista; el anarquista Abad de Santillán, para quien el ministro “ha hecho, con la tapadera de la guerra, lo que ningún gobernante, ni siquiera la monarquía absoluta, había podido hacer en España”; o Largo Caballero, en unas patéticas quejas: “El señor Negrín, sistemáticamente, se ha negado siempre a dar cuenta de su gestión”, “de hecho, el Estado se ha convertido en monedero falso [alude a la función legal de las reservas como respaldo del valor de la peseta, el cual se desplomaría si trascendiese la noticia de la operación]. ¿Será por esto y por otras cosas por lo que Negrín se niega a enterar a nadie de la situación económica? (…) Desgraciado país, que se ve gobernado por quienes carecen de toda clase de escrúpulos”. Conductas tan fuera de lo común no se daban en el bando franquista ni, seguramente, en el británico o el francés.

Una manifestación de tan extraño funcionamiento, siendo aún Negrín ministro de Hacienda con Largo Caballero, la describe así el propio Miralles: “Negrín creó unidades de elite (…) mandadas por hombres de su confianza (…) perfectamente equipadas, con intendencia especial, equipamiento sanitario de primer orden (…) muy disciplinadas, (…) los “Cien mil hijos de Negrín, como se les conocía popularmente”. Que un ministro de Hacienda utilice los recursos del estado para organizar algo así como un ejército particular, difícilmente puede considerarse de otro modo que como un inmenso fraude, y no falta base a la indignación de Abad de Santillán: “Tenía la llave de la caja y lo primero que se le ocurrió (…) fue crearse una guardia de corps de cien mil carabineros (…) Los que consintieron ese desfalco al tesoro público (…) de un advenedizo sin moral ni escrúpulos, también deben ser responsabilizados por su negligencia o su cobardía”. Sin embargo a Miralles tal arbitrariedad, por llamarla de algún modo, le parece ¡toda una “realización”! del ministro.

Ante las concepciones que permiten a Miralles, a Viñas y otros, presentar como normal y hasta meritorio este conjunto de actuaciones, un ciudadano común sólo podrá desear fervientemente que tales historiadores no lleguen a estar nunca al cargo de las finanzas españolas.

Deseo más acentuado si cabe cuando leemos las frases de Miralles en torno a otras “realizaciones”, en particular la utilización de “otras dos fuentes de recursos financieros puestos en marcha a partir del verano de 1938, coincidiendo con el agotamiento del oro. Me refiero a los activos financieros captados de particulares y/o incautados a aquellas personas e instituciones incursas en colaboración con la rebelión militar (…) Desde muy pronto, ya en su etapa de ministro de Hacienda del gobierno de Largo Caballero, Negrín había puesto en marcha las medidas legislativas necesarias para la captación de activos metálicos en manos del público”. Notable la elegancia del autor al definir como “captación” lo que comentaristas menos proclives al eufemismo describirían probablemente como saqueo generalizado de bienes de particulares y del patrimonio artístico e histórico español. Azaña, en vísperas de su dimisión, rechazó firmar un decreto para enajenar a una sociedad anónima, creada por Negrín, todos los bienes muebles e inmuebles del estado español en el extranjero, alegando su repugnancia a “aparecer a última hora como un salteador” de los bienes de la nación, según señala Rivas Cherif. No tendrían escrúpulo semejante muchos otros intelectuales, según vamos viendo.

El proceso de lo que tan finamente llama Miralles “captación”, resultó muy sencillo: por decreto, el primero de fecha tan temprana como el 3 de octubre de 1936, los particulares eran constreñidos, bajo muy severas amenazas, a entregar al Banco de España todos los metales preciosos y divisas que poseyeran. El gobierno afirmaba su compromiso de “salvaguardar los intereses” de los propietarios y “garantizar su integridad”. Al cabo de un mes, las cajas de seguridad de los bancos fueron descerrajadas y el gobierno se apoderó de toda la propiedad allí depositada, haciendo lo mismo incluso con la de la gente humilde guardada en los montes de piedad. Esto, cuando el Frente Popular aún disponía íntegramente de los enormes recursos del Banco de España.

En realidad, todos los bienes particulares a que tuvieron acceso las autoridades “republicanas” fueron pura y simplemente saqueados, como asimismo una infinidad de edificios religiosos, domicilios privados, palacios, museos e instituciones diversas. Esas labores produjeron un inmenso botín en joyas, obras de arte, colecciones numismáticas y hasta filatélicas, libros antiguos, relojes valiosos, ropajes, utensilios de culto, etc. Los mismos cuadros del Museo del Prado sufrieron incautación y exposición a muy graves peligros, aunque a última hora serían recuperados por España. El desvalijamiento se organizó a veces con el pretexto de cargar los daños de la guerra sobre “los que han tenido participación directa o indirecta en el movimiento rebelde” (lo de “indirecta” abría un campo amplísimo), a cuyo efecto se constituyó una llamada Caja de Reparaciones. Los pillajes tuvieron lugar a menudo con tal desorden que, como señalaba un informe comunista, muchos bienes desaparecían en los bolsillos de los ejecutores y de “los numerosos García Atadell que operaban por su cuenta”.

A menudo los debates se convierten en galimatías porque los presupuestos y valoraciones de los intervinientes son muy distintas, aun si emplean los mismos términos. ¿Cómo podríamos entendernos si no aclaramos previamente que comportamientos como los descritos son considerados normales y democráticos por determinados historiadores? Sólo una vez aclarados esos presupuestos es posible hacerse una idea de la lógica del discurso.

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