Lo acaba de poner de manifiesto, una vez más, un artículo de la revista Science sobre los orígenes de la reproducción sexual. La biología nos demuestra que durante más de 2,5 millones de años, los animales y plantas del planeta se reproducían asexualmente. No necesitaban un padre y una madre: su ADN se duplicaba de manera espontánea y producía ingentes cantidades de individuos idénticos. Pero algo ocurrió en medio de la evolución de la vida para que empezara a proliferar otra forma de procreación.
Según la hipótesis conocida como Reina Roja, el sexo surgió como defensa de los organismos vivos ante la amenaza de los parásitos. El nombre de la teoría procede del famosos episodio de Lewis Carrol en el que la Reina Roja le explica a Alicia cómo ha de correr todo lo velozmente que pueda para permanecer en el mismo sitio. En biología se sabe que los parásitos están constantemente desarrollando nuevas formas de atacar a sus potenciales huéspedes, de manera que éstos han de evolucionar todo lo deprisa que puedan para evitar ser invadidos.
En una población de clones idénticos, los parásitos tienen muchas ventajas. Basta con que descubran la llave de entrada a un organismo para colonizar inmediatamente el resto de individuos. Las especies clónicas son muy vulnerables, por lo tanto, a la contaminación parasitaria. Una estrategia para evitar tal amenaza sería recombinar los genes miles de veces para conseguir una variedad genética capaz de despistar al invasor. Y el único modo conocido de lograr este cóctel de ADN es mezclando por partes iguales la mitad del código genético de un padre y la otra mitad de una madre. Cuando los hijos repiten la operación y luego los nietos, durante miles de generaciones, el resultado es una segura y próspera diversidad.
El problema es que el sexo (desde el punto de vista meramente biológico, por supuesto) es una lata. Primero porque expone a los organismos al riesgo de que la combinación genética sea perjudicial (abortos, malformaciones, enfermedades hereditarias...) Segundo, porque es menos prolífico. Una especie asexual produce como media el medio de crías útiles que una sexual. Tercero, porque puede ser una fuente de transmisión de enfermedades infecciosas y cuarto, porque se necesitan ingentes cantidades de energía para que su función tenga éxito. Piensen en la cantidad de genes destinados a hacer crecer lustrosas cornamentas al macho cabrío, a pintar de colores llamativos las plumas de las aves, a realizar incómodas danzas prenupciales, a diseñar eficaces órganos genitales que sirvan para canalizar los espermatozoides, a fabricar hormonas, células sexuales, placentas, feromonas, largas cabelleras rubias, formas voluptuosas, abdominales en forma de tabla o ferraris descapotables... Todo ello con el único fin de aparearse.
Está demostrado que los animales y plantas que se reproducen asexualmente, ahorran considerables cantidades de dotación genética que pueden emplear en funciones más útiles (repito, desde el punto de vista biológico) como comer, crecer, adaptarse al entorno o defenderse de los predadores. En la actualidad, existen muchas especies, sobre todo vegetales, que prescinden del sexo y otras cuantas (como ciertos tipos de caracoles) que pueden escoger entre un tipo y otro de reproducción.
¿Por qué es entonces, tan popular entre los animales superiores, esta práctica? El reciente estudio de Science viene a demostrar que la teoría de la Reina Roja no sería suficiente por sí sola para explicar esta predilección. Varios cálculos matemáticos sugieren que no hay en el planeta suficientes parásitos para justificar un cambio tan radical de costumbres reproductoras. Para conseguir una diversidad genética que permita defenderse de ellos, bastaría con que "algunos miembros de la especie" se aparearan "de vez en cuando" . ¿Por qué, entonces, sucede que casi todos los miembros de casi todas las especies se aparean tan a menudo?
La explicación podría estar en otro tipo de defensa: en este caso, contra los genes gorrones. En las especies asexuales, surgen frecuentemente genes inútiles que no son eliminados por selección natural. Se "pegan" a los genes útiles y se transmiten de generación en generación. Pero en cuando se trata de reproducción sexual, el escenario es de libre competencia. Solo las combinaciones de genes más útiles tendrán éxito evolutivo y podrán transmitirse de padres a hijos. A lo largo de generaciones, los genes gorrones terminan desapareciendo y la especie mejora. O sea que el sexo es a la biología lo que el libre mercado es a las sociedades: ¡Más justo, más próspero y más divertido!