La mayoría de los adolescentes judíos que crecieron en Australia durante los años 60 eran, como yo, hijos de supervivientes de campos de concentración. Nuestros padres tenían pequeños comercios o eran empleados. Había pocos profesionales liberales. Nos faltaban los abuelos desde la cuna. A la mayoría de mis amigos les pusieron los nombres de familiares muertos en el Holocausto.
Estaba claro que lo éramos todo para nuestros padres, y nadie necesitaba decirnos por qué. Su mayor prioridad era asegurarse de que recibiéramos la mejor educación. No es sorprendente que las mejores y más grandes escuelas judías del mundo naciesen en la pequeña comunidad de Melbourne en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Nuestro interés por Israel era ilimitado. Los películas y los visitantes israelíes que llegaban a las lejanas costas de Australia eran acontecimientos memorables.
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La Guerra de los Seis Días entre los Estados árabes e Israel estalló cuando yo tenía quince años. Las semanas de creciente tensión que condujeron a ella me dejaron una huella indeleble: las imágenes por televisión del avance de las tropas egipcias y sirias; los discursos de Naser y el bloqueo unilateral de Eilat; la concentración de tropas egipcias en la frontera del Sinaí y de tropas sirias en los Altos del Golán; la desgraciada capitulación de U Thant –al retirar del Sinaí las tropas de mantenimiento de la paz precisamente cuando hacían más falta–; y las sucesivas amenazas sanguinarias de los dictadores y reyes árabes: La existencia de Israel es un error de que debemos corregir. Ésta es la oportunidad de borrar la ignominia que nos acompaña desde 1948. Nuestro objetivo es claro: borrar a Israel del mapa...
Los quince años fueron un hito en mi vida. Pocos meses después de la derrota, a manos de Israel, de aquellos que –una vez más– intentaban exterminar a los judíos me inscribí en una escuela hebrea. Mis ideas acerca de qué era ser judío, acerca de la historia y cómo nos afecta, acerca del Holocausto y los acontecimientos concatenados de la vida de los judíos fueron madurando.
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Mi madre nació cerca de Lodz, en una ciudad situada lo bastante cerca de la frontera con Alemania para ser ocupada por los nazis el primer día de la Segunda Guerra Mundial. Entre los hombres prisioneros de los nazis estaba su padre, el abuelo cuyo nombre llevo. Yo mismo soy padre, y he respirado muy hondo imaginando a mi madre arrojándose a los pies de los soldados alemanes suplicando por la vida de su progenitor.
El día que los nazis avanzaron sobre Polonia y comenzaron el proceso de destrucción del mundo, hundiendo en el fango una cultura única, asesinando a los judíos por millones, mi madre acababa de cumplir quince años.
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La consciencia de cómo fue la vida de mis padres comienza, en cierto modo, con el final de la guerra: sus cuatro o cinco años como desplazados en la Alemania de posguerra; su largo viaje a Australia como una joven pareja que no hablaba inglés, sin aptitudes especiales ni raíces más allá de su lazos personales y ese sentimiento tan judío de la comunidad.
Un fotografía inesperada cambió esto hace pocos años.
Tengo una prima que vive en un kibbutz, la hija del hermano mayor de mi padre. Nació en Tel Aviv en los años 30, poco después de que sus padres dejaran la Polonia de antes de la guerra. Al volver como turista a la tierra natal de su padres viajó a la ciudad de Cracovia, en el año 2000, y por una serie de circunstancias llegaron a sus manos cuatro páginas fotocopiadas que compartió conmigo. Eran documentos nazis: hojas censales que los alemanes exigían rellenar a los judíos en el gueto de Cracovia antes de enviarlos a los campos de la muerte.
La primera página estaba rellena con la característica letra de mi padre, bendita sea su memoria. Una pequeña fotografía lo mostraba como yo nunca lo había visto antes: viril, guapo, joven. Las otras dos páginas eran formularios de dos de sus hermanas. Sus nombres me eran familiares por un árbol genealógico que había elaborado, con ayuda de mi padre, algunos años antes, pero hasta entonces sólo habían sido nombres. Contemplo ahora los retratos de dos mujeres jóvenes, atractivas, vibrantes.
Mi hija mayor, Malki, acababa de terminar un trabajo sobre los ascendientes familiares en el colegio, y sabía que le interesaría. Contempló las páginas y dijo exactamente lo que yo había pensado: que se parecía sorprendentemente a la guapa Feige, hermana de mi padre.
A diferencia de mis padres, Feige no sobrevivió a la máquina nazi de matar. Todo el potencial de su vida, todos los talentos que ella hubiera desarrollado, todos los dones que ella hubiera dado al mundo... todo eso fue truncado por un acto de violencia masiva, de odio bárbaro: el asesinato genocida de lo judíos de Europa por parte de los nazis.
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Algunos meses después de ver esas fotos por primera vez Malki se sentó y tranquilamente, sin decir nada, escribió la letra y la música de una canción pegadiza: "Vives, respiras te mueves... ¡es un gran comienzo! ¡Será mejor que empieces a bailar ahora mismo!".
Vivir en la tierra prometida para el pueblo judío era una fuente de profunda alegría para esta nieta de supervivientes del Holocausto. Descubrir la foto de Feige permitió a Malki, creo, cobrar conciencia de que era un eslabón más de una cadena antigua.
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La intifada de Arafat contra los civiles israelíes estalló más o menos cuando recibimos esas preciosas páginas. A la vista del diario que Malki llevaba, es evidente que la sucesión casi diaria de heridos y muertos pesaban mucho en su ánimo. Escribía que había tenido que salir de clase para llorar en privado al saber de otro atentado terrorista... y otro, y otro.
Nosotros, sus padres, no éramos conscientes de la profunda empatía de Malki con las víctimas de la guerra que se libraba en su querida tierra. El dolor y la tristeza eran muy personales. Aunque nacida en Australia, Malki había vivido en Jerusalén desde los dos años. Se sentía profundamente vinculada a la Historia judía.
En agosto de 2001 mi hija y su amigo Michal interrumpieron su actividad de un ajetreado día de verano y quedaron para almorzar en un abarrotado restaurante de Jerusalén llamado Sbarro.
Si ella hubiera visto al hombre que llevaba una guitarra al hombro entrar y colocarse cerca de la caja registradora donde ella estaba enviando un mensaje de móvil, ¿habría reconocido el odio, el bárbaro éxtasis en el rostro del hombre antes de hacerse estallar?
Michal y Malki fueron enterrados al día siguiente. Como eran los mejores amigos desde la niñez, yacen juntos para siempre sobre una colina cercana a la entrada de Jerusalén.
Malki tenía quince años.
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Su diario está lleno de preguntas: ¿cómo pueden suceder estas cosas tan terribles a nuestro pueblo? ¿Por qué no entienden los extranjeros nuestro amor por la tierra de Israel? ¿Qué tipo de plan divino pide que los adolescentes sean heridos o muertos por aquellos a quienes no odiamos en absoluto? ¿Cómo puede siquiera existir un odio tan intenso?
Las insoportables preguntas que mi hija dejó atrás resuenan en mí todos los días.
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La vida de los judíos, vista desde la distancia, es una asombrosa saga de tragedias, logros, grandeza y destrucción a lo largo de milenios. Existe el riego de que perdamos de vista esto cuando cada uno lo vive individualmente.
Aquellos de nosotros que hemos crecido a la sombra del Holocausto y que hemos experimentado la tragedia de la muerte de un hijo a manos del odio luchamos para entender el papel de Dios en nuestra historia y en nuestras vidas. A veces, de acuerdo con la sabiduría de los judíos, necesitas saber que la mano de Dios está trabajando incluso cuando es más difícil ver la prueba, incluso cuando hay más preguntas que respuestas.
La memoria deMalki Roth es honrada por la Fundación Malki, que ayuda a mejorar la calidad de vida de niños discapacitados.
La traducción de este artículo ha corrido a cargo de Ricardo Ruiz de la Serna.