Acabamos de tener un ejemplo muy claro en el caso Echevarría, Ignacio, crítico habitual de Babelia, que ha sido despiadadamente expulsado de dicho suplemento por haber traicionado su "línea editorial", línea que consiste exclusivamente en elogiar y mimar sobremanera, y por encima de cualquier consideración literaria, a los novelistas del grupo, concretamente de Alfaguara. Aunque pueden ustedes encontrar todos los detalles en la carta abierta que Ignacio Echevarría ha dirigido al director adjunto del "País" (Lluís Bassets), reproducida en LD, se lo resumo para que me entiendan: Echevarría, crítico cuya causticidad había sido muy apreciada por su periódico en casos de derribo de escritores de otras cuadras (Planeta, Espasa, Seix Barral), ha sido condenado a las tinieblas exteriores por una crítica desfavorable a la novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, publicada en Alfaguara y lanzada a bombo y platillo, como ellos suelen.
Es natural, les había traicionado, pues como él mismo cuenta, María Luisa Blanco (directora del suplemento) le había sondeado previamente sobre su opinión respecto al novelista, que era más bien favorable hasta que leyó su última obra. Echevarría dio su opinión y el medio reaccionó con un castigo inmediato. El Imperio no perdona errores. Con su cinismo habitual no quisieron publicarle sus nuevas reseñas basándose en que la crítica de la novela de Atxaga "era como un arma de destrucción masiva y el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie", declaración que es el colmo del cinismo, tanto por su falsedad como por la admisión implícita de que en el pasado las utilizaban. Echevarría, legítimamente cabreado, ha confiado a la red el contenido de esta carta y al leer, en la copia que me fue remitida por terceros, los nombres de muchos de los remitentes –cuya impecable trayectoria proprisista y escaso talento para sobrevivir en otros medios, les habrá hecho mirar hacia otro lado al ver pasar su cadáver– pensé que el crítico había iniciado una huída hacia delante que le llevará directamente a los brazos de Fernando Rodríguez Lafuente (ABC) o de Blanca Berasátegui (El Mundo).
En los premios también hay cacicadas, pero se producen de manera más sofisticada, o al menos, con mayor sutileza. Les comentaba la semana pasada a propósito del premio Cervantes que Rafael Sánchez Ferlosio era el candidato del Ministerio de Cultura socialista, y no debe de ser así porque no he visto que en parte alguna estallara el escándalo, como ocurrió estos últimos años con Álvaro Mutis, Jorge Edwards o, más recientemente, con José Jiménez Lozano. ¿Por qué será, me pregunto yo? Desde luego no puede ser por la superioridad del candidato, por tanto habrá que pensar en dos cosas, o en la unanimidad prosocialista que caracteriza a los medios de comunicación de nuestro país o en que el premiado es tan inocuo e irrelevante, y su obra tan opaca y escasa, que no causa la menor animadversión, ni celos, ni envidias, ni rencores. Quien tampoco tiene categoría para el premio recibido –en este caso el Nobel- es la señora Elfriede Jelinek, según reconocen en todas partes. Es tal el desastre que ni siquiera el progresío la defiende. Talla no tendrá, pero carácter le sobra y pasará a la historia del Nobel como el bicho raro que mandó un video porque le daba vergüenza aparecer en público. Extraño pudor que no casa con el aspecto estrafalario y las poses histriónicas de la buena señora, pero las enfermedades morales son así de raras. Tal vez le ocurra lo que a Elizabeth Siddal (nacida en 1834), esposa de Dante-Gabriel Rosetti, el pre-rafaelita, que estaba enferma de literatura y padecía un "surménage" del cuerpo por culpa de un espíritu demasiado activo, lo que Proust definió como "el cuerpo cediendo bajo el peso del espíritu".