Hasta hace poco veíamos frecuentemente a gobernantes “democráticos” abrazados y sonrientes con Fidel Castro. Recuerdo mi sorpresa, hace 10 años, al ver una foto de Castro en la oficina del director de uno de los diarios más grandes de Suramérica. No es probable que volvamos a ver esas cosas; la velocidad y proliferación de la información es el mejor antídoto contra la opresión.
Lo que todavía no está claro es que en todo aquello donde el mercado funciona con libertad, los avances del último cuarto de siglo han sido extraordinarios: las comunicaciones, el transporte, la productividad tanto del obrero industrial como del oficinista y del proveedor de servicios, la menor porción de ingresos que las familias tienen que gastar en alimentación y vestido, la multiplicación de opciones en todo lo que compramos, desde bolígrafos hasta automóviles.
Pero tenemos que reconocer que en todo aquello donde el gobierno mete su pesada mano, la situación lejos de mejorar retrocede, los costos se disparan, todo se complica y nos sentimos atrapados por regulaciones, a menudo contradictorias e incomprensibles, promulgadas para favorecer a sindicatos, abogados litigantes, empresarios proteccionistas, activistas ambientalistas y demás grupos de presión que utilizan a poderosos cabilderos. Me refiero a cuestiones tan importantes como la seguridad personal, la educación, la medicina y el libre desplazamiento de personas a través de las fronteras.
La policía ha perdido parte del respeto que el ciudadano le tenía. Ello se debe a múltiples razones. Aunque las cárceles están más llenas que nunca, la gente se siente más desprotegida. En parte, porque muchos de los encarcelados están presos por cometer delitos sin víctimas: los agarraron fumando o intercambiando marihuana, tomando calmantes sin prescripción médica, tratando de cruzar la frontera sin visa. Mañana los pondrán presos por fumar cigarrillos en presencia de sus hijos. Por su parte, la policía se interesa menos en detener ladrones que a quienes conducen por encima del límite de velocidad o se hayan tomado un par de tragos de más. Recientemente me sentí de vuelta al tercer mundo: un sábado por la noche presencié barricadas de patrullas policiales parando y pidiendo identificación a la gente. Hoy, utilizar un aeropuerto en EEUU es más desagradable que lo que recuerdo del aeropuerto de Santo Domingo en tiempos de Trujillo.
El 17 de mayo se cumplen 50 años de la decisión de la Corte Suprema eliminando la discriminación racial en las escuelas de EEUU. Lamentablemente, medio siglo más tarde hay más segregación en las escuelas del gobierno que antes. ¿Por qué? Porque las peores escuelas del gobierno están en las zonas más pobres, donde hay alta concentración de minorías étnicas. Los políticos y gobernantes lo saben e inscriben a sus hijos en colegios privados. Prefieren condenar a millones de niños a una pésima educación a enfrentarse a sindicatos de maestros que se oponen a que los padres reciban cupones del gobierno para inscribir a sus hijos en buenos colegios, los cuales a menudo son más baratos.
Hasta hace unos 25 años, una consulta médica y la compra de las medicinas recetadas no nos perforaban el bolsillo. Gracias al socialismo intervencionista, hoy cada médico necesita de múltiples ayudantes para cumplir con las regulaciones y debe dedicar más tiempo a éstas que a sus pacientes. Y la inversión promedio requerida para desarrollar un nuevo medicamento se disparó de 230 millones de dólares en 1987 a 1.000 millones hoy. Los burócratas quieren asegurarse que el nuevo medicamento no sea nocivo, pero parece importarles poco el número de muertes causadas por el retraso y por el aumento del costo. Y los laboratorios farmacéuticos entonces actúan como todas las empresas reguladas: no desarrollan nuevas vacunas porque no recuperarían la inversión y utilizan las regulaciones para cerrarle las puertas a competidores potenciales. Después de todo, ¿cuántos están dispuestos a invertir 1.000 millones en una nueva idea que puede fracasar? Alexander Fleming jamás hubiera conseguido una cantidad similar para descubrir la penicilina.
El problema es el crecimiento del gobierno: a más gobierno, menos libertad, menos bienestar, menos competencia y menos eficiencia.