La moral de las fuerzas españolas había comenzado a descender de tal manera que Medina Sidonia hizo correr el rumor de que las tropas del duque de Parma se reunirían con la Armada al día siguiente. Para colmo de males, en torno a la medianoche, se descubrió un grupo de ocho naves en llamas que se dirigían hacia la flota. No se trataba sino de las conocidas embarcaciones incendiarias que podían causar un tremendo daño a una flota y que los ingleses habían enviado contra la Armada. La reacción de Medina Sidonia fue rápida y tendría que haber bastado para contener las embarcaciones. Sin embargo, cuando la primera de las embarcaciones estalló al ser interceptada, los españoles pensaron que se debía a Federico Giambelli, un italiano especializado en este tipo de ingenios, y emprendieron la retirada. Lo cierto, no obstante, es que Giambelli ciertamente se había pasado a los ingleses pero no tenía nada que ver con aquel lance y, de hecho, se encontraba construyendo una defensa en el Támesis que se vino abajo con la primera subida del río. Para remate, un episodio que podría haber concluido con un éxito de la Armada tuvo fatales consecuencias para ésta. Ciertamente, ni uno de sus barcos resultó dañado pero la retirada la alejó del supuesto lugar de encuentro para no regresar nunca a él.
De hecho, para algunos historiadores a partir de ese momento la campaña cambió totalmente de signo. Posiblemente, este juicio es excesivo pero no cabe duda de que cuando amaneció, la Armada se hallaba en una delicada situación. Con la escuadra inglesa en su persecución y sin capacidad para maniobrar sin arriesgarse a encallar en las playas de Dunkerque, Medina Sidonia tan sólo podía intentar que el choque fuera lo menos dañino posible. Una vez más, el duque —que no contaba con experiencia como marino— dio muestras de una capacidad inesperada. No sólo hizo frente a los audaces ataques de Drake sino que además resistió con una tenacidad extraordinaria que permitió a la Armada reagruparse. Con todo, quizá su mayor logro consistió en evitar lanzarse al ataque de los ingleses descolocando así una formación que se hubiera convertido en una presa fácil. Aunque no le faltaron presiones de otros capitanes que insistían en que aquel comportamiento era una muestra de cobardía, Medina Sidonia lo mantuvo minimizando extraordinariamente las pérdidas españolas.
La denominada batalla de Gravelinas iba a ser la más importante de la campaña y, tal y como narrarían algunos de los españoles que participaron en ella, las luchas artilleras que se presenciaron en el curso de la misma superaron considerablemente el horror de Lepanto. Fue lógico que así sucediera porque, al fin y a la postre, Lepanto había sido la última gran batalla naval en la que sobre las aguas se había reproducido el conjunto de movimientos típicos del ejército de tierra. Lo que sucedió en Gravelinas el lunes 8 de agosto fue muy distinto. Mientras los ingleses hacían gala de una potencia artillera muy superior, incluso incomparable, los españoles evitaron la disgregación de la flota y combatieron con una dureza extraordinaria, el tipo de resistencia feroz que los había hecho terriblemente famosos en todo el mundo. Estas circunstancias explican que cuando concluyó la batalla, la Armada sólo hubiera perdido tres galeones, lo que elevaba sus pérdidas a seis navíos. Mayores fueron las pérdidas humanas alcanzando los seiscientos muertos, los ochocientos heridos y un número difícil de determinar de prisioneros. Los ingleses perdieron unos sesenta hombres y ningún barco. La fuerza de la Armada seguía en gran medida intacta pero sin municiones y sin pertrechos —como, por otro lado, les sucedía a los ingleses que no pudieron perseguirla— la posibilidad de continuar la campaña estaba gravemente comprometida.
Por si fuera poco, el martes 9 de agosto, la Armada tuvo que soportar una tormenta que la colocó en la situación más peligrosa desde que había zarpado de Lisboa, ya que la fue empujando hacia una zona situada al norte de Dunkerque conocida como los bancos de Zelanda. Mientras contemplaban cómo los barcos ingleses se retiraban, las naves españolas tuvieron que soportar impotentes un viento que las lanzaba contra la costa amenazándolas con el naufragio. La situación llegó a ser tan desesperada que Medina Sidonia y sus oficiales recibieron la absolución a la espera de que sus naves se estrellaran. Entonces sucedió el milagro. De manera inesperada, el viento viró hacia el suroeste y los barcos pudieron maniobrar alejándose de la costa. Posiblemente, el desastre no sucedió tan sólo por unos minutos.
Aquella misma tarde, Medina Sidonia celebró consejo de guerra con sus capitanes para decidir cuál debía ser el nuevo rumbo de la flota. Se llegó así al acuerdo de regresar al Canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero si tal eventualidad se revelaba imposible, las naves pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.
No se cruzaría ya un solo disparo entre las flotas española e inglesa y la expedición podía darse por fracasada pero en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta. En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían dado una buena paliza a los ingleses en Gravelinas y los panfletos que ordenó imprimir el embajador de la reina Isabel en París desmintiendo esa versión de los hechos no sirvieron para causar una impresión contraria. El único que no pareció dispuesto a creer en la victoria española fue el papa, que se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y que jamás le entregaría.
Durante las semanas siguientes, la situación de la Armada no haría sino empeorar. Apenas dejada atrás la flota inglesa, los españoles arrojaron al mar todos los caballos y mulas, ya que no disponían de agua, y Medina Sidonia ajustició a un capitán como ejemplo para las tripulaciones. Durante los cinco primeros días de travesía hacia el norte, la lluvia fue tan fuerte que era imposible ver los barcos cercanos. No era eso lo peor. El número de enfermos, que crecía cada día, superaba los tres mil hombres, el agua se corrompió en varios barcos y el frío dejó de manifiesto la falta de equipo. Para colmo, no tardó en quedar de manifiesto que buen número de las embarcaciones no estaban diseñadas para navegar por el mar del Norte. A 3 de septiembre, el número de barcos perdidos se elevaba ya a diecisiete y a mediados de mes la cifra podía alcanzar las dos decenas. Entonces se produjo un desastre sin precedentes.
Las instrucciones de Medina Sidonia habían sido las de navegar mar adentro para evitar no sólo nuevos enfrentamientos con la flota inglesa sino también la posibilidad de naufragios en las costas. De esa manera, se bordeó las islas Shetland, el norte de Escocia y a continuación Irlanda. Fue precisamente entonces cuando algo más de cuarenta naves se vieron arrojadas por el mal tiempo contra la costa occidental de Irlanda. De ellas se perdieron veintiséis a la vez que morían seis mil hombres. De manera un tanto ingenua habían esperado no pocos españoles que los católicos irlandeses se sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo. La realidad fue que los irlandeses realizaron, por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles. Hubo excepciones como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó con humanidad con los prisioneros, solicitó que se les tratara con humanidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia. También se produjeron fugas novelescas como la del capitán de Cuellar. Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña. No fue mejor en Escocia. Allí también esperaban recibir la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo. No recibieron ni un penique. Mientras tanto, más de la mitad de la flota llegaba a España. Era la hora de buscar las responsabilidades.
La próxima semana César Vidal terminará de desvelar el ENIGMA de la Armada invencible.
ENIGMAS DE LA HISTORIA
¿Por qué fracasó la Armada invencible? (III)
El domingo 7 de agosto de 1588 llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas.
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