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ALQUILERES

Otra reforma que se queda corta

Los contratos son instrumentos para crear, intercambiar, modular o extinguir derechos sobre bienes o sobre acciones. En la medida en que todo derecho para una de las partes tiene su contrapartida en una obligación para la otra, es decir, en la medida en que las disposiciones contractuales afectan a la libertad y a la propiedad de sus firmantes, es importante que los contratos sean fruto del consenso y de la libre voluntad de las partes.


	Los contratos son instrumentos para crear, intercambiar, modular o extinguir derechos sobre bienes o sobre acciones. En la medida en que todo derecho para una de las partes tiene su contrapartida en una obligación para la otra, es decir, en la medida en que las disposiciones contractuales afectan a la libertad y a la propiedad de sus firmantes, es importante que los contratos sean fruto del consenso y de la libre voluntad de las partes.

Que un individuo pudiese imponer a otro unilateralmente sus condiciones contractuales sería tanto como convalidar su explotación. Sólo cuando el consentimiento es libre para ambas partes cabe concluir que un determinado contrato resulta beneficioso para las dos.

Ahora bien, por mucho que en general se entienda la necesidad de que todos los contratos nazcan de la libre aceptación, suele comprenderse bastante peor que la elaboración de los mismos ha de ser igualmente fruto de la voluntad de las partes. Con la excusa de que uno de los firmantes suele estar en una posición de debilidad frente al otro, el Estado se entromete en los contratos privados y redacta buena parte de sus provisiones. Al final, sí, cada parte es libre de aceptar, o no, unos contratos que en su mayor parte han sido escritos por el legislador, pero ambas se encuentran maniatadas a la hora de darle un contenido distinto y más pegado a sus circunstancias particulares.

En España eran casos paradigmáticos de esta fiebre reguladora y controladora los contratos laborales y los de arrendamiento. Prácticamente todas las circunstancias mollares de estos acuerdos se hallaban sustraídas a la voluntad de las partes, que se tenían que contentar con aceptarlos en su totalidad (es decir, con lo que les gustara y con lo que no) o rechazarlos. Sí, formalmente se mantenía el libre consentimiento, pero en la práctica se reducía a su mínima expresión.

Habría sido de esperar que, tan pronto como alcanzara el poder, un partido liberal modificara ambas normas no para alterar las cláusulas de todos los contratos en una dirección o en otra, sino para dar el protagonismo a las partes, esto es, para permitir que éstas fijasen todo el contenido sin absurdas imposiciones del legislador. Mas en España no ha llegado al poder un partido liberal, sino uno que gusta de llamarse centrista y de aplicar políticas un pelín menos estatistas que las de los autodenominados socialistas. Así, la reforma laboral promovida por el PP el pasado mes de febrero se quedó en un mero puedo y no quiero: mantuvo el esquema regulatorio controlado por políticos, jueces y sindicalistas en perjuicio de las partes, pero abrió un poquito la mano. Nada, por desgracia, de devolver a cada trabajador y a cada empresario la potestad para negociar todos los detalles de un contrato.

Tres cuartos de lo mismo acaeció el pasado viernes con la modificación de la Ley de Arrendamientos Urbanos, uno de los principales lastres para el desarrollo de un mercado de alquileres moderno en España. Dicha normativa, aprobada por el PSOE en 1994, se entrometía en aspectos tan esenciales como la duración mínima de los contratos (cinco años de prórroga forzosa, más otros tres de prórroga tácita), la actualización de las rentas o las condiciones de extinción. El resultado era una oferta de inmuebles absolutamente atrofiada debido a la sobreprotección coercitiva del inquilino, en perjuicio del desprotegido propietario: quien alquilaba un inmueble en España debía plantearse hacerlo por un mínimo de cinco años, con unos precios congelados y todo el riesgo de cargar una poco perseguida morosidad sobre sus espaldas.

Eran, en suma, unas condiciones no demasiado atractivas para los inversores, que llevaban al propietario a cubrir sus riesgos elevando el precio del alquiler o, directamente, no ofertando su propiedad (lo que también contribuía a elevar el precio). Lo que el demagogo legislador de turno vendía como una medida de protección del inquilino se transformaba al final en un caro pack de servicios que el Estado obligaba a adquirir al inquilino.

Imaginen que propietario e inquilino se sientan a negociar y el primero ofrece al segundo dos contratos: uno ultrarreforzado, que garantizaría al inquilino la permanencia en la vivienda durante cinco años, y otro con pocas garantías, que permitiría al arrendador echar al arrendatario en cualquier momento, siempre y cuando avisara con dos meses de antelación. El propietario vende el primer tipo de contrato a cambio de una renta mensual de 700 euros, y el segundo por 500. Claramente, todos entenderíamos que el sobreprecio del primero se debería a las prestaciones y cautelas adicionales que incluye. Pues bien, la regulación del alquiler equivale a obligar al arrendatario a comprar el contrato caro y ultrarreforzado, aun cuando pudiese preferir el más barato e inseguro.

Hay que entender, en definitiva, que el disfrute de todo derecho por parte de una persona conlleva una exigencia de contraprestación que recae sobre otra persona, a la que ese derecho le supone una obligación. ¿Por qué no permitir que ambas pacten el contrato específico que mejor encaje en sus necesidades y preferencias particulares? Eso es, repito, lo que habría hecho un partido liberal, que no el Partido Popular.

Así, el Gobierno, en lugar de convertir toda la Ley de Arrendamientos Urbanos en dispositiva (que quepa pacto en contra), ha liberalizado algunos aspectos (la actualización de la renta queda al libre acuerdo entre las partes) y hecho algo menos lesivos otros (por ejemplo, se reduce la prórroga mínima del alquiler de cinco a tres años). Además, según ha afirmado la ministra de Fomento, se tiene la intención de agilizar los desahucios por cuestión de morosidad, para aportar seguridad a los propietarios.

Al tiempo que mejoraba insuficientemente unas secciones de la normativa, empeoraba otras: por ejemplo, ya no será necesario el pacto para que el arrendador (o sus familiares) tenga el derecho de desalojar al inquilino con un mes de preaviso, en caso de que desee ocupar la vivienda; también en ausencia de pacto, el arrendatario tendrá derecho a rescindir unilateralmente el contrato con un mes de preaviso y sin indemnizar al arrendador. Es decir, el PP introduce a través de la legislación presuntos derechos para las partes que les pueden salir muy caros: los propietarios con una familia amplia lo tendrán más complicado para alquilar, en la medida en que el inquilino correrá con el riesgo de ser expulsado en cualquier momento (por lo que deberán rebajar la renta mensual que exigen con respecto a arrendadores sin familia), y todos los inquilinos deberán abonar una renta más elevada para compensar a todos los arrendadores por el riesgo de suspensión anticipada del contrato.

¿No sería más sencillo, libre y eficaz para todos que, si una parte quiere adquirir un determinado derecho (a costa de generar una obligación a la otra), lo pague voluntariamente y no coactivamente? Pues no, los del PP siguen en gran medida controlados por el chip estatista y las propuestas razonables que aplican en unos asuntos (dejar que las partes negocien la renta del alquiler) brillan por su ausencia en otros (permitir que negocien el resto de prestaciones).

En suma, se trata de una oportunidad perdida para liberalizar de verdad y en profundidad nuestro mercado de alquileres (hacer de la Ley de Arrendamientos Urbanos una norma dispositiva y no imperativa). En muchos sentidos, la reforma del PP supone una sustancial mejora –sobre todo si es cierto que se agilizan los desahucios por morosidad– con respecto a la anterior, pero es una mejora que se queda corta y que se ve empañada por nuevas intervenciones que muestran la mentalidad estatista y poco amigable con la libertad de sus impulsores.

Esta reforma es la que cabría esperar de un partido socialista moderno que entiende mínimamente cómo funciona una economía de mercado y que no tiene intención de destruirla, sino de rapiñar sus expansivos frutos, pero no es, desde luego, la de un partido al que se le suele atribuir, con suma injusticia e imprecisión, convicciones liberales. Se trata, pues, de un ejemplo más del tipo de liberalizaciones que acomete el PP de Rajoy, consistentes en relajar un poquito las asfixiantes regulaciones a fin de que el atropellado ciudadano levante la cabeza... mientras se le siguen lloviendo palos por todas partes. Devolver a ese sufrido ciudadano sus auténticos derechos –la libertad para negociar irrestrictamente los contratos en que participa– parece que ni siquiera se lo han planteado.
 

juanramonrallo.com
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