PRIMERA PARTE
Las causas fueron identificadas por Felipe II con “los elementos” adversos mientras que los ingleses las atribuyeron a su flota supuestamente dotada de una mayor pericia que la ostentada por la española. Tampoco han faltado los que han buscado un elemento sobrenatural que ha ido de la acción de las brujas inglesas a la intervención directa de Dios castigando la posible soberbia española o protegiendo la Reforma. Sin embargo, por encima de consideraciones trascendentes, ¿por qué fracasó la Armada invencible?
A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo. Dos días fueron necesarios para que la flota —que contaba con más de 130 navíos entre los que se hallaban sesenta y cinco galeones— se agrupara en alta mar. El propósito de aquella extraordinaria agrupación que llevaba a bordo treinta mil hombres era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma. Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres. De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo. No sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos donde una guerra que, aparentemente, iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.
Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años. En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había asestado un terrible golpe a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange. Por un breve tiempo, pareció que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos. Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero. La acción de Isabel implicó un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo católico en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso dada la pena de excomunión que contra ella había fulminado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia al papa. La ayuda inglesa —a pesar de sus deficiencias— resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587 Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y sobre la que giraba una conjura católica que pretendía asesinar a la soberana inglesa. A todo lo anterior, se sumaban las acciones de los corsarios ingleses —especialmente Francis Drake—, que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.
La posibilidad de que la invasión tuviera éxito no se le escapaba a nadie. De hecho, el papa Sixto V ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición y, por otra parte, resultaba obvio que el poder inglés era muy menguado si se comparaba con el español. A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella fundamentalmente porque no había fondos. Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras. Sin embargo, la realidad no era tan sencilla y, desde luego, no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.
Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado. En su opinión, ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa. Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses. En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes. Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad. No sólo eso. En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. Sin embargo, el monarca español no estaba dispuesto a dejarse desanimar —como no se había desanimado cuando en febrero de 1588 murió el marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, y hubo que sustituirlo deprisa y corriendo por el duque de Medina Sidonia— ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas. Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su camino. A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses —a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico— se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina. Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.
El 22 de julio, la armada española se encontró con otra tormenta, esta vez en el golfo de Vizcaya. El 27, la formación comenzó a descomponerse por acción del mar y al amanecer del 28, se habían perdido cuarenta navíos. Durante veinticuatro horas no se tuvo noticia de ellos pero, finalmente, uno consiguió llegar al lugar donde se encontraba el grueso de la flota para indicar dónde se hallaban los restantes barcos. Por desgracia para Medina Sidonia, ese grupo de embarcaciones fue avistado por Thomas Fleming, el capitán del barco inglés Golden Hind, que inmediatamente se dirigió a Plymouth para dar la voz de alarma. Allí llegaría el viernes 29 de julio encontrándose con Francis Drake que, a la sazón, jugaba a los bolos. La leyenda contaría que Drake habría dicho que había tiempo para acabar la partida y luego batir a los españoles. No es seguro pero de lo que cabe poca duda es de que para la flota española fue una desgracia el que la descubrieran tan pronto. Mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma.
La próxima semana César Vidal seguirá desvelando el ENIGMA de la Armada invencible.
ENIGMAS DE LA HISTORIA
¿Por qué fracasó la Armada invencible?
A finales de mayo de 1588, una impresionante flota abandonaba el Tajo con rumbo a Inglaterra. Su finalidad era invadir el reino gobernado por Isabel Tudor y, tras derrocar a la hija de Enrique VIII, reimplantar el catolicismo. En apariencia, la empresa no podía fracasar pero al cabo de unos meses se convirtió en un sonoro desastre.
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