Piensen un instante en la esencia de las Fallas: tanto los ninots como los cohetes se desvanecen instantáneamente. El cartón, la madera y la pólvora son un gasto caprichoso de corto alcance; se esfuman tan pronto como el fuego entra en contacto con ellos. Los falleros se gastan millonadas de euros para luego quemarlos el 19 de marzo.
Muchas personas estarán tentadas a afirmar que las Fallas suponen un dispendio irracional, un gasto innecesario o una desviación de las necesidades de producción; ese dinero podría utilizarse para otras actividades "más importantes", como la educación o la sanidad.
Estos razonamientos parten del error de suponer que existe una escala de preferencias distinta de la demostrada en su acción por los individuos. El valor es subjetivo: cada individuo persigue sus propios fines y se provee de los medios necesarios para conseguirlos. Antes de consumir debemos producir, y la producción se orienta a satisfacer los deseos del consumo a través de los precios de mercado.
La pretensión de ciertas personas de utilizar los medios políticos para erradicar los deseos de los individuos y sustituirlos por los caprichos de los políticos sólo puede ser calificada de arbitrario robo. No hay excusa posible para privar a las personas de los medios que ellos mismos han producido para satisfacer sus propios fines.
La tragedia del poder político es que, en su magna ineficiencia, es incapaz de producir riqueza de manera pacífica y tiene que rapiñar los bienes y servicios ajenos en nombre de unos fines superiores.
Las Fallas son un buen ejemplo de que las preferencias individuales pueden parecernos estúpidas, incomprensibles o irracionales, pero ello no nos legitima para intentar corregirlas mediante la violencia. La gente incluso puede fumarse billetes de 500 euros si eso le hace feliz: no seamos tan moralistas como para tratar de impedírselo.
El problema de la riqueza no es su mala distribución, como quieren hacernos creer los políticos, sino su coste de oportunidad. ¿A cuánto está dispuesto a renunciar para quemar una montaña de billetes?
La farsa de los bienes públicos
Una de las justificaciones más habituales del intervencionismo estatal la encontramos en los llamados "bienes públicos". Supuestamente, existen una serie de bienes que, una vez producidos, pueden consumirse en cantidades casi ilimitadas, sin coste adicional alguno, y que, para más inri, no permiten la exclusión de estos usuarios adicionales. Un ejemplo recurrente es el faro: una vez construido, todos los barcos se benefician de su luz, sin que sea posible excluir a los barcos que no han pagado.
Estos "gorrones" se conocen en la literatura económica como free-riders, personas que se benefician del bien pero que no han contribuido a financiarlo. En principio, esto supone un impedimento para que los bienes públicos sean provistos de manera privada (sin la coacción del Estado): todo el mundo intentaría que fueran otros quienes pagaran por ese bien que, una vez fabricado, beneficiará a todos. En este contexto, se apela a la intervención del Estado para que obligue a todos los futuros consumidores a contribuir coactivamente a su pago.
Afortunadamente, las críticas teóricas solventes a este ruinoso concepto ya han comenzado a emerger. Pero, además, para mayor pataleo de los estatistas, tenemos ejemplos por doquier de bienes supuestamente públicos que han sido producidos de manera privada sin mayores problemas. Uno de ellos es la caridad; otro, las Fallas.
Pensemos de nuevo en las Fallas. Una buena parte del espectáculo que ofrecen está disponible para una pluralidad de personas, que en su mayor parte, no han pagado nada. Cada falla se construye gracias a las contribuciones voluntarias de sus socios; no es necesario ningún tipo de coacción para financiar la compra de ninots o el lanzamiento de los castillos de fuego a cargo de cada asociación fallera. Valga como clarificador ejemplo la falla Nou Campanar, cuyo presidente, Juan Armiñana, ha invertido la friolera de 600.000 euros, esto es, más de 100 millones de las antiguas pesetas; todo ello sin necesidad alguna de coacción, represión o violencia.
Los teóricos de los "bienes públicos" son incapaces de darse cuenta de que su estrecho modelo de racionalidad (basada en la maximización mecanicista de los beneficios monetarios) no encaja en un mundo donde los individuos también actúan impulsados por la amistad, el amor, la caridad, la compasión o la tradición.
A los valencianos no necesitan explicarnos cómo solucionar el problema de los bienes públicos. Los centenares de fallas que pueblan cada año la ciudad son una buena prueba de ello.
Vandalismo y vándalos
Al principio del artículo decíamos que no podemos arrebatar a los individuos los medios que ellos mismos han producido para satisfacer sus propios fines; luego, que las fallas pueden producirse de manera privada, sin necesidad de coacción pública.
Precisamente porque el asociacionismo voluntario de los valencianos es tan poderoso y pujante, uno no puede más que sorprenderse de que subsistan costumbres tan primitivas como que el Ayuntamiento tenga su propia falla, costeada con los impuestos de todos los valencianos. Que hace unos días unos vándalos la quemaran precipitadamente sólo ilustra el trágico destino del dinero expoliado por la Administración: las cenizas de la represión.
La paradoja de las paradojas es que, mientras esos asaltadores van a ser perseguidos por haber atentado contra la falla del Ayuntamiento, el Ayuntamiento no va a ser perseguido por atentar contra la propiedad de los valencianos.
Ningún acto de iniciación de la violencia es legítimo: ni el robo inicial ni la quema posterior. Nuestros políticos deberían ser menos demagogos: el acto vandálico contra la falla del Ayuntamiento, por el que tanto claman, es perpetrado diariamente por ellos mismos cuando succionan nuestra renta. Cada uno debe responder por sus delitos; también los políticos.
Las fallas como modelo de Alianza de Civilizaciones
Las fallas han sido desde siempre y por encima de todo un grito de sátira y crítica social. Ningún personaje popular se libra de aparecer ridiculizado antes de la quema. Pero hete aquí que los censores socialistas, que también abarrotan el Partido Popular, no han dudado en presionar a las fallas para que se "autocensuren" y eviten cualquier crítica a Mahoma o al Islam.
Las opiniones ajenas podrán parecer verdaderas o falsas, agradables o desagradables y comprensibles o incomprensibles, pero, en todo caso, las opiniones no delinquen. Sólo cuando se inicia la violencia física tenemos un justo derecho a la defensa; de otra forma estamos confundiendo la iniciación del ataque con el pretexto de la falsa protección.
La ofensa de los sentimientos –tampoco de los religiosos– no es argumento suficiente para iniciar la violencia. Si cualquier ofensa individual o generalizada concediera un derecho de represalia, la guerra civil y la destrucción de la sociedad devendrían inevitables.
El respeto no pasa tanto por no criticar al prójimo cuanto por no atacarlo. Es mucho más respetuoso quien critica mordazmente pero de forma pacífica que quien de manera disimulada reprime al prójimo.
El islamismo no puede gozar de prebendas que amparen la restricción de la libertad individual. Como creencia de millones de individuos, queda amparada por los mismos derechos que ostenta cada uno de esos individuos.
La presión y el chantaje del Estado contra la propiedad privada de las fallas resultan del todo inaceptables; a quien no le guste que no mire: en una semana habrá desaparecido entre las llamas. A buen seguro no podremos decir lo mismo de la opresión del poder político.
Conclusión