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ANÁLISIS

Preparar la posguerra, en Irak y en España

Cuando en el frente de Irak comienza a prepararse el “día después” de la guerra, muchas gentes en España siguen atacadas por las pasiones de la alteración, la ira y la indignación.

Exhiben sus emociones ásperas naturalmente sin moderación, pero también con mucha escenografía, bastante artificio y no poca desvergüenza. Con estas armas básicas, han avivado un levantamiento de masas. Es hora de llamar a la desmovilización general.

La tercera guerra de Irak ha supuesto, sin duda, un revulsivo y un incentivo de conductas desatadas en la sociedad civil, aunque aquélla está muy lejos de significar su causa y su origen auténticos. Las pasiones más fieras se manifiestan en el más común de los mortales a la menor ocasión y por múltiples motivos, en especial cuando se pierde la razón, o se la pone al servicio de la pura pasión, lo cual representa más que enajenarla, dejarla prestada y, estrictamente hablando, suspenderla. Hay asimismo individuos muy predispuestos a la presión de las pulsiones, sujetos poco contenidos, que llevan el pulso habitualmente acelerado, sea por efecto del temperamento, de las malas compañías, de las malas digestiones o por la excitación que les trasmiten determinadas ideologías o mensajes pugnaces. Otros se dejan llevar, sin más.

El espacio de la política se encuentra particularmente expuesto al virus de la alteración, pues sabemos que es el territorio de alter, de los otros, del contacto y el contagio, de la comunicación y la propaganda, de la animación y la exaltación. Y es que la política constituye el ámbito de la publicidad y la exposición, pero también de la comedia, del drama y aun de la tragedia. Los antiguos griegos eran personas muy inclinadas a la vida pública, la asamblea y el ágora; componían un pueblo que vivía a la intemperie, pues, entre otros motivos, el clima acompañaba, y así inventaron la filosofía peripatética, la retórica y el teatro: ese gran pueblo de actores, como lo caracterizó F. Nietzsche. Salir al escenario implicaba ponerse la máscara, normalmente con dos expresiones: de risa y de llanto, la que representaba el gesto alegre y el gesto agrio. Es hora de quitarse las máscaras.

Hoy las calles y plazas españolas siguen agitadas por lemas de fuego y rabia, plagadas de gentes sacadas de sus casillas, descolocadas, furiosas, indignadas y casi diría que enloquecidas, que sin decoro y control descargan sus sentimientos (o algunos de ellos y dirigidos a objetivos muy escogidos) de manera inmoderada y a veces un tanto obscena, invitando a la exaltación del resto de la población. Es hora de que vuelvan a sus casas y a sus casillas.

Se dice que es cosa buena el sacar hacia fuera, o sea, exteriorizar, los sentimientos cuando el dolor profundo, o la alegría desaforada, atenaza a las personas. Y también se escucha que los pueblos que ventilan en la calle sus cuitas y sus protestas, dan fe y lección de vigor y de vitalidad participativa, cívica y patriota, si bien —y esto no se dice tanto— se tornan con facilidad masa levantisca, turbulenta y recalcitrante. No niego que en estas exhibiciones de masas se concentren muchas personas respetuosas y respetables, mucha gente que sabemos que son personas honradas. Pero, por lo general, la indignación que parece animarles adquiere casi sin remedio un tono de desahogo que no siempre puede ocultar cierto descaro y desvergüenza, por no singularizar la osadía y la insolencia.

Semejante liberación de la emocionalidad puede adquirir mayor o menor grado de virulencia, pero sépase que toda descarga que se produce en el interior o alrededor de la masa, propicia el desacato y el desafuero. Les ocurre tal cosa, vulgarmente, a esos individuos que al menor descuido se destapan, se despechugan, se abren las carnes y se rasgan las vestiduras para mostrar camisetas con lemas de paz y de esperanza, pero junto a otros inyectados de ira, odio y con claros signos de exclamación. Pero también aludo a los que se dejan arrastrar por la marea de la solidaridad y las buenas intenciones, por la simplicidad de los postulados invocados y forman de esta manera el coro de una representación bajo la que se amparan las voces protagonistas de los actores de la simulación. Es hora de que la parada civil se detenga y cada individuo retorne a su individualidad; que la multitud se diluya, para que cada uno de sus miembros se pare a pensar y pueda aclararse.

Se dice que tras estas demostraciones públicas, tras las manifestaciones y los manifiestos, tras las pancartas en avenidas y en balcones de viviendas, tras las caceroladas y demás estruendos, se hace patente el impulso y auge de la libertad de expresión. Sin embargo, en muchos de estos despliegues de fuerzas y números de revista, se formulan más signos de exclamación que de interrogación (la masa espesada no duda, sólo clama), menos propósitos de pedir la palabra que de sustituirla por el escopetazo de lemas, como “¡Aznar, asesino!” o “¡Egunkaria aurrera!” o “¡No en mi nombre!” En una progresión de delirio metafísico que tanto puede conducir al absurdo como al nihilismo, no falta ya quien se está pasando de la consigna de “¡No a la guerra!” a la de “¡No a la muerte!”

Ordinariamente la indignación no supone más que una pose, una impostura, una representación fachosa, un artificio que anhela ser acto de atribución automática de razón y verdad; las más de las veces, el grito que acompaña a esta emoción no supera la condición de voz impostada, de puro camelo y de burda estrategia; de comedia bufa y aun de indignidad en el momento en se aspira con ello a monopolizar hasta la moral en su conjunto. Bien supo percibir Marshall McLuhan las trampas de una emoción maltratada por los desvergonzados cuando definió justamente la indignación moral como la estrategia a la que recurre el necio para dotarse de dignidad.

Los unos por los otros, y muchos reunidos, han compuesto la gran coartada para el despliegue de la revancha política que llevan a cabo aquellos que nunca alcanzarán la gobernabilidad de una nación por medio de las urnas, o bien de quienes la han obtenido a través de éstas, pero nunca perdonarán que otros se la hayan arrebatado en buena lid y no lo hagan peor que ellos. Porque hoy la coartada para la insurrección de la izquierda, tras su resurrección, se denomina “opinión pública”. No hay más que leer o escuchar a los guionistas de la nueva y peculiar “escopeta nacional” que hoy se escenifica en España. Todo vale (donde “todo” significa en verdad todo) para “parar la guerra”, y de paso derribar al “Gobierno ilegitimo” de Aznar, porque la inmensa-mayoría-de-los-españoles-ya-se-han-manifestado, y el clamor popular es así diáfano e inapelable. Se han crecido y se han visto tan legitimados en la sopa de letras y lemas cocinada, están tan excitados, que están embobados ante la sopa boba. Y no van a dejar pasar la ocasión.

Uno se maravilla al observar cómo al calor de unos sentimientos generales de paz, de defensa del débil y de reprobación del fuerte (David y Goliat) y a base de puro candor y simplicidad, hemos llegado a esto. Uno se sorprende de ver cómo el Gobierno no ha sabido, por el contrario, acoger, potenciar y encauzar los sentimientos de seguridad, de prevención del terror, de protección de las víctimas y de repudio de las dictaduras y de los tiranos, que podrían ser igualmente compartidos por la muchedumbre. Mas debe señalarse que no es tarea fácil el armar un discurso democrático coherente y ordenar una acción política inteligente cuando la estrategia de la indignación y del todos contra uno, sin duda, ha funcionado. Hay que desvelar quién está sacando ganancias en ese escenario y, con ese fin, destapa la indignación en su reclamación o hace gala de la mayor desvergüenza en su exigencia: ésos suelen ser los que sacan partido y beneficio, sea en transacciones comunes, sea en perspectivas electorales próximas, en desafíos autonómicos y aun secesionistas al Estado, en el horizonte de negocios mediáticos en marcha, o sea simplemente por afán de incordiar (tal y como proclamó con insuperable arte poético el Nobel Saramago, al reconocer ante miles de manifestantes que allí no se acudía para conseguir nada —parar la guerra—, sino que iban de moscardones atacando las partes bajas del Gobierno. Fuertes aplausos).

Se ha sacado tanto provecho de la comedia de la indignación y de la desvergüenza que sus promotores y actores no van a ceder por propia iniciativa y convicción, o por arrepentimiento. Acaso la única manera de parar esta Gran Manifestación, la Gran Manipulación, que recorre España y amenaza con desequilibrarla sea que el público —el cual, conscientemente o no, ha ayudado a formarla— facilite ahora su disolución, disolviéndose pacíficamente, mientras exclama con la misma firmeza de antes: “No en mi nombre”.

Fernando R. Genovés es filósofo y ensayista. Su último libro publicado lleva por título Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Ed. Síntesis, 2001.



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