Una niña holandesa de 14 años desea dar la vuelta al mundo en su pequeña nao, y mientras unos discuten si la dejan o no, ella se va y aparece en Barbados. Una vecina y coetánea de la niña viajera –ni falta hace que nos fijemos en Yemen o Marruecos– tiene prohibido participar en las clases de gimnasia de su colegio, porque sus padres –o el padre al menos– han nacido en un reino aún más islamizado que el de Holanda (o España o Suecia, o Gran Bretaña...). Bah, digo como ejemplo. Y a nadie se le ocurra enviar una carta al rey o a la ministra, o a alguna otra alta carga de un gobierno de ese área. Porque o no tienen nada que ver con las libertades, u oran et laboran para que perezcan.
Cualquiera que pueda pagárselo o consiga una subvención de la Unrwa, o de algún otro aparato benefactor, puede adquirir un pasaje y lanzarse a la aventura de desposar un jeque o guerrillero, o sacar fotos allí donde las agencias de viaje recomiendan no atreverse, o repartir caramelos en una zona de guerra, o pasearse en toples por un bello desierto árabe... ¡Qué chuli! ¡Libres somos, sí!
¿Y quién duda de que se trata de legítimos derechos, de placeres genuinos, de conquistas que defender hasta con las uñas sin pintar y los dientes del implante? No seré yo, que bien supe meterme donde nadie me había llamado, frotando mi pellejo contra la Muerte tantas veces.
Pero entonces el jeque se pone bravo, se lleva a tu hijo, o no te lo deja llevar a quién sabe dónde, o te hace prisionero un salvaje de dos metros de alto, o te roban la cámara, o te arrojan a una mazmorra sobrepoblada por ratas y cucarachas...
¿Y entonces qué? Menos mal que te dejaron el celular y puedes llamar a tu primo, el de Zumosol, para que con parte del dinero que nos saca a todos los demás pague a tus inoportunos aguafiestas. ¡Menos mal! O para que las fuerzas armadas y de seguridad, y los diplomáticos, pidan por ti. Para eso están las libertades y los placeres occidentales, para que tengan (casi) siempre un final feliz, para que vuelvas a casa, donde te esperan tus parientes y amigos que tanto han abogado por que te devuelvan las cámaras, los hijos, las zapatillas de marca, los sostenes y los caramelos cooperantes. O tu vida, incluso.
No, si no digo yo que no me alegre cuando hay un final feliz, y no veinte años entre cucarachas, violaciones, inenarrables cosas de comer y otros intermedios infelices en lo que fuere tu ejercicio de la libertad y disfrute de audacias cool, fantasías idiotas, placeres buenistas, caridades y demás motivaciones progresistas. Sólo espero que cuando te hayas zafado, o mejor dicho, cuando te hayan sacado de esas en las que te has o han metido, la malhadada experiencia te sirva para reflexionar acerca del mundo en que vivimos, acerca de lo defendible y la paparrucha, acerca de la solidaridad y el juego, acerca de dónde, en qué lado estás situado, y tires en el container adecuado los dogmitas y consignas que te confundieron acerca de qué es la libertad, de dónde vienen los derechos, en qué consiste lo social, quién carajo eres tú mismo en este mundo, junto con la ropita sucia e irrecuperable de tu aciago viaje.
Y a empezar de nuevo, ya libre de engaños, ya gozando y doliendo placeres inteligentes.
Cualquiera que pueda pagárselo o consiga una subvención de la Unrwa, o de algún otro aparato benefactor, puede adquirir un pasaje y lanzarse a la aventura de desposar un jeque o guerrillero, o sacar fotos allí donde las agencias de viaje recomiendan no atreverse, o repartir caramelos en una zona de guerra, o pasearse en toples por un bello desierto árabe... ¡Qué chuli! ¡Libres somos, sí!
¿Y quién duda de que se trata de legítimos derechos, de placeres genuinos, de conquistas que defender hasta con las uñas sin pintar y los dientes del implante? No seré yo, que bien supe meterme donde nadie me había llamado, frotando mi pellejo contra la Muerte tantas veces.
Pero entonces el jeque se pone bravo, se lleva a tu hijo, o no te lo deja llevar a quién sabe dónde, o te hace prisionero un salvaje de dos metros de alto, o te roban la cámara, o te arrojan a una mazmorra sobrepoblada por ratas y cucarachas...
¿Y entonces qué? Menos mal que te dejaron el celular y puedes llamar a tu primo, el de Zumosol, para que con parte del dinero que nos saca a todos los demás pague a tus inoportunos aguafiestas. ¡Menos mal! O para que las fuerzas armadas y de seguridad, y los diplomáticos, pidan por ti. Para eso están las libertades y los placeres occidentales, para que tengan (casi) siempre un final feliz, para que vuelvas a casa, donde te esperan tus parientes y amigos que tanto han abogado por que te devuelvan las cámaras, los hijos, las zapatillas de marca, los sostenes y los caramelos cooperantes. O tu vida, incluso.
No, si no digo yo que no me alegre cuando hay un final feliz, y no veinte años entre cucarachas, violaciones, inenarrables cosas de comer y otros intermedios infelices en lo que fuere tu ejercicio de la libertad y disfrute de audacias cool, fantasías idiotas, placeres buenistas, caridades y demás motivaciones progresistas. Sólo espero que cuando te hayas zafado, o mejor dicho, cuando te hayan sacado de esas en las que te has o han metido, la malhadada experiencia te sirva para reflexionar acerca del mundo en que vivimos, acerca de lo defendible y la paparrucha, acerca de la solidaridad y el juego, acerca de dónde, en qué lado estás situado, y tires en el container adecuado los dogmitas y consignas que te confundieron acerca de qué es la libertad, de dónde vienen los derechos, en qué consiste lo social, quién carajo eres tú mismo en este mundo, junto con la ropita sucia e irrecuperable de tu aciago viaje.
Y a empezar de nuevo, ya libre de engaños, ya gozando y doliendo placeres inteligentes.