Pero también es verdad que no ha pasado lo que muchos querían que pasase, el acontecimiento por el que algunos jóvenes salieron a la calle y en la calle se quedaron. Lo que sí ha pasado es que el grito popular, que a tantos nos ha mantenido expectantes, ha sido sofocado.
Desde un principio se pudo ver la intervención directa del partido comunista: a la vista están las reclamaciones originales, tales como una reforma electoral muy concreta que beneficiaría claramente a Izquierda Unida –y no queremos decir que no sea justa; simplemente, que desenmascara al que la propone–, la recuperación del impuesto sobre el patrimonio, el derecho a la vivienda y al transporte, etcétera. Estas propuestas dejaban muy dañada la posibilidad de dar respuestas válidas a una verdadera y justificada indignación.
El movimiento fue más poderoso que el mezquino cálculo de algunos de los agitadores y desbordó las previsiones. Pronto jóvenes de todo tipo se dieron cita en la Puerta del Sol buscando algo, es verdad que mal definido, pero algo que a todos nos inquieta. Era difícil no simpatizar con la indignación general, porque hay muchas razones para estar indignado. Hay razones políticas evidentes, hay razones sociales y culturales y hay razones religiosas. Hay muchas razones para la indignación.
El movimiento perdió gran parte de su fuerza tras la celebración de las elecciones. Izquierda Unida estará contenta, el Partido Popular también, el PSOE no tanto pero se recuperará. ¿Qué ha sido de ese grito de protesta? Una vez más, ha sido absorbido. De tanto ser interpretado por las fuerzas dominantes, que se lo han querido apropiar, ha sido neutralizado y reducido a un esquema socialdemócrata. El sistema de partidos ha ganado y la socialdemocracia sale reforzada con el triunfo de uno de sus mejores gestores, el Partido Popular; pero no ha sabido dar cauce a la indignación popular.
Hay razones del corazón que los socialistas (de izquierda y de derecha) desconocen, hay razones políticas que la socialdemocracia ignora, hay razones económicas que no se atienden; el resultado es una indignación consecuencia de una frustración de la naturaleza humana. El pueblo está tan sano, pese al sistema, que todavía se duele, gritando. El enfermo grave es el que no se queja. Lo que no se le puede pedir es que sea capaz de realizar un diagnóstico preciso. La responsabilidad del médico es explicar la enfermedad; la del paciente, quejarse y dejarse sanar. Los síntomas de la enfermedad social han sido muy mal interpretados por los responsables políticos, y la opinión del enfermo apunta a agravar los males.
Hacen falta verdaderas razones para la indignación, las razones del corazón que Pascal conocía y que también, claro está, son razones políticas.