Lo más normal es que usted, acto seguido, me eche de su propiedad y no me vuelva a invitar, ante el insulto y la vulneración de su más íntima libertad. La cuestión radica en que, si bien yo no estoy legitimado para efectuar este acto inadmisible, el Estado sí lo está. El Gobierno, es decir, nuestra clase política, por el mero hecho de haber sido elegida democráticamente se arroga potestades que nunca estaríamos dispuestos a permitir en nuestros semejantes. El Estado actúa como "padre protector" de la ciudadanía, pues los individuos a su cargo carecen de la conciencia necesaria para saber lo que les conviene. ¿No resulta arrogante?
Pero no seamos ingenuos. No se trata de un padre comprensivo y generoso que trata de orientarnos de buena fe por el buen camino. Al contrario: prohíbe y coacciona nuestros actos legítimos a través de castigos, sanciones y amenazas. La ley, cuando es creada arbitrariamente en función del mero color político, sirve como un instrumento de poder al servicio de la clase gobernante, en detrimento de los derechos y libertades fundamentales de los individuos. Al carecer de ciertos límites infranqueables, el Estado, creador de la ley, crece, al tiempo que la sociedad encoge. El Estado lo es todo y el individuo, nada.
El Pleno del Congreso aprobó en enero la denominada Ley Antitabaco, una de las normas más restrictivas de Europa. La ministra de Sanidad, Elena Salgado, afirmó que suponía un "avance fundamental" en la defensa de la salud pública. ¿Desde cuándo la salud es pública? Jamás he escuchado que la sociedad padezca una diabetes o una gripe, que le haya subido la fiebre. ¿Se imaginan a la sociedad estornudando? Yo no.
Señora ministra: la enfermedad es un fenómeno presente en los individuos y forma parte de la naturaleza humana. La salud constituye, pues, un objeto individual, no colectivo. Se trata de un concepto privado, no público. Es cierto que el tabaco es perjudicial para la salud de las personas, que no de las sociedades, y que provoca graves enfermedades. Es cierto que se trata de una droga altamente adictiva. Las autoridades suelen aducir que acrecienta el gasto sanitario a raíz de los numerosos problemas que acarrea su consumo. Estas y otras razones, como el derecho de los no fumadores a no verse perjudicados por el humo de otros, han constituido el argumento para legitimar la intervención regulatoria.
Sin embargo, es un discurso falaz y genuinamente demagógico. Para empezar, todo individuo es propietario natural de su cuerpo y su mente –es lo que el liberalismo clásico denomina "propiedad original"–, y por ello puede disponer de ambos con plena libertad. Si una persona decide fumar está en su pleno derecho y dispone de libertad para ello, siempre y cuando no perjudique a otros con su conducta. En este sentido, existen informes médicos que niegan o minimizan el riesgo real de los denominados "fumadores pasivos" al inhalar el humo disperso en el ambiente. Mucho más grave es la contaminación atmosférica producida por los gases de los vehículos, y no por ello se prohíbe circular por la ciudad.
Por otro lado, resulta paradójico que el tabaco constituya una droga legal, cuando provoca miles de muertes al año. Si se trata de un veneno tan dañino, ¿por qué no prohibir su venta? La respuesta es evidente: gracias a este producto el Estado recauda miles de millones de euros, a través de impuestos indirectos que gravan específicamente al fumador. Una suculenta suma a la que los políticos no están dispuestos a renunciar. La estrategia es aumentar el gravamen, engordando así el volumen de las arcas públicas.
Esto explica la falacia del gasto sanitario. Las enfermedades derivadas del consumo de tabaco sí son altamente costosas, pero el fumador cotiza a la Seguridad Social, al igual que todo contribuyente. Es más, paga un porcentaje de impuestos mucho más elevado que el no fumador, con lo que su posible coste sanitario quedaría plenamente cubierto. La permanente crisis de nuestro sistema sanitario se debe a factores muy diferentes. Y si lo que se pretende es desincentivar el hábito del tabaco, mucho más eficiente sería establecer un sistema sanitario privado en el que el fumador se viera obligado a pagar cuotas más elevadas por su seguro médico, debido al elevado riesgo que comporta para su salud. De este modo, podría evaluar sus costes. Y es que, desde la óptica liberal, el ejercicio de la libertad está inherentemente unido al sentido de la responsabilidad: cada cual ha de ser responsable de sus actos.
Sin embargo, el ámbito más polémico y controvertido de la ley es la prohibición de fumar en ámbitos privados, tales como los lugares de trabajo o los locales de ocio que superen los 100 metros cuadrados de superficie. Estos últimos estarán obligados a habilitar zonas separadas para fumadores y no fumadores, teniendo que asumir el gasto que ello supone. El Estado, nuestro "omnipotente padre protector", usurpa así la libertad del legítimo dueño. Es una violación manifiesta del derecho a la propiedad privada. Decide el político, no el propietario.
Lo curioso es que los locales menores de 100 metros, al no verse obligados por la ley, han decidido abrumadoramente –casi en un 95%– permitir fumar en sus establecimientos. Pero la razón del Estado siempre ha de imponer su superior criterio por encima de las preferencias de los individuos: la ministra Salgado ha declarado que, en caso de continuar esta "intolerable situación", tomará medidas para ampliar la prohibición de no fumar a todos los establecimientos hosteleros y de ocio del país.
Pronto veremos una estampa surrealista: decenas de trabajadores que se hacinan a las puertas de sus lugares de trabajo para apurar las últimas caladas bajo la lluvia y el frío invierno... No sé si habrá menos humo, pero sí menos libertad.
© AIPE