Nuestra sociedad, asentada sobre una prosperidad que sólo ha posibilitado una acumulación de capital previa, tiene claramente un sesgo de nueva rica: da por garantizado el bienestar (mayormente gracias al Estao) y ve con displicencia el ahorro. Quien aparta una parte de su renta con vistas al futuro es visto como una hormiga boba perdida en una fiesta de cigarras. "El dinero está para gastar", se nos repite con insistencia desde todos los ámbitos.
Los más frugales acaso ahorran por miedo al futuro, como una medida de precaución frente a contingencias imprevistas: no vaya a ser que nos sobrevenga una enfermedad crónica, que nuestros hijos prolonguen su vida universitaria un par de años más de lo previsto o que nos quedemos sin trabajo por culpa de una crisis repentina. El ahorro deviene sinónimo de prudencia, de sacrificio, de freno preventivo a un consumo desbocado que presiona por absorberlo todo; pero no de ambición, de un futuro más rico y abundante o de una mejora en nuestra calidad de vida.
Es cierto que, como claman las cigarras, el dinero está para gastarlo. La cuestión es en qué. Implícitamente se asume que en algo que nos proporcione satisfacción inmediata: comida, ropa, viajes, videojuegos, libros, teléfonos móviles, música... Pero se trata de una asunción errónea. Aunque muchos no se den cuenta, también podemos gastar el dinero en comprar bienes que sirven para producir más... dinero.
Es curioso: si a la gente se le apareciera el famoso genio de la lámpara y le concediera tres deseos, inmediatamente decidirían que el primero fuera... ampliar el número de peticiones al infinito; sin embargo, cuando se trata de destinar una parte de nuestros ingresos a garantizarnos una renta futura independiente de nuestro esfuerzo, la cosa cambia.
"Los ricos adquieren activos. Los pobres y la clase media adquieren pasivos", recuerda Robert Kiyosaki en Padre rico, padre pobre. ¿Y qué es un activo y un pasivo en el lenguaje kiyosakiano? "Un activo es algo que pone dinero en mi bolsillo; un pasivo es algo que saca dinero de mi bolsillo". ¿Sencillo, verdad? Pues no debe de serlo tanto cuando la mayoría de la gente se empeña en gastar todo lo que ingresa y en ahorrar, si se tercia, el residuo que ya no encuentra acomodo en ninguna fruslería.
Queremos ser ricos para gastar como creemos que gastan los ricos. No aspiramos a tener riqueza a nuestra disposición para dotarnos de una renta que nos exima de las penalidades del trabajo y nos resguarde de las fluctuaciones económicas. Soñamos con tener dinero para fundírnoslo enseguida. No queremos ser ricos para vivir como tales, sino para gastar como pobres.
"¿Qué tres palabras describen los hábitos de un rico?", se preguntan Thomas Stanley y William Danko en The Millionaire Next Door. "Frugalidad, frugalidad y frugalidad", responden. "La frugalidad es la piedra angular del enriquecimiento". Vaya por dios, qué contratiempo.
La riqueza que poseemos la conforma nuestro patrimonio personal, es decir, los activos que poseemos y que generan periódicamente un rendimiento. El rico es independiente desde un punto de vista financiero porque puede vivir sólo de las rentas que le proporciona su patrimonio. Trata de ajustar a ellas su gasto, y da siempre cabida a un ahorro que le permita seguir acrecentando el patrimonio y, por tanto, sus rentas futuras. Los ricos son rentistas, esa clase tan denostada que tanto Marx como Keynes llamaron a exterminar.
Las clases medias y bajas, por el contrario, no conciben la necesidad de crearse un patrimonio, pues se observan a sí mismas como fuente de renta. Si acaso pensarán en comprarse una vivienda con tal de no tirar –dicen muchos– el dinero en alquileres; para ello estarán dispuestos a dedicar durante 40 años sus exiguos ahorros a sufragar el principal y los intereses de una hipoteca. No deja de ser desalentador que la única inversión que una persona de clase media efectúe en su vida le proporcione una rentabilidad muy muy exigua en forma de alquileres no pagados y lo haga, para más inri, cuando le queden pocos años de vida.
Al final, decidimos sobrevivir con lo puesto: poco más que con lo que nos ha brindado un sistema educativo ineficiente y carísimo. Son los propios trabajadores los que se condenan a sí mismos a depender toda su vida de su trabajo. Cuando declina su fuerza física y su lucidez les quedan unas pensiones indignas; y como han concentrado todo su esfuerzo y su renta en una sola fuente de ingresos, tan pronto como el mercado laboral tiembla, les rechinan los dientes.
Sería de esperar que, en una sociedad capitalista, los mayores poseyeran la mayor parte del capital, los jóvenes se dedicaran a trabajar a cambio de salarios altos y los jubilados vivieran de las rentas que su capital, empleado por los jóvenes, les proporcionara. Pero los Estados de Bienestar occidentales, tan científicamente diseñados ellos, invierten los términos de la ecuación: ni mayores ni jóvenes poseen patrimonio alguno, sino que los primeros viven a costa de los segundos con la esperanza de que éstos, a su vez, vivan a costa de unos terceros.
Entonces, ¿será que el capital se ha esfumado de nuestras sociedades? Si todos estamos condenados a trabajar hasta los 65, ¿para quién oramos y laboramos ahora? Pues, por un lado, para un reducido grupo de individuos visionarios que han logrado salirse del sistema y amasar un patrimonio; por otro, para los bancos, que concentran e invierten todas esas sumas de ahorro precaucional que las clases medias se niegan a invertir; y, finalmente, para el Estado y su cohorte de amiguetes. ¿Cómo puede describirse ese extraordinario expolio fiscal por el que las clases medias, cautivas y desarmadas, entregan cada año al Estado alrededor de la mitad de sus rentas? El mayor gasto al que tiene que hacer frente la mayoría de la gente no es el de las letras de la hipoteca, sino el de Hacienda.
Algunos dirán que no ganan lo suficiente para ahorrar, y que los bajos salarios son el origen de todos los males. Tal vez, después de revisar las partidas de gasto que consideran imprescindibles, deberían echar una miradita a ese Estado de Bienestar tan idolatrado por tantos. ¿De verdad nos compensa seguir siendo proletarios endeudados y mal pagados durante toda nuestra existencia, a cambio de una educación, una sanidad y unas pensiones de miseria? Tanto bienestar nos proporciona el Estado, que nos retiene en la mediocridad. Tanto esperamos de papá Estado, que terminamos convirtiéndonos en unos críos a la espera de su exigua asignación semanal.
Creemos saber que la receta para ser ricos pasa por gastar el dinero en comprar activos –instrumentos que sirven para producir dinero, como las acciones, los fondos de inversión, la renta fija, las empresas...–, pero nos empeñamos en seguir engordando nuestros pasivos. Consumismo, deuda e impuestos: las tres patas de unas sociedades cada vez más alejadas del capitalismo. Crecemos, sí, prosperamos, también; pero lo hacemos lastrados por un inquietante analfabetismo financiero que sólo sirve para que quienes piensan distinto se conviertan en ricos... y en destinatarios del odio envidioso del rebaño. La respuesta, siempre, es arrear en la cabeza a quien ahorra, invierte y se enriquece para, aprovechando su aturdimiento, arrebatarle la cartera.
Convendría que quienes se lamentan de lo pobres que son, en lugar de soltar los perros contra el primer rico que se les cruza, analizaran sus hábitos financieros y sus ideas políticas; que dieran vueltas a lo que les mantiene atados más de 40 años a un trabajo que detestan para poder pagar la hipoteca de un piso diminuto y un onerosísimo Estado del Bienestar cuyos gestores son los primeros en rehuir. Quizá es que no han valorando suficientemente los pros y, sobre todo, los contras de hacer lo que hacen y de pensar como piensan.
Los más frugales acaso ahorran por miedo al futuro, como una medida de precaución frente a contingencias imprevistas: no vaya a ser que nos sobrevenga una enfermedad crónica, que nuestros hijos prolonguen su vida universitaria un par de años más de lo previsto o que nos quedemos sin trabajo por culpa de una crisis repentina. El ahorro deviene sinónimo de prudencia, de sacrificio, de freno preventivo a un consumo desbocado que presiona por absorberlo todo; pero no de ambición, de un futuro más rico y abundante o de una mejora en nuestra calidad de vida.
Es cierto que, como claman las cigarras, el dinero está para gastarlo. La cuestión es en qué. Implícitamente se asume que en algo que nos proporcione satisfacción inmediata: comida, ropa, viajes, videojuegos, libros, teléfonos móviles, música... Pero se trata de una asunción errónea. Aunque muchos no se den cuenta, también podemos gastar el dinero en comprar bienes que sirven para producir más... dinero.
Es curioso: si a la gente se le apareciera el famoso genio de la lámpara y le concediera tres deseos, inmediatamente decidirían que el primero fuera... ampliar el número de peticiones al infinito; sin embargo, cuando se trata de destinar una parte de nuestros ingresos a garantizarnos una renta futura independiente de nuestro esfuerzo, la cosa cambia.
"Los ricos adquieren activos. Los pobres y la clase media adquieren pasivos", recuerda Robert Kiyosaki en Padre rico, padre pobre. ¿Y qué es un activo y un pasivo en el lenguaje kiyosakiano? "Un activo es algo que pone dinero en mi bolsillo; un pasivo es algo que saca dinero de mi bolsillo". ¿Sencillo, verdad? Pues no debe de serlo tanto cuando la mayoría de la gente se empeña en gastar todo lo que ingresa y en ahorrar, si se tercia, el residuo que ya no encuentra acomodo en ninguna fruslería.
Queremos ser ricos para gastar como creemos que gastan los ricos. No aspiramos a tener riqueza a nuestra disposición para dotarnos de una renta que nos exima de las penalidades del trabajo y nos resguarde de las fluctuaciones económicas. Soñamos con tener dinero para fundírnoslo enseguida. No queremos ser ricos para vivir como tales, sino para gastar como pobres.
"¿Qué tres palabras describen los hábitos de un rico?", se preguntan Thomas Stanley y William Danko en The Millionaire Next Door. "Frugalidad, frugalidad y frugalidad", responden. "La frugalidad es la piedra angular del enriquecimiento". Vaya por dios, qué contratiempo.
La riqueza que poseemos la conforma nuestro patrimonio personal, es decir, los activos que poseemos y que generan periódicamente un rendimiento. El rico es independiente desde un punto de vista financiero porque puede vivir sólo de las rentas que le proporciona su patrimonio. Trata de ajustar a ellas su gasto, y da siempre cabida a un ahorro que le permita seguir acrecentando el patrimonio y, por tanto, sus rentas futuras. Los ricos son rentistas, esa clase tan denostada que tanto Marx como Keynes llamaron a exterminar.
Las clases medias y bajas, por el contrario, no conciben la necesidad de crearse un patrimonio, pues se observan a sí mismas como fuente de renta. Si acaso pensarán en comprarse una vivienda con tal de no tirar –dicen muchos– el dinero en alquileres; para ello estarán dispuestos a dedicar durante 40 años sus exiguos ahorros a sufragar el principal y los intereses de una hipoteca. No deja de ser desalentador que la única inversión que una persona de clase media efectúe en su vida le proporcione una rentabilidad muy muy exigua en forma de alquileres no pagados y lo haga, para más inri, cuando le queden pocos años de vida.
Al final, decidimos sobrevivir con lo puesto: poco más que con lo que nos ha brindado un sistema educativo ineficiente y carísimo. Son los propios trabajadores los que se condenan a sí mismos a depender toda su vida de su trabajo. Cuando declina su fuerza física y su lucidez les quedan unas pensiones indignas; y como han concentrado todo su esfuerzo y su renta en una sola fuente de ingresos, tan pronto como el mercado laboral tiembla, les rechinan los dientes.
Sería de esperar que, en una sociedad capitalista, los mayores poseyeran la mayor parte del capital, los jóvenes se dedicaran a trabajar a cambio de salarios altos y los jubilados vivieran de las rentas que su capital, empleado por los jóvenes, les proporcionara. Pero los Estados de Bienestar occidentales, tan científicamente diseñados ellos, invierten los términos de la ecuación: ni mayores ni jóvenes poseen patrimonio alguno, sino que los primeros viven a costa de los segundos con la esperanza de que éstos, a su vez, vivan a costa de unos terceros.
Entonces, ¿será que el capital se ha esfumado de nuestras sociedades? Si todos estamos condenados a trabajar hasta los 65, ¿para quién oramos y laboramos ahora? Pues, por un lado, para un reducido grupo de individuos visionarios que han logrado salirse del sistema y amasar un patrimonio; por otro, para los bancos, que concentran e invierten todas esas sumas de ahorro precaucional que las clases medias se niegan a invertir; y, finalmente, para el Estado y su cohorte de amiguetes. ¿Cómo puede describirse ese extraordinario expolio fiscal por el que las clases medias, cautivas y desarmadas, entregan cada año al Estado alrededor de la mitad de sus rentas? El mayor gasto al que tiene que hacer frente la mayoría de la gente no es el de las letras de la hipoteca, sino el de Hacienda.
Algunos dirán que no ganan lo suficiente para ahorrar, y que los bajos salarios son el origen de todos los males. Tal vez, después de revisar las partidas de gasto que consideran imprescindibles, deberían echar una miradita a ese Estado de Bienestar tan idolatrado por tantos. ¿De verdad nos compensa seguir siendo proletarios endeudados y mal pagados durante toda nuestra existencia, a cambio de una educación, una sanidad y unas pensiones de miseria? Tanto bienestar nos proporciona el Estado, que nos retiene en la mediocridad. Tanto esperamos de papá Estado, que terminamos convirtiéndonos en unos críos a la espera de su exigua asignación semanal.
Creemos saber que la receta para ser ricos pasa por gastar el dinero en comprar activos –instrumentos que sirven para producir dinero, como las acciones, los fondos de inversión, la renta fija, las empresas...–, pero nos empeñamos en seguir engordando nuestros pasivos. Consumismo, deuda e impuestos: las tres patas de unas sociedades cada vez más alejadas del capitalismo. Crecemos, sí, prosperamos, también; pero lo hacemos lastrados por un inquietante analfabetismo financiero que sólo sirve para que quienes piensan distinto se conviertan en ricos... y en destinatarios del odio envidioso del rebaño. La respuesta, siempre, es arrear en la cabeza a quien ahorra, invierte y se enriquece para, aprovechando su aturdimiento, arrebatarle la cartera.
Convendría que quienes se lamentan de lo pobres que son, en lugar de soltar los perros contra el primer rico que se les cruza, analizaran sus hábitos financieros y sus ideas políticas; que dieran vueltas a lo que les mantiene atados más de 40 años a un trabajo que detestan para poder pagar la hipoteca de un piso diminuto y un onerosísimo Estado del Bienestar cuyos gestores son los primeros en rehuir. Quizá es que no han valorando suficientemente los pros y, sobre todo, los contras de hacer lo que hacen y de pensar como piensan.