Según la sabiduría transmitida por los antiguos griegos, no hay en rigor cosas buenas o malas en sí mismas, sino que su valor proviene del sentido de la medida. De este antecedente se deriva un razonable consecuente, que puede elevarse a la categoría de máxima ética: “Nada en exceso”. Pues bien, el juicio sobre la situación política española actual se podrá teñir de mayor o menor optimismo según la ponderación que se haga de su cuenta de resultados y de lo más o menos provechosa que a uno le salga. Con todo, no pueden menospreciarse los grandes esfuerzos y padecimientos que todo ello contrae y lo que tantos españoles sufrimos para llegar políticamente a fin de mes. Y es que para apreciar el valor de un producto debemos evaluar también sus costes. No es que el sufrimiento sea siempre pernicioso; lo es (ya lo hemos indicado) cuando alcanza el grado de demasía o cuando se juzga innecesario. Decimos, entonces, como en referencia a la violencia y al dolor, que nos hallamos ante un mal injustificado (lo que no quiere decir “injusto”) o “gratuito”.
Debemos sospechar por norma de todo producto que se ofrende como gratis. Si aceptamos que el poder absoluto corrompe absolutamente, ¿por qué no concluir, asimismo, que el reclamo publicitario del “gratis total” agravia y nos grava la vida totalmente? En campaña electoral, o electoral permanente, no hay nada más cómodo y gratuito que formular promesas y hacer compromisos, sobre todo por parte de quienes no tienen el “poder” ni la posibilidad fundada de cumplirlos. Y digo “poder” y no “voluntad”, porque en la política, como en la vida, actúa el principio, ya vislumbrado por Nietzsche, de la “voluntad de poder” más que el del “poder de la voluntad”. Entre nosotros, se ha popularizado este sentir con la célebre divisa que servía de encabezamiento a muchos de los discursos del ex presidente Adolfo Suárez y que rezaba aquello de “Puedo prometer y prometo…” Sin dejar de ser una expresión retórica más, tampoco podrá negarse que anuncia una conducta competente.
Hacer promesas implica estar en condiciones de cumplirlas. Además, el mismo hecho de enunciarlas ya compromete al individuo en un estricto acto de habla. ¿Por qué? Porque el compromiso convoca una promesa de respuesta. Aquel que no responde ni se hace cargo de sus actos puede considerársele éticamente un irresponsable. Prometer ser responsable no es remedio, sino impostura, pues conlleva la confesión de la tácita irresponsabilidad. Lo mismo ocurre con quien se compromete a ser sincero: está reconociendo en ese momento que no lo es, aunque tenga la voluntad de serlo en un futuro… Ahora bien, el político que dictamina que las promesas electorales se hacen para no cumplirlas, ése es un maestro (y “viejo profesor”) del cinismo político, perpetuado hoy por los prepotentes catedráticos socialistas que exhiben la alianza de la ética y la política a modo de bien patrimonial, y que nadie sensato podrá cuestionar porque han dado su palabra (de ley) como garantía.
Comoquiera que en España llevamos en campaña electoral más de un año, y la cosa no ha terminado todavía, ya deberíamos estar avisados de quienes prometen la utopía, más moro que oro, menos ladrillo y más martillo, y, sobre todo, el milagroso “más por menos”. En estas semanas previas a las elecciones generales del 14 de marzo, el sector más trompetero y recalcitrante de la Izquierda (IU, pero también ERC, BNG y demás grupúsculos sediciosos) no cambia su discurso, o más bien, soflama, porque sabe que nada tiene que perder, y aunque no gane, siempre cuenta con ser rescatado por el hermano mayor, más “responsable” y “moderado” (el PSOE, pero también el PNV o CiU), para tocar poder. Se ha visto en el País Vasco y en Baleares, ahora en Cataluña, y se intentó en la Comunidad de Madrid. Y sabemos qué ocurre cuando los exaltados asaltan las instituciones y las someten al dictado del diálogo, la paz y el progreso.
Sencillamente, estos aciagos episodios, más los tremendos y bochornosos que les han servido de fondo y coro —Huelga General Política de verano de 2002; Prestige en la temporada otoño-invierno; Guerra de Irak y golpe incivil callejero para preparar la moda primavera de 2003; espectáculo de esperpento en la Asamblea de Madrid para caldear la caldera del largo y cálido verano del 2003, etcétera, etcétera—, esta exhibición y manifestación, digo, de irresponsabilidad y sectarismo no pueden ahora taparse con el celofán de las promesas. Zapatero no se pasea ahora por los bulevares junto al Camarada Llamaradas, e incluso rehuye su contacto, pero sigue guardándolo en la recámara para cuando lo precise. El PSE, con sus guiños cómplices al PNV y su confesada apuesta por el modelo de acción del Tripartito catalán, se dispone para el diálogo con ETA. Y en éstas viene Zapatero prometiendo no formar Gobierno si no obtiene más votos que el PP, o sea, jugar limpio, sin trampas ni atajos ni golpes bajos (ahora sí, de veras).
En fin, en democracia hay que dar la palabra a todos, pero resulta verdaderamente “morboso” no hacer distinciones según quién la emplee. Aznar hace la promesa de no presentarse a una tercera legislatura y la cumple, pero para muchos eso no vale, porque es muy serio… Zapatero se compromete a ganar las elecciones democráticamente, y su gesta es calificada por sus medios afines de audaz y valiente… ¿Cómo sobrevivir hasta marzo? Benigno Pendás suspiraba en un artículo reciente por las cosas sencillas y amables en la presente marejada política: “Vivir. Sencillamente, vivir. Liberar a los mejores de la carga insufrible de contestar a Ibarretxe o a Carod” (ABC, 17/1/2004). He aquí un saludable deseo para este año que no todos podrán ver satisfecho. Aznar sí, que de buena se ha librado.