No debería perderse mucho tiempo en dilucidar en abstracto si se acertó a la hora de elegir a Mariano Rajoy como candidato del PP a la Presidencia del Gobierno: el dictamen será favorable si triunfa, desfavorable, si no. Este hecho apunta a una regla de la democracia tan fría e implacable como una urna, y no tiene nada de extraordinario. Sí tiene, en cambio, bastante de particular, la exigencia a la que se ve forzado para llegar a La Moncloa, esto es, el verse necesitado de la mayoría absoluta para vencer, la cual, según la encuestas que dicen estimar opinión y voto, se le complica. Que esto ocurra tras una muy exitosa experiencia de Gobierno de ocho años hace la situación bastante inverosímil. Que al primer partido de España se le hostigue y arrincone con un sectarismo generalizado de oposición inquietantemente unida, se le aísle como a un apestado y criminalice como a un rufián, no dejándole otro remedio para salir adelante que no sea ganando sobrado, es otro hecho inaudito. Que se tilde esta opción límite de abuso autoritario, ya raya con lo grotesco.
Las verdaderas razones de la renuncia de Aznar a la reelección como Presidente de Gobierno corren la suerte, o la desgracia, de tornarse tan ignotas y escurridizas como las que provocaron la dimisión de Adolfo Suárez en 1981. Pues tengo para mí que ambos casos guardan similitudes: la presión insoportable de fuerzas externas (poderes fácticos) por derribarlos y las débiles defensas internas (del propio partido) con que fueron respaldados. En la retirada de Suárez influyó mucho una fallida asonada militar (el tejerazo) y la renuncia de Aznar se ha visto presionada por un acoso implacable que desembocó en insurrecciones inciviles (el golpe de mano a raíz del “Prestige” y la guerra de Irak). Unos violentos sucesos ambos que hacían muy difícil la continuidad en el Gobierno y requerían salidas dignas y discretas, forzadamente voluntarias, prácticamente irrevocables. Sobre todo, cuando a uno lo dejan solo y no demuestra un incontenible deseo de perpetuarse en el poder.
Leyendo una reciente entrevista a Rajoy en ABC (7/3/2004) veo asimismo subrayadas algunas analogías entre el candidato popular y Aznar, más allá de sus evidentes diferencias en cuanto a talante y personalidad. Rajoy confiesa allí que comparte con el Presidente saliente el sentimiento de fatal soledad que viene impuesta por razón del cargo y que también él tendría bastante con estar ocho años en el Gobierno. Como rabioso contraste con estas señales de trágica nobleza política, el candidato socialista Zapatero, exterioriza un irresistible afán ético de poder. Pero también un dramático pavor a encontrarse en el puesto de mando sin compañía y sin auxilios, de ahí su obsesión por verse rodeado de asesores y “comités de notables” (a quienes obedecerá en todo lo que digan) y de pactar con otros partidos y con Ejecutivos autonómicos presumiblemente aliados (a quienes nada negará). Aunque esta patológica inseguridad política, junto a sus sustanciales carencias personales, las maquille con loas al diálogo y al multilateralismo, es obvio que Zapatero prefiere estar mal acompañado que solo, porque este suboficial reenganchando, elevado a coronel tapioca, tiembla ante la perspectiva de no tener quien le escriba los discursos, quien le explique en dos tardes cómo hacer un balance económico y le indique dónde está el frente.
Rajoy sí se ha forjado, en cambio, con la dura experiencia de la soledad política, y se ha familiarizado con la rudeza del realismo socialista y del folclorismo nacionalista, en especial, a orillas de la Costa de la Muerte, donde querían hacerle encallar sin contemplaciones. Unos meses después de estos lances marinos se significó, como pocos en el Gobierno y el PP, al no abandonar la nave agitada para salvarse del abordaje dirigido por una oposición pirata, y no silbar para pasar desapercibido cuando a propósito de la guerra de Irak se abrió un frente popular y una brecha nacional con los que se pretendía hundir al Gobierno y al país. Esa fidelidad y coraje definieron la sucesión. He aquí el horizonte político sombrío que tuvo que asumir quien ya conocía de primera mano con qué clase de tropa hay que tratar, sabiendo seguro que intentarán amargarle la serena y placentera lectura del diario Marca. Pero la serie debía de continuar.
Véase, por el contrario, el entusiasmo juvenil de Zapatero por alcanzar el trofeo y el nervio feroz que pone en golpear a diestra y siniestra (sobre todo lo primero) para conseguirlo, como si el regalo se encontrase en el interior de una piñata. Fíjense bien en esa mirada de refilón y ansiedad que dirige a sus progenitores políticos, que lo desprecian, pero en quienes necesita encontrar la aprobación a sus evoluciones y el ánimo necesario con el que alimentar su flaca autoestima: “Mamá, mírame”; “Felipe, Pasqual, miradme”. Este muchacho rebelde no estudia ni hace los deberes por las tardes en su habitación, pues detesta tener que aplicarse y estar solo. Se pasa el día en la calle, con la gente, y se divierte horrores haciendo travesuras con la pandilla, soñando con ser jefe y que un día los demás le hagan caso y le quieran mucho, cuando esté en Palacio.
Repárese ahora en Rajoy. Se presenta a las elecciones como si participase en unas oposiciones. También en esto está curtido. Pero esta vez se las ve con un tribunal popular, y eso es durísimo. Se le menosprecia su flamante currículo, debe disimular su procedencia y centrarse si no quiere crispar, y para aprobar necesita sacar más nota que el resto, un notable alto tal vez no sea suficiente. Puede que no lo saque y le suspendan a pesar de todo. O puede que sí. En ese caso, la clase seguirá alborotada y los revoltosos le tacharán de privilegiado, arrogante y autoritario de derechas, le harán la vida difícil y turbarán su lectura del Marca. Pero el país seguirá adelante.