Cuando Primo de Rivera dio su golpe, en 1923, el régimen se hallaba en crisis terminal, agobiado por el terrorismo, la guerra de Marruecos, y unos separatismos que acababan de unirse en la llamada Triple Alianza con el fin de impulsar una lucha conjunta y violenta. Pero la causa principal de la crisis era la completa incapacidad de los políticos del régimen para afrontar la situación. Los dos partidos dinásticos, Conservador y Liberal estaban divididos y prácticamente en ruinas, y sus líderes apenas si valían para intrigas irrisorias. Los políticos de verdadera talla, Cánovas, Canalejas o Dato, habían sido asesinados, Antonio Maura, que había escapado por los pelos de dos atentados, estaba viejo y desanimado, y Cambó eludió su responsabilidad, por motivos realmente pueriles, perdiendo la mayor oportunidad política de su vida. Los últimos gobernantes del régimen, Sánchez Guerra y García Prieto eran el paradigma de la ineptitud, e indignos del menor respeto, como el mismo Cambó reconocía. García Prieto agradeció a Primo que le hubiera relevado de la pesadilla de gobernar.
No es de extrañar que la dictadura fuera acogida con una explosión de alegría popular, como una salvación in extremis. Se ha dicho que, al final, dejó a sus sucesores un legado pésimo. Así fue… si llamamos legado pésimo a la superación de las plagas del terrorismo, la guerra de África y el separatismo, y a un progreso económico nunca antes visto y que por primera vez en más de cien años nos aproximaba a los países ricos de Europa. Si se le acusa de hundir el parlamentarismo, debe recordarse que ya estaba hundido antes en el descrédito por una caterva de “politicastros” sin el menor sentido del estado. Como volverían a revelar después de Primo.
La dictadura demostró que, si las fuerzas subversivas podían hacer la vida imposible al régimen parlamentario, no suponían en absoluto una alternativa a él. También demostró que ni esas fuerzas ni los viejos políticos habían aprendido la lección: sólo hay que recordar sus ridículos intentos de pronunciamiento contra la dictadura, en los que se amalgamaban los Sánchez Guerra, los anarquistas y los militares procedentes de las Juntas de Defensa, que tanto habían socavado la legalidad liberal. Es decir, se unían los que, por subversión o por ineptitud, habían hundido la Restauración y hecho inevitable la dictadura. Su propia alianza revela lo que podía esperarse de ellos.
Al irse el dictador, el rey emprendió una transición hacia la normalidad constitucional. Era una empresa ardua por un lado, y fácil por otro. Fácil porque partía del enorme capital político dejado por la dictadura, por la fragmentación y debilidad de los partidos revolucionarios y republicanos, faltos también de líderes prestigiados, y por la moderación del PSOE, colaborador eficaz de Primo. Y ardua, porque explotar esas ventajas exigía unos políticos resueltos, con principios e ideas claras, y confianza entre ellos, que tomasen en sus manos la iniciativa de la democratización.
Como es sabido, esto último no se consiguió. La transición tendría que haber partido del reconocimiento de la crisis de 1923, de los evidentísimos méritos de una dictadura muy poco represiva, y del rotundo fracaso de los partidos subversivos. Sólo esto podía dar confianza, a su vez, a una población nada deseosa de aventuras, a pesar de la agitación vocinglera de unos cuantos partidos: el rey visitó en mayo de 1930 Barcelona, la ciudad en principio más conflictiva para él, y recibió una acogida apoteósica.
Sin embargo, él mismo y los políticos de su entorno se apresuraron a dilapidar el capital político heredado, pretendiéndose víctimas también de la dictadura, y renegando de ésta. Evidentemente querían congraciarse con los mismos elementos cuya demagogia había traído, por reacción, a Primo de Rivera. La mentira del rey era tan escandalosa que provocó un carcajeante desprecio en la oposición, y desmoralizó y agrietó la confianza en los monárquicos: no se ganó a quienes nunca le apoyarían, y perdió a muchos que hubieran deseado seguirle. Además, se privó del gran argumento de los beneficios traídos por la suave dictadura: la tranquilidad pública, el progreso, la superación de los tres grandes cánceres de la Restauración. La jugada, sumamente estúpida en su pretendido maquiavelismo, privaba al monarca y a los suyos de la iniciativa política.
Al mismo tiempo no existía la confianza mutua precisa en un equipo de gobierno encargado de una labor tan delicada. El rey se encontró con que sus “leales servidores” escurrían el bulto y le dejaban casi solo:¡seguían siendo los de antes de 1923! Claro que él tampoco podía exigir demasiado pues su propia deslealtad o “borboneo” hacia muchos de los mejores políticos se había repetido demasiado.
Se ha especulado mucho sobre la razón de esta actitud suicida. Creo que la razón fundamental está en que, por una parte, casi ninguno de aquellos políticos entendía la importancia de lo que estaba en juego, y por otra estaban convencidos de que “en España nunca pasa nada” y de que la monarquía se impondría una vez más. Por lo tanto, no había que esforzarse, y sí intrigar para ver quién era más listo y sacaba al final la mejor tajada con el menor esfuerzo. (Curiosamente, algo así ocurrió entre las izquierdas cuando se reanudó la guerra en 1936, permitiendo a los sublevados salir de una situación desesperada). Y no iban del todo descaminados en su optimismo, porque las izquierdas, aunque muy vocingleras, no consiguieron hacer frente común contra la corona hasta siete meses después de la marcha de Primo de Rivera, en el Pacto de San Sebastián, y lo hicieron bajo la iniciativa y la dirección de Alcalá-Zamora y Miguel Maura, dos conservadores, republicanos muy de última hora. Los socialistas aguardaron todavía para unirse a ese frente. Los nacionalistas vascos tardarían aún más en reunificarse: once meses; y los catalanes sólo se unirían en la Esquerra en vísperas de las elecciones del año siguiente. Los anarquistas se reorganizaban, pero en medio de trifulcas entre los reformistas y los radicales. Y, finalmente, el Pacto de San Sebastián parió el ratón del pronunciamiento militar de diciembre
de 1930.
Por consiguiente, podían continuar sin problema las intrigas entre los monárquicos y las complacencias hacia los enemigos del trono. Fueron los monárquicos quienes, de mil modos, potenciaron a sus enemigos, y mostraron a la opinión pública que seguían siendo los mismos que habían desacreditado antaño el parlamentarismo.
Finalmente el timón monárquico cayó en manos de Romanones, el “viejo zorro de la política”, que “se las sabía todas”. En realidad era uno de los personajes más funestos de la época, cuyas artes de maquiavelo provinciano ocultaban una necedad muy fuera de lo común. Romanones había propulsado durante la Restauración todas las campañas demagógicas que impidieron la democratización emprendida por Antonio Maura, o la ley antiterrorista que hubiera puesto coto a la violencia ácrata; había estado a punto de meter a España en la I Guerra Mundial, que habría multiplicado todas las tensiones sociales; había saboteado el gobierno de concentración de 1918, que tantas esperanzas había despertado en la población… y se había opuesto a la dictadura, cómo no. Cambó describe bastante bien al viejo bergante: “Poseía más coraje del que se le supone. Lo perdía totalmente, sin embargo, cuando lo tildaban de reaccionario. Entonces no podía resistir. Con tal de evitar el dicterio, se convertía en cobarde y cometía toda clase de claudicaciones”. Estaba a punto de cometer la última y peor de todas.
Aquel lince fue quien impuso la sustitución de unas elecciones legislativas para volver a la normalidad, por unas municipales previas para tantear la opinión pública. Idea ridícula, porque si las municipales daban el triunfo a los republicanos, ¿no iba luego a convocar elecciones generales? Además, había sido en las municipales donde tradicionalmente habían obtenido los republicanos sus mejores resultados.
Y hubo las elecciones queridas por Romanones. Y los monárquicos sacaron cuatro veces más concejales que los republicanos, aunque perdieran en las capitales de provincias. Entonces Romanones, Berenguer y compañía, traicionando a sus votantes y a la democracia misma, se apresuraron a entregar el poder a la coalición republicana. Lo explica Maura con mayúsculas: NOS REGALARON EL PODER. Y así fue, literalmente.
Da la impresión de que el monarca y sus políticos se sintieron impresionados por aquellos republicanos que, incapaces de resistir a una dictadura muy poco dura, estaban resueltos a aprovechar al máximo su caída, tan bien descritos por Lerroux: “No traían saber, ni experiencia, ni fe, ni prestigio. Nada más que esa audacia tan semejante a la impudicia, que suele paralizar a los candorosos y de buena fe cuando la ven avanzar desenfadadamente, imaginando que es una fuerza de choque”.
La conducta de Romanones en aquellos momentos es asombrosa, y ya he indicado en otra ocasión una pista, por desgracia incomprobable, que ofrece Vidarte, y que la aleja de la “parálisis candorosa”. En fin, el poder pasaba a la coalición de quienes habían saboteado, por la violencia y el chantaje, al régimen liberal de la Restauración. En su triunfo se fraguó la guerra civil, pero quienes se lo entregaron fueron aquellos políticos monárquicos.