Hasta primeros de julio del mismo año, quedó Felipe a su lado. Marchó ya de manera definitiva y María volvió a experimentar —¿nuevo síntoma de una naturaleza histérica?— otro embarazo psicológico que esta vez ya no convenció a nadie. El mismo Felipe comisionó al duque de Feria para que viajase a Inglaterra y felicitase de su parte a la reina, si bien averiguando lo que de verdad había en la noticia. El duque de Feria no tardó en contestar a Felipe que la reina no estaba encinta y que para colmo de males era presa de insomnio y melancolías.
María, sin embargo, no perdía la esperanza de una intervención divina que favoreciera a ella, fiel hija de la iglesia de Roma y restauradora del catolicismo en Inglaterra. En su testamento iba a señalar que se creía embarazada. Se equivocaba y, para colmo, no iba a tardar en morir. Se ha especulado mucho con su enfermedad, apuntándose desde la hidropesía cardiaca al cáncer abdominal pasando por la peritonitis tuberculosa de forma ascíticotumoral. Nada es seguro. Sí parece mejor establecido que contrajo una gripe que la llevó en agosto a guardar cama inexcusablemente. El 17 de noviembre de 1558, comparecía ante el juicio del Dios al que había creído servir.
María había sido reina de España sin haber pisado nunca esta nación y sin proporcionarle un solo vástago regio. Difícilmente podría haber fracasado la empresa de manera más estrepitosa. María, pronto apodada “la sanguinaria”, devolvió a Inglaterra al seno de la iglesia de Roma y ejecutó a 273 protestantes mientras los exiliados se elevaban a centenares. Ciertamente, tales acciones fueron aplaudidas —e incluso impulsadas— por la jerarquía católica inglesa y la Santa Sede pero también tuvieron un efecto negativo para la causa romana. Quizá una política más tolerante habría conservado a buena parte de la población en el seno del catolicismo pero las hogueras de María obtuvieron el efecto contrario. Cuando expiró, la mayoría de los ingleses respiró con alivio y los protestantes reanudaron su proyecto reformador.
Sin embargo, todas esas circunstancias no resultaban tan obvias en aquel entonces. De hecho, el fallecimiento de María Tudor no implicó de manera inmediata el abandono de la política inglesa por parte del emperador Carlos V y de su hijo Felipe. En realidad, puede afirmarse que casi hacía más imperativa esta línea de acción siquiera para evitar la sensación de fracaso, no exento de ribetes ridículos, en que había terminado el matrimonio con la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Con esa finalidad, se cursaron órdenes a los españoles que se hallaban en la corte inglesa a fin de que analizaran las posibilidades de un enlace entre el príncipe Felipe e Isabel Tudor que se había convertido en reina de Inglaterra y que, siquiera por las apariencias, no parecía nada inclinada a abandonar el catolicismo en favor de la causa de la Reforma.
La Naturaleza —¿la Providencia?— se manifestaría en contra de ese proyecto y, por segunda vez, fracasaría. Fue el duque de Feria el encargado de informar a Felipe que el matrimonio con Isabel era implanteable ya que la nueva reina de Inglaterra se hallaba imposibilitada para el mismo. La incapacidad residía en un trastorno genital que incluía la ausencia de menstruación y una aplasia vaginal. Que Isabel podía tener relaciones sexuales es algo de lo que daría ejemplo repetido a lo largo de su vida pero no resultaba menos obvio, aunque se mantuviera en secreto, que era incapaz de concebir y alumbrar lo que, no hace falta insistir en ello, era requisito indispensable para una mujer que aspirara a ser reina de España.
De todos es sabido que Isabel mantuvo una línea de tolerancia hacia el protestantismo que contrastó marcadamente con el fanatismo católico de María Tudor. De la misma manera, tampoco fueron inquietados los católicos en el ejercicio de su religión siempre que no incluyera la conspiración contra la corona. Al fin y a la postre, la tolerancia de Isabel Tudor fue tan considerable que hasta 1570 el papa no la excomulgó. Sin embargo, actuando así, el pontífice sólo consiguió afianzarla en el trono y convertir en irreversible la Reforma en Inglaterra. Los caminos del Señor son ciertamente inescrutables.
Al final, la alianza de Felipe II con Inglaterra fracasó por razones que más que políticas o religiosas fueron biológicas. A pesar de lo que se ha escrito, es obvio que la Historia no fue distinta por la nariz de Cleopatra. Sí lo fue por la especial configuración del aparato genital de dos reinas inglesas.