Si bien el modelo y sus conclusiones fue duramente criticado por la inmensa mayoría de los climatólogos, fue muy bien recibido por la prensa y por un movimiento ecologista que hasta hacía nada trataba de alarmar a la ciudadanía de los países desarrollados con la supuesta llegada del Apocalipsis de la mano de una gran glaciación. En 1990, espoleada por el modelo de Hansen y otros similares, las Naciones Unidas organizaron uno de esos circos a los que nos tiene tan acostumbrados –y al que en esta ocasión llamarían Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC)– para tratar de hacer creer al mundo que el medio político y no el económico soluciona los grandes problemas del planeta como, supuestamente, sería el caso de un clima con temperaturas alocadamente ascendentes por culpa de la actividad –económica– humana.
Por desgracia para el movimiento, 1997 tenía que llegar algún día y los datos reales sobre la variación de las temperaturas se conocerían. En efecto, resultó que el calentamiento de aquellos 10 años se había quedado reducido a 0,11 grados centígrados según las estaciones meteorológicas situadas en tierra, casi cinco veces menos de lo esperado por los alarmistas. Ahora bien, si se tomaban los datos más precisos de los que se disponía, las mediciones mediante satélites, el calentamiento no sólo no había existido sino que las capas bajas de la atmósfera habrían experimentado un enfriamiento de 0,24 grados centígrados.
A pesar de que el IPCC había hecho el ridículo más espantoso al dar por buenos los modelos faltos de respaldo científico que la realidad se encargaría de desbaratar, el plan para rescatar al mundo del gran peligro fraguado, según el movimiento radical ecologista, por el egoísmo capitalista, no se iba a detener. Así, el IPCC de 1995 reconoció la veracidad de las críticas científicas a la teoría del calentamiento global, pero sugirió que podía ser que los efectos nos resultasen invisibles debido a la interacción de otras emisiones humanas –concretamente los sulfatos- que estarían ocultando la peligrosa realidad subyacente. Vamos, que aunque no se hubiese podido verificar su existencia, el calentamiento antropógeno del planeta estaría teniendo lugar de manera imperceptible. ¿Y qué otra cosa podíamos esperar de unos señores que cobran enormes sueldos y majestuosas dietas por reunirse y planificar la salvación de todos los seres vivos del planeta?
Así es cómo nace el acuerdo para poner en marcha un plan de salvación mundial consistente en reducir la emisión de los gases que supuestamente estarían provocando el calentamiento del planeta, también conocidos como gases de efecto invernadero (GEI). El protocolo, llamado de Kyoto en dudoso honor a la ciudad que acogió su redacción, es un documento a través del cual, una vez ratificado por los gobiernos o parlamentos de los países firmantes, éstos se comprometen a que sus ciudadanos limiten las emisiones de dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, hidrofluorocarbonados, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre. El objetivo consiste en reducir el nivel de las emisiones humanas de esos gases en "no menos del 5% al de 1990 en el periodo de compromiso comprendido entre el año 2008 y 2012." Para lograrlo, además de recomendarse el fomento del desarrollo sostenible, la promoción de "sistemas agrícolas sostenibles a la luz de las consideraciones del cambio climático" o la reducción de las deficiencias del mercado y de cualquier incentivo fiscal o libertad comercial que pueda ser considerada contraria al fin último e incuestionable de un desarrollo sostenible sin cambios climáticos, se determina el nivel definitivo al que cada país tiene que limitar sus emisiones. Quién sabe si conscientes de la radicalidad del proyecto y de las catastróficas consecuencias socio-económicas a las que su cumplimiento tiene que dar lugar, y que luego analizaremos, los redactores del protocolo de Kyoto previeron en el artículo 6 la creación de un mercado de derechos de emisión en el que los países o las empresas poseedoras de estos derechos podrían venderlos a otros países o empresas y, así, dispersar, retrasar y difuminar los efectos sobre la economía mundial. Para garantizar el cumplimiento, el protocolo anuncia el nombramiento de comités de expertos que controlen la viabilidad de los planes nacionales y la veracidad de los informes anuales sobre cumplimiento que el protocolo requiere a los gobiernos de los países firmantes. Además, se establece que los países desarrollados que firmen el tratado cooperen con los países pobres, mediante ayuda financiera y tecnológica, para dotarles de aquellas tecnologías que ayuden a limitar sus emisiones de gases y a logar un desarrollo sostenible de sus economías.
Por lo que atañe a España, en el año 2012 las emisiones de los GEI no deberán exeder en un 15% el nivel de 1990. Ese dato se traduce en la menor cuota de emisiones autorizadas de CO2 en toda Europa: 8,1 tonelada por habitante y año, la mitad que, por ejemplo, Irlanda. Además, como era de esperar, la realidad productiva de este país se ha encaminado por otras direcciones. En el año 2000 las emisiones ya eran un 33,7% superiores a las de 1990 y se calcula que en el año en curso debemos de haber sobrepasado holgadamente las del año de referencia en más de un 40%. Si el gobierno socialista no estrangula las previsiones de crecimiento más moderadas, y aún contando con un fuerte incremento en la eficiencia de los procesos productivos, en torno al año 2010 el diferencial entre la reducción comprometida a través de la ratificación del salvaje protocolo de Kyoto y el incremento de las emisiones asociadas al crecimiento esperado en un entorno de mayor eficiencia energética y productiva sería de un mínimo de 41 puntos porcentuales. Ese diferencial supondría la necesidad de adquirir anualmente derechos de emision para unas 125 millones de toneladas de emisiones, lo que supondría un desembolso de entre 1875 y 3750 millones de euros anuales. Para hacerse una idea de lo que suponen esas cantidades astronómicas, un valor medio de dicha horquilla representaría más del doble del Fondo de Cohesión que España recibió de la UE en el año 2003 o algo más que la aportación del Estado al Fondo de Reserva para Pensiones.
Pero de acuerdo con el régimen de comercio europeo de derechos de emisión, hay sectores regulados que soportarán la inmensa mayoría de la carga y sectores no regulados que se verán algo más liberados. En el año 2000 el 59,9% de las emisiones provenían de sectores no regulados como el transporte, la agricultura, la alimentación, los servicios o las emisiones residenciales. Así que los sectores regulados (Eléctrico, refino de petróleo, cemento, cal-vidrio-cerámica, papel y siderurgia) tendrán que bailar con la más fea en el cumplimiento del protocolo de marras. El panorama no puede ser más desolador. El sector eléctrico, previsiblemente el más afectado por el protocolo y contra el que el mismo pareciera estar diseñado, espera tener un déficit en nuestro país de 12,2 millones de toneladas anuales lo que, en caso de haber suficientes derechos en venta a los precios estimados actualmente, podría costarles 244 millones de euros anuales. Tan sólo la preponderancia de una ideología roji-verde totalmente fanatizada puede explicar que ni siquiera bajo estas circunstancias se le permita a las compañías aumentar la producción de energía a través de nuevas centrales nucleares que pueden producir gran cantidad de energía barata y que no emiten gases GEI.
En un estudio reconocidamente moderado en sus conclusiones, Price Waterhouse & Coopers estima que el cumplimiento del protocolo costará como mínimo a los españoles la friolera de 19.000 millones de euros entre 2008 y 2012. Además, sus autores se muestran convencidos de que provocará un incremento adicional de la inflación de 2,7% en el año de su puesta en marcha, una reducción inmediata del PIB de casi un 1%, una previsible deslocalización de parte de la industria española hacia países donde el protocolo no se haya firmado o en los que tengan excedentes de derechos de emisión, y un fuerte encarecimiento de la energía. A estas consecuencias inmediatas sólo pueden seguirle el aumento del desempleo, la desaparición de industrias relativamente pequeñas y estancamiento económico general.
Además, a nivel internacional se producirá una distorsión de la competencia y una disminución de la productividad global que sufrirían especialmente los países más pobres. Por un lado, las empresas terminarán estableciéndose en lugares donde, a pesar de haber peores condiciones de negocio, la ausencia de limitaciones irracionales sobre la emisión de GEI las hace más atractivas. Por el otro lado, los países con exceso de derechos podrán subvencionar aquellas industrias que los gobernantes consideren necesario. El resultado no es otro que una gigantesca patada a la estructura de la división del trabajo internacional que dejará de tener relación con la productividad relativa de los factores de producción según las distintas regiones.
Visto el enorme coste económico y, como tanto gusta decir a nuestros intervencionistas, social, la pregunta salta a la vista hasta del más ciego: ¿qué es lo que se espera conseguir si afrontamos esos enormes costes del cumplimiento de la imposición de limitaciones a la emisión de gases GEI y, por consiguiente, a la producción industrial y energética? ¿En cuántos grados lograríamos mitigar el hipotético aumento de las temperaturas? Pues bien, aún aceptando a efectos dialécticos las previsiones del IPCC, que han demostrado ser sistemáticamente exageradas, de un incremento de 2 grados centígrados para el año 2100 –tomando 1990 como base- los expertos calculan que si todos los países firman y cumplen el protocolo la temperatura media de la tierra se reduciría 0,07 grados centígrados. Esta cifra es tan pequeña que ni los termómetros terrestres pueden medirla de manera fiable. Si tenemos en cuenta la hipótesis más probable según los climatólogos, de un calentamiento hasta el año 2100 de un grado centígrado, el ahorro de calentamiento sería tan sólo de 0,04 grados centígrados y si tenemos en cuenta que no todos los países piensan cumplir con el protocolo, la reducción en la temperatura global de la tierra gracias al plan de Kyoto resultaría estar muy por debajo de 0,03 grados centígrados; probablemente menos de 0,02. ¿Y para esa despreciable reducción de la temperatura media del planeta vamos a destrozar de manera salvaje nuestra economía? Esta actitud suicida es lo que hizo retirarse a EE.UU. y es uno de los argumentos que esgrime Rusia para su reticencia a la hora de ratificar el protocolo. Asi, los EEUU, guiados por la responsabilidad y la racionalidad seguirán la senda de progreso mientras que Europa, instalada en el radicalismo ecologista y la irracionalidad más absoluta conducirá a sus habitantes a una auténtica travesía por el desierto.
Y es que las consecuencias del tratado no podían ser otras si tenemos en cuenta que el protocolo de Kyoto no es más que un nuevo intento de planificación central de la economía a través de nuevos medios. Un plan que a juzgar por sus evidentes y nefastas consecuencias inmediatas sobre la actividad industrial y energética de los países desarrollados, parecería estar diseñado minuciosamente por enemigos del capitalismo de la talla de Lenin o Stalin. Sin embargo, cuando se trataba de su imperio comunista ambos trataron de incrementar la producción energética e industrial porque sabían que sin ese incremento no había ninguna posibilidad de mejora de la calidad de vida.
Afortunadamente, ningún estudio científico ha descubierto la existencia de un calentamiento global del planeta que pueda ser considerado peligroso para el hombre. Pero cuando lo haya, y lo habrá algún día porque el clima siempre ha sido cambiante y el ser humano no tiene capacidad para evitarlo, sólo será posible mitigar sus efectos sobre la salud y la economía de los seres humanos si los individuos pueden ejercer su ingenio en un entorno de libre mercado donde poder poner a prueba las diferentes formas de salvarnos. Esto es así de sencillo porque sólo el mercado libre incentiva el ahorro de los recursos que serán necesarios en esos momentos difíciles y sólo en el mercado libre los empresarios, o sea, todos nosotros, nos encontramos con la auténtica estimación de los recursos para sus distintos usos en necesidades urgentes para individuos concretos y para la raza humana en su conjunto. Si algún día nos encontramos ante una catástrofe climática global, posiblemente la podamos afrontar. Pero sólo mediante más libertad y más capitalismo y no mediante planes salvajemente colectivistas como el Protocolo de Kyoto.
Gabriel Calzada es representante del CNE para España
Libertad Digital les ofrece una serie completa de artículos temáticos a cargo de jóvenes pensadores sobre el controvertido Protocolo de Kioto y las consecuencias que su aplicación tendría en la economía y el medio ambiente globales. Una visión diferente para un tema de candente actualidad.
Serie "Contra el Protocolo de Kioto"
1.- ¿Se está calentando el planeta?, por Fernando Díaz Villanueva
2.- ¿Qué es el Protocolo de Kioto?, por Gabriel Calzada
3.- Vuelta a la caverna, por Daniel Rodríguez Herrera
4.- Despídase de su coche, por Gorka Echevarría
5.- Desindustrialización forzosa, por José Carlos Rodríguez