Ambos comparten un similar discurso desdeñoso hacia España y un patente disgusto por los sentimientos patrióticos dirigidos a la Nación, ese “gran relato”, que, según el posmodernismo progre, debe pasar a la Historia. Hablan así despectivamente de “nacionalismo español” para referirse a la voluntad de unidad y orgullo nacional que anida en millones de españoles, y, para mayor intención deslegitimadora y afrentosa, la vinculan a una “sensibilidad” hermanada con el pasado franquista, infectada de fascismo. No importa que las últimas aportaciones del republicanismo deconstructivo, intentando poner à la dernière mode los postulados ideológicos de la izquierda, pretendan maquillar y disimular la tendencia rompedora con exquisitas cogitaciones sobre un “patriotismo constitucional” de uso exclusivo, o con un independentismo travestido de federalismo asimétrico. Ya no engañan más que al transido talantoso o al atacado de mentecatez progresiva.
El caso es diferenciarse del discurso nominalmente nacionalista por medio de piruetas dialécticas compuestas por genuinos sofistas bien dispuestos y mejor remunerados para hacer de la perversidad virtud, del nacionalismo de derechas un soberanismo republicano de izquierdas y del rancio internacionalismo un cosmopolitismo sin fronteras a lo intermón. Dicen así que su programa es de otra condición, o sea, más progresista, de naturaleza cívica y participativa, incluyente e integrador: nada que ver con las políticas del PNV o de CiU. Sin embargo, desde que el nuevo dirigente nacionalista vasco, Josu Jon Imaz, se ha apuntado oportunamente a las propiedades balsámicas y reconstituyentes de la “nación cívica” y desde que socialistas y comunistas comparten programa de gobierno con grupos soberanistas, como Esquerra Republicana de Cataluña, y unidad de acción con agrupaciones como el Bloque Nacionalista gallego, resulta más evidente que nunca que tales distinciones responden a disputas electorales e identificaciones partidistas más que a profundas disparidades de hecho. Al menos en lo que tiene que ver con las expectativas sobre el presente y el futuro de España como nación.
Similar doble juego y lenguaje siguen los socialistas con los comunistas. Los mantienen como compañeros de viaje y manifestación, como aves de rapiña y quebrantahuesos a la mano y para dar un fondo carmesí a las narraciones socialistas de cuento rosa, pero los esconden bajo la alfombra cuando hay que ponerse de largo y cortejar al electorado centrista: los socialistas sonríen mejor a la cámara. Les dan trato preferente en determinadas funciones de protocolo tosco y propio de la Rumanía de Ceaucescu; les subvencionan, con la colaboración entusiasta de la derecha que gallardea de relaciones públicas, a sus militantes multiculturalistas, del cinema verité y de las bellas artes, y a sus intelectuales orgánicos, les conceden graciosamente consejerías de Gobiernos autonómicos de fuerte sensibilidad social, pero niegan que con ellos hayan protagonizado un giro a la izquierda. ¿Por qué? Porque los socialistas sí van a las bodas reales y se ponen corbata cuando es menester, y ponen en el Gobierno a ministros de economía favorables al equilibrio presupuestario. Entre ellos, con todo, hay algo así como unas afinidades electivas, una simpatía con mucha física y química que favorecen sus aproximaciones y escarceos. Esto viene de la Historia. Y es cosa de programa.
En una reciente entrevista concedida al diario ABC, la vicepresidenta primera y portavoz del actual Gobierno de Zapatero, María Teresa Fernández de la Vega (por cierto, tratada con guante de seda y aun piropeada por el periódico monárquico: serán los nuevos aires y tiempos letizianos), soltera y sin otro compromiso que el histórico con los pobres y perseguidos por la Justicia, afirma que sus contactos con los marxistas-leninistas se explican simplemente por la razón de que son buenos amigos, nada serio, ni acabarán en boda civil: “La aproximación la hemos hecho tanto el PSOE como IU, y es, como diría Anguita, de programa, programa, programa”. Dejando al margen que el célebre tres en uno de Anguita no pasaba precisamente por los arrumacos con los socialistas, a quienes sólo tocaba con pinzas, ni justificaría tripartitos como los de hoy, llama la atención la obsesión del actual Gobierno por los hechizos del programa. Aunque no maravilla, pues los nuevos/viejos socialistas no se casarán con nadie que no sea de la familia, pero saben trabajar las alianzas, cultivar el sincretismo y manejar el doble juego (o triple) como nadie. Ponen y quitan de los programas electorales lo que les urge, se acogen al pretexto de las promesas de campaña cuando las cosas (o nuestras tropas) se ponen a tiro y deshacen los compromisos sin dar mayores explicaciones, que para eso están la Ser y El País, para justificar lo injustificable.
Los fundamentos de semejante doctrina socialista de nuevo cuño ya no se encuentran en Marx y Lenin, sino en Maquiavelo, que por algo sus comités de expertos y sabios lo tienen como maestro de republicanismo. En el capítulo XVII de El príncipe (“De qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada”), escribe el florentino: “No puede, por tanto, un señor prudente —ni debe— guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero —puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra— tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya”. Mas ¿y si se entera el pueblo —quiero decir: la ciudadanía— de la fullería y se enoja? Recomendación maquiavélica: “Pero es necesario colorear bien esta naturaleza y ser un gran simulador y disimulador: y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que el que engaña encontrará siempre quién se deje engañar”. Esto decía Maquiavelo en 1513, cuando pretendía ganarse el favor de los Médici con el fin de “formar un ejército para poder con la virtud italiana defendernos de los extranjeros” y construir la unidad de la patria, limpiando las llagas y las heridas producidas por las querellas internas de los italianos que querían ser antes que nada lombardos, napolitanos o toscanos. Pues bien, para los socialistas de la era Zapatero se está con el jacobinismo republicano cuando conviene y con el nacionalismo independentista cuando toca. Pero, en el fondo, siempre palpita en ellos el alma de los Borgia: o César o nada.