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CAMPING EN LOS PERIÓDICOS

Palos de ciego

El Gobierno, siempre respetuoso con la tradición de regalar el dinero que no es suyo, tramitaría ayudas especiales de sesenta millones de euros a los campistas de desempleados. Pero al final, los figurantes serían capaces de dejarse engañar para rechazar todas las prebendas por insuficientes.

Nadie contrataría a Cándido Méndez si un día los directivos de su organización decidieran prescindir de sus servicios. Las habilidades técnicas que adquirió en su época de aprendizaje profesional, las únicas que recuerda, hoy sólo le serían útiles en un museo de arqueología industrial; seguro que ha sentido miedo escénico las cuatro o cinco veces que se habrá tenido que ver solo delante del teclado de un ordenador. Además, bajo ningún concepto está dispuesto a alejarse más de treinta kilómetros del salón de su casa, y, sobre todo, es viejo para el mercado de trabajo español. Definitivamente, nadie lo contrataría.

José María Aznar tiene un buen currículum, buenos contactos, está en la flor de la vida y no es hombre que se amilane ante las dificultades. Pero está por ver qué pasaría si, tras abandonar su actual empleo, quisiera encontrar otro en una empresa privada de verdad (repare el lector en que digo privada y de verdad). Habiendo superado la barrera de los cuarenta años, no lo tendría fácil en España. De todos modos, después de mucho buscar y de un montón de procesos de selección, seguramente le saldría alguna cosa. Llegado a ese punto, debería darse con un canto en los dientes si consiguiera negociar un salario que alcanzase la mitad del que está cobrando ahora; por cierto, un salario que, demagogias aparte, está a años luz por debajo del de cualquier directivo de cierto nivel.

Lo dicen las estadísticas. En promedio, los Méndez y los Aznar que viven y trabajan en la Unión Europea tienen cinco veces menos posibilidades de perder sus empleos que los Méndez y los Aznar que viven y trabajan en Estados Unidos. Pero cuando el blindaje legal que protege sus nóminas se revela inútil para eludir las otras leyes, las de la economía, entonces los Méndez y los Aznar europeos también tienen cinco veces menos posibilidades de volver a encontrar otro empleo que sus tocayos norteamericanos. Y, ahora mismo, sólo tres países albergan una excepción a esa probabilidad. Si los despedidos son alemanes y pasan a formar parte del ejército de 4.495.200 parados que ya hay en el país, no tienen ninguna; lo dice el Gobierno socialista en el informe que acaba de hacer público sobre la rigidez del mercado de trabajo germano. Sin embargo, si son irlandeses tienen todas las probabilidades de encontrar un empleo. Precario, igual que todos los que existen en Estados Unidos. Porque, ahora, en Irlanda todo es precario. La seguridad en el empleo es precaria, la intervención del Estado en la economía es precaria, el número de funcionarios es precario, las subvenciones a las empresas ineficientes son precarias, las trabas para la instalación de multinacionales en su territorio son precarias, y la burocracia con la que se deben enfrentar los emprendedores para poner en marcha sus iniciativas son precarias; y es el país que más crece en Europa. Y si los despedidos son españoles y saben hacer algo, lo tienen mejor que nunca en la historia para encontrar otra colocación.

Pero también pueden optar por montar un plató en la Castellana y convertirse en figurantes de la eterna película de serie “B” de la izquierda más descerebrada. Si optan por esa segunda opción, los mismos que están viendo que una multinacional como Alcatel se ve obligada, para poder sobrevivir, a desprenderse de todas sus fábricas porque un teléfono móvil o un módem ya son productos que puede fabricar cualquiera en cualquier parte —y, por tanto, competir ahí es tanto como aspirar a desbancar con precios más bajos a los vendedores de bolsos chinos en los mercadillos de los días de feria—; los mismos que saben que Motorola ha pasado de ser la gran innovadora a jugar ahora en la segunda división, sólo por retrasarse unos meses en el desarrollo de la tecnología digital para sus sistemas de comunicaciones; los que tienen el dato de que la empresa que ocupa ahora el lugar en la cumbre, Nokia, la líder mundial en telefonía, sólo lleva doce años en el sector de las nuevas tecnologías (antes era la mejor empresa finlandesa de neumáticos y botas para ir a pescar); los que han oído la confesión de los directivos de Sun Microsystems de que el veinte por ciento de su único activo, el saber tecnológico, se vuelve obsoleto cada año; los que puede que sepan que, en 1990, había menos de doscientas empresas de telecomunicaciones en todo el Planeta, y hoy, sólo en Estados Unidos, existen más de tres mil; los mismos que se extrañarían de que un operario cualificado se hubiera pasado un año paseando por una avenida céntrica, después de que hubiese quebrado la pequeña empresa cualquiera en la que trabajaba en una época de escasez de especialistas en el mercado; todos ésos, ante la escenificación de plantar las jaimas en la Castellana razonarían que es una obligación ineludible del Gobierno el garantizar un empleo estable en Telefónica a los campistas, con reconocimiento de todos los derechos adquiridos en una empresa que ya no existe, y excluyendo cualquier posibilidad de movilidad geográfica o funcional. Y el Gobierno, siempre respetuoso con la tradición de regalar el dinero que no es suyo, tramitaría ayudas especiales de sesenta millones de euros a los campistas, se comprometería a prejubilar a 475 de ellos, y conseguiría compromisos de otras empresas para recolocar con contratos indefinidos y condiciones salariales competitivas a los 700 restantes. Y, al final, los figurantes serían capaces de dejarse engañar para rechazar todas esas prebendas por insuficientes.

El desenlace de la película bien podría ser ése porque los que viven de plantar el camping en las portadas de los periódicos y las revistas nunca dan palos de ciego. Ellos se limitan a aplaudir y a escribir el guión de las escenas de riesgo, pero después siempre son los figurantes quienes se tienen que dejar caer por las cataratas en la secuencia final.



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