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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Partir c’est mourir un peu

Existe una leyenda según la cual los náufragos, antes de morir ahogados, ven desfilar por alguna pantalla interna toda su vida en una acelerada sucesión de imágenes. No sólo los náufragos, por lo visto, otros moribundos, imprudentes bañistas, accidentados de la carretera, heridos en los frentes, etc, tienen, se ha dicho, el extraño privilegio de poder contemplar esas íntimas películas.

Pero lo que ocurre es que sólo tenemos el testimonio de algunos moribundos, salvados in extremis, ningún testimonio de difuntos, los muertos no hablan, y, por lo tanto, no sabemos si segundos antes de morir vemos desfilar nuestras vidas, porque eso sólo lo han podido afirmar algunos vivos, quienes en un momento creyeron que iban a morir. Y la diferencia es notable entre creer, incluso con motivos obvios, que te vas a morir y morir de verdad.

No estoy diciendo que una mudanza pueda equipararse a la muerte, todos los segundos alguien cambia de domicilio, de ciudad, de país, por el ancho mundo, ni siquiera que ese dicho francés que titula mi crónica (Partir, c’est mourir un peu, algo así como “irse es un poco como morir”) sea cierta, depende. Muchas veces, irse, marcharse, puede ser una liberación, el inicio de una nueva aventura, de una nueva vida, pero en el caso concreto de esta mudanza mía se me vino a la mente la comparación con la leyenda de la vida reapareciendo en unos instantes en la memoria de algunos moribundos. El gigantesco desorden de la tonelada de papeles, cartas, fotos, folletos y documentos que había acumulado durante más de cuarenta años en ese piso y en su sótano, adónde además no había llegado desnudo y sin mancha, como un recién nacido, sino ya entrado en años y ya cargado de libros y papeles. Pero, claro, muchos menos.

Fueron así unos días en los que toda una vida, y en un portentoso desorden, se iba deshilvanando ante mí, cosas alegres y cosas tristes, cosas olvidadas y cosas muy presentes, o sea mi vida y aspectos de las vidas de seres amados, de amigos, de enemigos, incidentes familiares nimios o trágicos, muertes, enfermedades, angustias, viajes y amores, recuerdos de veinte vidas, lágrimas de veinte muertos. No voy a contarlo todo, como en esas supuestas películas íntimas de los moribundos, se necesitarían tomos, y de dudoso interés para los otros. Por ejemplo, no voy a glosar sobre el “peligro de la droga para la juventud”, por haberme encontrado con el documento oficial de un sherif de Concord (New Hampshire. USA) condenando a uno de mis hijos por poseer marihuana cuando tenía catorce años, y la carta histérica, entre indignada y atemorizada, de su madre, mi ex y primera esposa. Yo tomé el asunto con pachorra, y tuve razón.

Hoy por hoy, sólo diré dos palabras sobre mi vida política. Me extrañé por haber conservado tal cantidad de documentos, folletos, periódicos y revistas de la ultra izquierda, sobre todo en tres lenguas: español, francés e italiano, creía haber tirado a la basura mucho más, incluso quemado un par de toneladas en un momento de alerta policial, lo cual provocó un incendio de chimenea, con gran despliegue de bomberos y cosas así. No fue, claro, una sorpresa seguir la pista de mis actividades clandestinas, tan poco originales, por otra parte: estalinista del PCE, increíbles ejemplares de Mundo Obrero, Nuestra Bandera, etc, de los años 50 y 60; periodo FLP, algunos ejemplares de Revolución socialista, Frente Obrero, etc, luego Acción comunista, con sus, en mi caso, conflictivas relaciones con el trotsquismo, nuevas rupturas, nuevas disidencias, luego la tentación de ver la solución, que no existe, en el socialismo libertario, para llamarlo de alguna manera, la otra izquierda, más radical y más moderna, la autogestión, los consejos obreros, Castoriadis, Lefort, o Mercier-Vega, el anarquista. Total: una mierda. Una vida perdida en balde. Esa fue, en todo caso, la impresión que saqué manejando esos polvorientos papeles, pero lo digo con soberbia, tengo no el consuelo, sino el orgullo, de no haber jamás intentado rentabilizar, de la forma que sea, tantos años de extremismo militante, esencialmente antifranquista, con alguna actividad pro FLN (hélàs!), o en torno a Mayo 68, y otras naderías. ¡A la basura!

Apenas escrito esto, me doy cuenta de mis contradicciones. Convencido desde hace ya bastantes años de que el destino individual no puede (no debe) regirse esencialmente según los criterios de la rentabilidad y del éxito a toda costa —como sería lógico para una fábrica de automóviles, pongamos— no puedo tirar a la basura esa vida que fue la mía bajo el pretexto de que fue inútil, que nada he ganado con ello, que ni siquiera “matamos” a Franco, y que, a fin de cuentas, la revolución socialista, incluyendo todos los matices ideológicos que se quiera, ha sido el peor de los aquelarres en esos tiempos de penuria romántica. Fue mi vida y no creo haber vivido más tristemente que un cajero automático, aunque muchos de esos papeles polvorientos me procuraron náuseas.

Mientras, harto, abandoné cualquier idea de selección sobre si “tirar” o “archivar”, tirando el máximo. César Vidal escribía en El Mundo del pasado miércoles 20 un excelente artículo, Memorias históricas, muy crítico con las versiones propagandísticas de esa “memoria” fraudulenta, muy crítico con esa derecha que nos condujo a la dictadura franquista, muy crítico con esa izquierda, que como la derecha extremista, odiaba a la democracia hasta el punto de organizar una insurrección armada contra unas elecciones democráticas en 1934. Haré sin embargo una amistosa observación sobre su justa denuncia de la actividad criminal de la URSS y de los PC durante nuestra guerra civil, que querían instaurar, y en ese sentido actuaban sin piedad, el totalitarismo en España, actividad que encontró rápidamente un límite. En seguida, en 1937, Stalin había decidido abandonar el proyecto de imponer una dictadura comunista en nuestro país para aliarse con Hitler, lo cual constituye una situación de aquelarre: los comunistas españoles e “internacionales” seguían luchando, mediante el terror, para imponer el totalitarismo cuando su Jefe Máximo, Stalin, había decidido que ni hablar, mejor aliarse con Hitler que convertir en satélite a ese lejano país. Esto explica, entre otras cosas, las medidas represivas de 1938 y, sobre todo, que los jefes comunistas estuvieran todos en Moscú, o en el extranjero, mucho antes de la caída de Madrid.

Desde el punto de vista de la estafa histórica, disfrazada de memoria y tan certeramente denunciada por Vidal, ésta es de órdago. Pero, como siempre, los comunistas la han utilizado en beneficio propio: en ciertos paraninfos afirman que ellos, y Stalin el primero, siempre defendieron a la República española contra los franquistas y sus aliados Hitler y Musolini, y por ello, también tuvieron que luchar contra los elementos turbios y provocadores de la CNT y los “hitlerotrostquistas” del POUM, y la ayuda militar masiva que Franco recibió, con la complicidad de las decadentes democracias “burguesas” de Francia y Reino Unido, por parte del nazifascismo. Dos mentiras añadidas no siempre se anulan, pueden dar como resultado la mentira dialéctica...

De pronto, como en una obra de Ionesco, entran los empleados de la casa de mudanzas y me entierran, no bajo sillas, sino bajo cajas de cartón llenas de libros y de cacerolas. Si logro salir del aprieto seguiré contando, drásticamente censuradas, algunas historias enterradas bajo el polvo de los años, como una carta de Vanesa Redgrave, un poema póstumo del Duque de Maura y algunas cositas sobre la dictadura del proletariado, por ejemplo que reste-t-il de nos amours, que cantaba Charles Trenet. Pues eso, una foto amarillenta, y mucho polvo. Las vueltas que da la muerte.


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