El 10 de abril de 1942 por la mañana, los mas de setenta mil prisioneros abandonaron el aeródromo de Mariveles en dirección al campo O´Donnell, un campo de concentración situado en el norte de la isla. Inicialmente, los oficiales japoneses habían sido informados de que sólo tendrían que custodiar a unos veinticinco mil prisioneros hasta la localidad de Balanga desde donde serían trasladados en camiones hasta su destino. Se les suministraría, de acuerdo con los deseos del general Homma, las mismas raciones que a los soldados japoneses y durante el viaje por ferrocarril serían alimentados nuevamente en Orani y en Lubao. Sin embargo la situación resultó muy diferente. El número de reclusos fue el triple y a ellos se sumaron veintiséis mil refugiados civiles. Por si fuera poco, una epidemia de malaria había comenzado a golpear con una furia inesperada a los cautivos. Antes de partir, en Mariveles un oficial les informó de que serían tratados adecuadamente de acuerdo con la convención de Ginebra. Y a continuación comenzaron a salir en grupos de trescientos. En algunos de estos grupos iban cuatro centinelas japoneses pero en otros la vigilancia se reducía a uno o incluso a ninguno. El primer grupo de prisioneros alcanzó Balanga al día siguiente. A esas alturas ya habían tenido ocasión de ver cómo los soldados japoneses les robaban sus pertenencias, no les entregaban comida ni agua y se negaban a dejar que bebieran en las acequias a la orilla del camino. Durante tres días quedó de manifiesto que la desorganización japonesa era desastrosa. Nada estaba preparado, nada estaba previsto y nada funcionaba. Por primera vez en tres días se realizó algún esfuerzo para dar de comer a los prisioneros pero, al mismo tiempo, fueron habituales las escenas de cruel sadismo por parte de los guardianes. Por primera vez en la historia de Estados Unidos, los generales se vieron obligados a caminar delante de sus soldados en algún caso después de haber sido objeto de maltratos. Al llegar a Orami, la situación no resultó mejor. Se dio agua a los prisioneros pero ninguna partícula de alimento.
Hubo que esperar a la siguiente mañana para que recibieran una repugnante masa de arroz machacado que los desdichados consumieron hasta no dejar rastro. Apenas hubieron concluido se les ordenó formar bajo el sol y recomenzaron su camino hacía Lubao, hacía unos veintiséis kilómetros al norte. Esta fase de la marcha resultó aún peor que la anterior. El hambre, la sed, el cansancio y las enfermedades estaban destrozando los organismos de los prisioneros y además los japoneses, exasperados, daban muestras cada vez mayores de crueldad. No sólo se trataba de golpes indiscriminados sino también de asesinatos perpetrados en las personas de los infelices que no podían seguir caminando. Muy pronto, en las cunetas, los presos pudieron contemplar los cuerpos decapitados de compañeros que les habían precedido en el camino. Tampoco faltó algún episodio de soldados enterrados vivos por los japoneses. Para colmo de males, los reclusos no tardaron en descubrir la razón por la que las madres filipinas ensuciaban el rostro de sus hijas con barro. Se trataba de una medida —poco útil, al fin y a la postre— para evitar que fueran violadas por la soldadesca japonesa. Cuando la caravana cruzó el puente de Layac y entró por la carretera que llevaba en San Fernando, el espectáculo de prisioneros que caían desmayados por centenares —y eran rematados a continuación por los nipones— se había convertido en lamentablemente habitual. La llegada al Lubao, una población de treinta mil habitantes significó un pequeño alivio porque los filipinos se acercaron a los prisioneros con intención de darles víveres y, ocasionalmente, de facilitarles la fuga. Algunos japoneses permitieron que la población entregará arroz y agua a los reclusos pero no fueron pocos los que arrojaron la comida al suelo y amenazaron con abrir fuego. La mayoría de los prisioneros se quedó solamente una noche en Lubao —dónde solo se les permitió beber de un grifo que apenas goteaba tras guardar una interminable fila— pero algunos permanecieron durante dos, tres y hasta cuatro días.
La etapa final hasta San Fernando fue la peor. A lo largo de quince kilómetros tuvieron que caminar bajo un sol abrasador y una ausencia absoluta de sombra. Dado que muchos iban descalzos o con los zapatos destrozados tenían la sensación de caminar sobre brasas. Una vez en San Fernando, los cautivos fueron subidos a vagones de ganado de 10 metros de largo por 2,40 de ancho. En cada vagón no iban menos de cien o ciento cincuenta presos encerrados a cal y canto. El hedor, los vómitos, el calor sofocante y el hacinamiento fueron tan solo algunos de los padecimientos que sufrieron en las horas siguientes. Al llegar a Capas, se les dio orden de bajar de los vagones. Les esperaban paisanos filipinos —una raza hacia la que los americanos están cambiando positivamente de opinión con una rapidez vertiginosa— y, como en otros tramos del proyecto, los japoneses permitieron que les entregaran agua y alimentos o lo impidieron brutalmente según se les antojaba. Los últimos doce kilómetros hasta el campo O´Donnell estuvieron exentos de brutalidades. Ciertamente, fue un camino difícil bajo el sol pero los guardianes no los maltrataron e incluso en algún caso se ayudó a los impedidos a continuar. Al concluir el camino los muertos se podían calcular entre siete y diez mil de los que unos dos mil trescientos eran norteamericanos.
Durante los años siguientes, no fueron pocos los que consideraron que la marcha había sido planificada como una acción de exterminio. En realidad, las responsabilidades de aquella matanza recaen totalmente sobre el alto mando y las tropas japonesas pero por razones distintas a las de un acto consciente y premeditado de eliminación de vidas humanas. En el caso del general Homma tardó dos años en saber lo que había sucedido en la marcha de la muerte. Ocupado en otros objetivos militares dio por supuesto que todo transcurría como se había pensado y ni nadie le informó de lo sucedido ni él se tomó la molestia de saber cual había sido el destino de aquellos cerca de ochenta mil prisioneros. Se trató de una negligencia terrible y difícilmente disculpable. Sin embargo, a lo anterior se sumó la actitud de buena parte de las tropas japonesas educadas en un rígido sentido del honor que equiparaba a los soldados que capitulaban con la cobardía más abyecta, los guardianes prodigaron gestos de crueldad y asesinato que podían haberse evitado. Ni las decapitaciones, ni los robos, ni las violaciones ni los enterramientos de seres humanos vivos ni la prohibición de alimentar y dar de beber a los prisioneros tenían ninguna justificación sobre todo en medio de unas circunstancias provocadas, en parte, por el azar y, en parte, por la incompetencia nipona.
El coronel Nicholson, inmortal personaje de Pierre Boulle afirmaba en su novela que los japoneses eran un pueblo que había accedido sólo recientemente a la civilización y que una de las muestras de esa circunstancia era su incompetencia. La Marcha de la Muerte de Bataan pudo ser una demostración letal de la veracidad del aserto del coronel.
ENIGMAS DE LA HISTORIA
¿Quién fue el responsable de la Marcha de la Muerte?
En abril de 1942, las fuerzas norteamericanas que combatían en filipinas capitularon ante el ejercito japonés. La rendición abarcaba a setenta y seis mil efectivos de los que doce mil eran estadounidenses. Salvo los enfermos de los hospitales 1 y 2, los cautivos se dirigieron hacía el norte donde se encontraban los campos de prisioneros. Sólo llegaron a su destino cincuenta y cuatro mil tras sufrir lo que se conoció como “Marcha de la muerte de Bataan”. Pero ¿quién fue el responsable de aquella terrible mortandad?
0
comentarios