Con el lema de "Que trabajen otros", los promotores de la pereza dicen que ésta es un derecho que el ser humano debe cultivar como lo que es, un don. Incluso hay grupos incitadores, fundados en el pensamiento griego que reza que el hombre ocioso es libre.
Como decía mamá, "Bueno es cilantro, pero no tanto".
Algunos, con exceso de optimismo, señalan que la pereza salvó de morir a muchos hispanos en las Torres Gemelas porque llegaron tarde al trabajo. No me hace feliz saberlo. Otros argumentan que la pereza es necesaria en la clase obrera, para que no haya sobreproducción: el exceso colapsaría la economía.
Recuerdo cuando, en épocas pretéritas, en mi país los pueblos se paralizaban al mediodía porque la mayoría de los empleados se iban a sus casas a merendar y después dormían la siesta. Era una misión imposible lograr que un burócrata te atendiera. Los que se quedaban en las oficinas acabaron siendo exitosos empresarios o gamonales del pueblo. En ese tiempo aprendí mi primera lección sobre la pereza: el que la padece, pierde.
En Colombia hay una raza que saca la cara por todos: los paisas, nacidos en Antioquia y el viejo Caldas, quienes, por lo general, no se varan en ninguna parte ni se arrugan ante nada, es decir, nunca se niegan cuando se trata de negocios, producir dinero y servir a la gente. Están dotados de esa cualidad, pero la mayor parte del resto padece la enfermedad, como si estuviera enraizada en los genes.
La pereza se niega a desaparecer de la cultura de América Latina, y ese mal innato es lo que hace que el nuestro sea un continente que se mueve a cámara lenta. Si bien es cierto que nada es más delicioso que un buen almuerzo seguido de una cabezadita en la hamaca, no lo es menos que la pereza tiene altos costos para la economía.
Parte del atraso en que vivimos en "la tierra de la esperanza" –como denominaba el papa Juan Pablo II a Latinoamérica– tiene que ver con la irresponsabilidad y la holganza. Él no sabía cómo somos: cuando la pereza asedia, ni siquiera alzamos una moneda del piso. O quizá es que solo conoció paisas.
Por otra parte, la pereza la induce el mismo progreso. Enviamos mensajes de texto para llamar a comer. Usamos el carro para ir a comprar la leche y el pan del desayuno. Buena parte de los aparatos y el mobiliario domésticos los manejamos por medio de dispositivos electrónicos, desde la cama hasta el sofá, pasando por la televisión.
Aunque con frecuencia y por pura costumbre repito la muletilla "¡Qué pereza!", al punto reacciono y corrijo: "¡Qué pereza la pereza!"; porque la pereza engorda y hace que nos suba el colesterol, se nos atrofien los músculos y que disminuyan tanto la comunicación familiar como nuestros ingresos.
Cada vez que terminamos un año, los latinoamericanos albergamos ciertos propósitos: cultivar el cuerpo, bajar de peso, atender más a los hijos, ir a visitar a los abuelos; pero casi nunca ofrecemos ser más productivos y esquivar la vagancia.
¡Feliz año nuevo, aún! Y les aconsejo ponerse oficio.
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