A su lado, como un globo medio deshinchado, flota un vicepresidente económico que dice envidiar a los ex ministros y cuya jaculatoria es que el Gobierno ya ha hecho todo lo posible para atajar la crisis: le falta hasta la energía necesaria para emitir la voz.
El más capaz de los monaguillos de estos concelebrantes es el ministro de Industria: no olvidemos su luminosa idea de que nos quitemos la corbata en verano para ahorrar energía, y aquello de regalarnos una bombilla en invierno para racionar el consumo de luz. Es el mismo que, allá por Reyes, nos exhortaba a comprar juguetes españoles para reactivar la industria nacional. Y ahora intenta poner orden en el sector de la energía. ¡En buenas manos estamos!
La Oposición tampoco está desempeñando un papel muy lucido. En efecto, también ahí parece haber acuerdo general en que las políticas keynesianas aplicadas por Obama en EEUU son las que convienen a España. Además, en un año con tantas elecciones, cualquier propuesta de reforma radical de nuestro sistema económico se considera inoportuna.
Hay dos formas de buscar la salida de la sima en que hemos caído: una, por el lado de la demanda, consiste en inflar artificialmente el consumo privado y el gasto público; otra, por el lado de la oferta, en emprender profundas reformas para mejorar nuestra desmayada productividad.
Cierto es que la propuesta de animar el consumo de las familias tiene un atractivo superficial: si todos consumiéramos más, dicen que se formaría un círculo positivo de gasto, empleo e ingresos. Sin embargo, la idea de que la solución de la crisis consiste en seguir alimentando la burbuja del dispendio a crédito es engañosa. El mal no estriba en el menor consumo, sino en que los ahorros hayan dejado de alimentar la inversión productiva. Para conjurar el miedo a invertir sería necesaria una profunda transformación del marco institucional de nuestra economía.
También parece buena idea combatir el desempleo directamente con gasto público, con independencia de que los puestos creados sean productivos o no. Ésta es la idea del Gobierno socialista, que, denuncia el FMI, ha decidido gastar una cantidad adicional de 45.000 millones de euros en 2008 y 2009 en lo que sea, obras de ayuntamientos, despilfarro autonómico, subsidios de paro sin límites –sin contar las sumas que ya se tiraron por la ventana, por ejemplo, los 400 euros por contribuyente o los 2.500 euros del cheque bebé–. La consecuencia de todo ello es que pasaremos de un superávit equivalente al 2,2% del PIB en 2007 a un déficit previsto del 4% en 2009.
El camino es otro. Es imprescindible cambiar la estructura de nuestra economía tan a fondo como en el quinquenio 1977-1982. Lo primero es tomar medidas de saneamiento financiero semejantes a las de aquellos años. Entonces se cerraron 51 bancos, 14 cajas de ahorro y 20 cooperativas de crédito. Hoy no sería necesaria una cirugía tan profunda, pero sí habría que cerrar entidades para que queden activas sólo las financieramente sanas, con la solidez necesaria para restablecer el flujo de crédito a las empresas confiables. Naturalmente, los depósitos tendrán que seguir garantizados, para que la economía no se quede sin circulante.
En materia de energía, debería seguirse el ejemplo italiano e iniciar la construcción de nuevas centrales nucleares: la inversión privada se encargaría de ello, con el consiguiente aumento del empleo productivo. Asimismo, deberían quedar reflejados en la cuenta de la luz los verdaderos costes de la electricidad, con la desaparición de la llamada tarifa que la abarata artificialmente para ciertos consumidores y la supresión de las subvenciones que la encarecen a escondidas, como los recargos que benefician a la industria del aluminio o a la minería del carbón.
Menos fáciles se presentan otras tres reformas indispensables. Una es la del mercado de trabajo. Ni siquiera la certeza de que el 20% de la población activa acabará en el paro este año mueve al Gobierno a cambiar las leyes laborales. Su histérica reacción ante las propuestas de reforma del gobernador del Banco de España indica un conservadurismo cerril. ¿Por qué no imitar a Dinamarca, como propone el gobernador, abaratando el despido para las empresas, concediendo un subsidio de paro generoso y acometiendo un gran esfuerzo en materia de formación?
Arrastramos el problema de la financiación de los ayuntamientos desde tiempos de Antonio Maura, a principios del siglo XX. Muchas ciudades y pueblos han venido obteniendo una parte sustancial de sus recursos con recalificaciones de suelo y la subasta de los terrenos obligatoriamente cedidos por los promotores agraciados. No es de extrañar que, aparte de fomentar la corrupción, este sistema provoque que los ayuntamientos limiten artificialmente la oferta de suelo urbanizable para así mantener altos los precios de subasta. Tal escasez artificial de solares ha contribuido sin duda a la burbuja inmobiliaria.
Las autonomías gastan en la actualidad el 36% del total de las Administraciones Públicas, comparado con el 35% del Estado. Las corporaciones locales han de contentarse con el 16, y a la Seguridad Social va el 18. Tiene mucha razón Esperanza Aguirre, la presidenta de Madrid, al denunciar el despilfarro de las comunidades. No es aceptable, por ejemplo, que, mientras el Estado central ha reducido el número de sus empleados en 448.000 durante los últimos veinte años, las autonomías lo hayan aumentado en 783.000. Sólo la de Madrid se ha comportado con moderación en este punto.
Quizá sea muy difícil una reforma política de nuestros reinos de taifas, pero es posible reducir las transferencias del Estado a las autonomías, tras prohibirles que incurran en déficit. Sería entonces posible disminuir permanentemente la carga impositiva sobre familias y empresas; un modo probado de reanimar la economía.
No tengo fe en el Gobierno socialista. ¿Despertará la Oposición?
© AIPE
El más capaz de los monaguillos de estos concelebrantes es el ministro de Industria: no olvidemos su luminosa idea de que nos quitemos la corbata en verano para ahorrar energía, y aquello de regalarnos una bombilla en invierno para racionar el consumo de luz. Es el mismo que, allá por Reyes, nos exhortaba a comprar juguetes españoles para reactivar la industria nacional. Y ahora intenta poner orden en el sector de la energía. ¡En buenas manos estamos!
La Oposición tampoco está desempeñando un papel muy lucido. En efecto, también ahí parece haber acuerdo general en que las políticas keynesianas aplicadas por Obama en EEUU son las que convienen a España. Además, en un año con tantas elecciones, cualquier propuesta de reforma radical de nuestro sistema económico se considera inoportuna.
Hay dos formas de buscar la salida de la sima en que hemos caído: una, por el lado de la demanda, consiste en inflar artificialmente el consumo privado y el gasto público; otra, por el lado de la oferta, en emprender profundas reformas para mejorar nuestra desmayada productividad.
Cierto es que la propuesta de animar el consumo de las familias tiene un atractivo superficial: si todos consumiéramos más, dicen que se formaría un círculo positivo de gasto, empleo e ingresos. Sin embargo, la idea de que la solución de la crisis consiste en seguir alimentando la burbuja del dispendio a crédito es engañosa. El mal no estriba en el menor consumo, sino en que los ahorros hayan dejado de alimentar la inversión productiva. Para conjurar el miedo a invertir sería necesaria una profunda transformación del marco institucional de nuestra economía.
También parece buena idea combatir el desempleo directamente con gasto público, con independencia de que los puestos creados sean productivos o no. Ésta es la idea del Gobierno socialista, que, denuncia el FMI, ha decidido gastar una cantidad adicional de 45.000 millones de euros en 2008 y 2009 en lo que sea, obras de ayuntamientos, despilfarro autonómico, subsidios de paro sin límites –sin contar las sumas que ya se tiraron por la ventana, por ejemplo, los 400 euros por contribuyente o los 2.500 euros del cheque bebé–. La consecuencia de todo ello es que pasaremos de un superávit equivalente al 2,2% del PIB en 2007 a un déficit previsto del 4% en 2009.
El camino es otro. Es imprescindible cambiar la estructura de nuestra economía tan a fondo como en el quinquenio 1977-1982. Lo primero es tomar medidas de saneamiento financiero semejantes a las de aquellos años. Entonces se cerraron 51 bancos, 14 cajas de ahorro y 20 cooperativas de crédito. Hoy no sería necesaria una cirugía tan profunda, pero sí habría que cerrar entidades para que queden activas sólo las financieramente sanas, con la solidez necesaria para restablecer el flujo de crédito a las empresas confiables. Naturalmente, los depósitos tendrán que seguir garantizados, para que la economía no se quede sin circulante.
En materia de energía, debería seguirse el ejemplo italiano e iniciar la construcción de nuevas centrales nucleares: la inversión privada se encargaría de ello, con el consiguiente aumento del empleo productivo. Asimismo, deberían quedar reflejados en la cuenta de la luz los verdaderos costes de la electricidad, con la desaparición de la llamada tarifa que la abarata artificialmente para ciertos consumidores y la supresión de las subvenciones que la encarecen a escondidas, como los recargos que benefician a la industria del aluminio o a la minería del carbón.
Menos fáciles se presentan otras tres reformas indispensables. Una es la del mercado de trabajo. Ni siquiera la certeza de que el 20% de la población activa acabará en el paro este año mueve al Gobierno a cambiar las leyes laborales. Su histérica reacción ante las propuestas de reforma del gobernador del Banco de España indica un conservadurismo cerril. ¿Por qué no imitar a Dinamarca, como propone el gobernador, abaratando el despido para las empresas, concediendo un subsidio de paro generoso y acometiendo un gran esfuerzo en materia de formación?
Arrastramos el problema de la financiación de los ayuntamientos desde tiempos de Antonio Maura, a principios del siglo XX. Muchas ciudades y pueblos han venido obteniendo una parte sustancial de sus recursos con recalificaciones de suelo y la subasta de los terrenos obligatoriamente cedidos por los promotores agraciados. No es de extrañar que, aparte de fomentar la corrupción, este sistema provoque que los ayuntamientos limiten artificialmente la oferta de suelo urbanizable para así mantener altos los precios de subasta. Tal escasez artificial de solares ha contribuido sin duda a la burbuja inmobiliaria.
Las autonomías gastan en la actualidad el 36% del total de las Administraciones Públicas, comparado con el 35% del Estado. Las corporaciones locales han de contentarse con el 16, y a la Seguridad Social va el 18. Tiene mucha razón Esperanza Aguirre, la presidenta de Madrid, al denunciar el despilfarro de las comunidades. No es aceptable, por ejemplo, que, mientras el Estado central ha reducido el número de sus empleados en 448.000 durante los últimos veinte años, las autonomías lo hayan aumentado en 783.000. Sólo la de Madrid se ha comportado con moderación en este punto.
Quizá sea muy difícil una reforma política de nuestros reinos de taifas, pero es posible reducir las transferencias del Estado a las autonomías, tras prohibirles que incurran en déficit. Sería entonces posible disminuir permanentemente la carga impositiva sobre familias y empresas; un modo probado de reanimar la economía.
No tengo fe en el Gobierno socialista. ¿Despertará la Oposición?
© AIPE