Su vida de refugiado fue una pesadilla, hasta que, finalmente, fue capturado junto a su familia en Checoslovaquia y terminó en el campo de Mauthausen, del que fue liberado por los soldados norteamericanos en 1945. Durante su estancia en el infierno nazi, y jugándose la vida, tuvo la paciencia de escribir todos los nombres de quienes directamente participaron en la Endlösung (Solución Final).
Al acabar la guerra trabajó para el ejército de los Estados Unidos. Su información fue crucial en muchos casos para capturar y juzgar judicialmente a cientos de nazis. Puede decirse que su paso por los campos de concentración fue vital para conocer a todos y cada uno de los líderes nazis que había tenido ocasión de conocer durante su cautiverio.
En 1947, junto a otros ex prisioneros y voluntarios, fundó el Centro de Documentación Judía en Linz, Austria. Su objetivo no fue otro que recoger la máxima información para futuros procesos a criminales nazis que estaban huidos, escondidos y desaparecidos. Aunque la actividad del centro decae en los 50, porque EEUU y la Unión Soviética perdieron interés en la búsqueda de criminales nazis, Wiesenthal persiste en seguir reuniendo información a la par que presta ayuda a miles de afectados que, como él, habían soportando la dureza de los campos de concentración. Clave fue, por ejemplo, su contribución a la captura y posterior procesamiento del principal ingeniero de la Solución Final, Adolf Eichmann.
Después de la ejecución de éste en Israel (1962), Wiesenthal reinicia sus labores en el Centro de Documentación Judía, que sirvieron para arrestar a numerosos oficiales de la Gestapo, que habían intervenido en miles de ejecuciones. Desde 1977 funciona el Centro Simon Wiesenthal como una institución memorialista, es decir, como centro cultural para recordar el Holocausto; con un único objetivo: denunciar el antisemitismo y promover la idea de tolerancia.
En los años 70 denunció a algunos ministros del Gobierno socialista de Kreisky por haber colaborado con la ocupación nazi. Su actividad incansable por hacer justicia a las víctimas ha sido persistente hasta su muerte. Hace poco me contaba Víctor Farías cómo Wiesenthal le había prestado en los últimos años una colaboración clave para investigar las conexiones de los socialistas chilenos con los nazis.
Su tesón y entusiasmo en esta tarea jamás decayó. Este hombre, a diferencia de otras víctimas, ha logrado sobrevivir con dignidad, merced a mantener vivo el recuerdo de hombres y mujeres que sólo murieron por ser exactamente eso: seres humanos.
Algunos no pudieron soportar esa sencilla verdad. Se suicidaron. Hombres, como Primo Levi y Jean Améry, con quienes mantuvo Wiesenthal un contacto muy estrecho, no pudieron conllevar todo lo que habían sufrido en los campos de concentración. Crearon una gran obra literaria y memorialista para las próximas generaciones, pero sucumbieron al horror. Wiesenthal, por el contrario, lo ha soportado hasta su muerte. La tarea de éste es, en cierto sentido, comparable a la obra de los otros dos, que nos han hecho el relato frío y preciso de una época de la humanidad, de nuestra propia historia reciente, donde millones de hombres fueron torturados en Auschwitz, metáfora de todas las perversidades nacionalsocialistas.
En Auschwitz, en ese "humanísimo" lugar, Wiesenthal y todos las víctimas del nazismo vieron que cuando un poema, como cualquier otra actividad del espíritu, ya no consigue trascender la realidad, cuando ya sólo describe "hechos objetivos", entonces no merece la pena vivir y, por supuesto, aún menos filosofar, una actividad que en condiciones normales, según algunos, podría considerarse la actividad suprema del espíritu. Cuando el espíritu, pues, acaba rendido ante la realidad sólo hay una opción: el suicidio.
La "filosofía" del desagradable mago del país de los alemanes, así cita Améry a Heidegger, es pura palabrería sinsentido para cualquier preso de Auschwitz: "En el campo de concentración era más convincente que en el exterior el hecho de que la jerga del ente y la luz del ser no servía para nada. Se podía estar hambriento, estar fatigado, estar enfermo. Mas afirmar que se es en sentido absoluto era un sinsentido".
Améry se suicidó en 1978; y, por si alguien albergaba alguna duda vitalista, lo dejó bien claro: "Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo". Muchos que sufrieron esa experiencia han querido escapar a ese trágico destino descendiendo al infierno a través de la memoria, de la escritura, y a veces lo han conseguido; pero otras, ¡ay!, no han logrado sobrevivir. ¡La sombra implacable y fría del suicido fue su única liberación!