Mis intervenciones lisboetas fueron más bien líricas pero, preguntado por la posibilidad de legalización en España del Partido Comunista, contesté que a mi juicio era una inmoralidad políticamente inevitable. A Salamanca estuve en un tris de no acudir, pues me quitaron las ganas algunas de las ponencias previamente recibidas, en particular una del eminente don Julio Caro Baroja en la que reconocía, por no decir que proclamaba, la superioridad contundente de la inmoralidad nacionalista y sus dogmas aberrantes sobre los argumentos "del canónigo Llorente, sirviendo a Godoy, o los de don Claudio Sánchez Albornoz, hablando de los várdulos, o los de don Salvador de Madariaga, defendiendo al "galeón español" en un mar proceloso." Conservo copia de la carta en la que le decía a Pablo Martí Zaro, secretario del Coloquio:
Acabo de recibir otras dos ponencias para el Coloquio, la del Canario y la de Caro Baroja; la de éste en particular me ha caído muy mal, pues le sobra ira y le falta studio. Yo le tenía por un sabio y veo que no es más que un pobre hombre que ni siquiera se ha leído El gran torbellino del mundo de su señor tío. Ya sé que la recaída en el tribalismo es general en el país y endémica en su historia; ya Costa diagnosticó que, cada vez que el Estado se desintegra, los españoles nos organizamos según el modelo de las tribus de la meseta. Pero por eso mismo hace falta que, en espera de tiempos mejores, algunos españoles conservemos, como quería Unamuno, fría la cabeza y caliente el corazón. Apelo pues a tu probada amistad y tu reiterada benevolencia para que me excuses de asistir al Coloquio, cuya denominación habrá ahora que modificar a la vista de las ponencias mentadas, sustituyendo la palabra "convivencia" por la palabra "oposición". Es curioso que el cierre de las cuevas de Altamira coincida con la apertura de otras cuevas inesperadas donde los bisontes saltan de lo pintado a lo vivo. ¡Qué rupestres sabemos ser los iberos!
Por fin me dejé convencer y asistí al Coloquio; el que en cambio no asistió fue Caro Baroja y fue una pena porque quién sabe si ya, a juzgar por opiniones suyas muy posteriores, me habría sacado de las perplejidades en que me sumió su tortuoso razonamiento. Fueron tales las atrocidades que hubo que oír en la Universidad salmantina que no es inverosímil que la evolución que don Julio experimentó con el paso de los años, se hubiera producido entonces de modo fulminante. En función de las ponencias leídas redacté yo la mía, pero el clima imperante en el Coloquio, al que asistía incluso uno de los fundadores de la Eta, hizo que se me desaconsejara su lectura. A ese clima no era ajeno don Antonio Tovar, que con palabras desabridas hizo callar a Luis García-Sanmiguel que tuvo la avilantez de intentar romper una lanza a favor del denostado centralismo. No sé si a Jesús Laínz, que entonces tenía la tierna edad de trece años, le importaban ya estas cuestiones como le importan ahora. Los que llevamos bastantes años a tientas por las "tinieblas exteriores" a que nos vemos condenados por nuestra "funesta manía de pensar", nos llevamos de vez en cuando una alegría cuando comprobamos que esa manera de pensar no está vinculada a tal o cual época, sino que es compartida por personas más jóvenes que nada tienen que ver con la época nuestra. Esto pasa en el terreno de las aficiones literarias, y pasa también en el de las convicciones políticas. Muchos años han tenido que pasar para que Jesús Laínz me acabe de quitar de la boca con un volumen de más de ochocientas páginas el mal sabor que me dejó aquella lejana ponencia de un venerable anciano que, como decía González Ruano, parecía el abuelo de su propio tío. Jesús Laínz diseca uno por uno los particularismos ibéricos, y a la vez resume sin complejos aquella "Historia unitaria" de España de la que el entonces académico de la Historia se despegaba con manifiesta hostilidad.
Jesús Laínz tenía sólo cinco años cuando murió el Generalísimo, y es lógico que del régimen anterior conozca poco más que los tópicos con que se le suele despachar, por más que su sentido común le haga ver lo que hay de falso en la mayoría de esos tópicos. Así, decir que el régimen de Franco "diabolizó" el separatismo puede dar a entender que el carácter diabólico de éste se lo infundiera el régimen anterior. El propio Laínz nos demuestra en su libro, con documentos al canto y pruebas a granel, cómo el separatismo no tiene necesidad alguna de que nadie lo "diabolice". Quien desde luego no lo "diaboliza" es la clase política del régimen actual, para la que, diga lo que diga el artículo 2 de la Constitución, el separatismo es una opción política tan legítima como cualquier otra. Entre las acusaciones hechas al Gobierno de la derecha vergonzante en torno a los sucesos del 11 al 13 de marzo, estaba la del lamentable telegrama circular enviado a las cancillerías por la titular de Asuntos Exteriores en el que en términos patéticos pedía que no se llamase separatistas a los terroristas. El régimen anterior podía tener todos los defectos que se quisiera, pero no entraba en esos distingos semánticos, de ahí que no se anduviera con contemplaciones con la aberración separatista.
La derecha vergonzante que gestionó la llamada "Transición" se dejó comer la moral por unos adversarios que lo querían todo sin dar nada a cambio y, en el supuesto más favorable, pecó de ingenua, como con el tiempo reconocería uno incluso de los que lo exigían todo: el Sr Peces Barba. Mi asistencia a los Coloquios antedichos detrás de los cuales, todo hay que decirlo, estaba la sombra de la CIA, y mi experiencia directa de la democracia italiana, me libró de caer en esas ingenuidades y me hizo recelar de una Constitución ambigua para la que tengo a honra haber pedido el NO en un artículo que mandé y no me publicaron en el diario madrileño Informaciones. Y es que para mí, ya entonces, el separatismo era un pecado de lesa patria que no admite parvedad de materia. Dicho de otro modo, yo nunca hice diferencia entre los que sacuden el árbol y los que recogen las nueces.
Ya sé que al decir esto estoy incurriendo a mi vez en ese pecado de lesa democracia que es el patriotismo, "pecado" que la derecha vergonzante permite que se equipare con el nacionalismo. Tanto es así que los historiadores revisionistas de nuestra última guerra civil suelen llamar "nacionalista" al bando nacional. En esa equiparación incurre a su vez Laínz cuando al hablar de las aberraciones nacionalistas escribe: "¿en qué se diferencian con el comunismo internacional y el perpetuo recuerdo de Gibraltar que tanto utilizara el régimen franquista? ¿Y las políticas de imposición e inmersión lingüísticas ¿en qué se diferencian del Español, habla la lengua del Imperio?" El comunismo internacional ha sido durante tres cuartos de siglo algo más que un tropo y el oro de Moscú es lo que permitió que los únicos movimientos subversivos contra el régimen fueran de cariz marxista-leninista. En cuanto a Gibraltar, bien cerca tenemos los fastos del tercer centenario de la ocupación que, a falta de Franco, la Pérfida Albión se ha ocupado de recordarnos con recochineo. En cuanto a política lingüística, sólo diré que en todas las naciones hay lenguas que unen y dialectos que separan. Tampoco está muy afortunado Laínz en el empleo del término "aberración" al decir, por ejemplo, que "algunos gobiernos del siglo XX cayeron en la aberración de pretender cierta uniformización, provocada en buena medida – no debe olvidarse – como reacción contra los propios fenómenos nacionalistas." Ahora bien, "aberración" viene del latín ab errare, apartarse del camino, y es sinónimo de "desvío" o "extravío", de ahí que sea improcedente llamar "aberración" a los excesos que en nombre del patriotismo, o del centralismo, se hayan podido cometer en la represión de esa aberración por antonomasia que es el nacionalismo. Y hay más, y es que el patriotismo es pura y llanamente el amor a la patria, mientras que el nacionalismo saca su fuerza y su razón de ser del odio al prójimo próximo, como Laínz recuerda a propósito del "sinuoso" por no decir "tortuoso" prócer del catalanismo don Enrique Prat de la Riba, cuando escribía: "esa segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio."
El libro de Laínz es un voluminoso pliego de cargos contra el separatismo en el que éste se declara por activa y por pasiva y no se recata de proclamar su antiespañolismo. Dicho sea de paso, la "Antiespaña" es también uno de los tópicos del régimen anterior cuya triste razón de ser no hemos tenido más remedio que comprobar los que por principio lo rechazábamos. Más que libro de historia o tratado político, Adiós, España es un sumario por alta traición. Jesús Laínz ha tenido la paciencia de reunir pruebas y cargos que bastarían con creces para que los poderes del Estado aplicasen de modo terminante esa ley ante la que dicen que todos somos iguales. Laínz no deja una sola piedra sin remover y no vacila en acusar al "Estado de las Autonomías" de "haber conseguido, debido a su utilización por diversos movimientos nacionalistas, el más bajo grado de cohesión y de solidaridad interterritorial que la historia de España recuerda, así como un creciente espíritu de estrecho provincianismo y de animosidad entre las regiones, que en vez de unidas por vínculos de solidaridad nacional, aparecen a menudo enfrentadas como si se tratase de competidoras. ¿Estará cumpliéndose un siglo después el plan de Arana y Joala?" Precisamente no hace mucho uno de esos historiadores revisionistas y perfectamente prescindibles, el ex jesuita o criptojesuita García de Cortázar, cumplía con el rito de la lanzada al moro muerto atribuyendo a los cuarenta años de franquismo la actual quiebra de la cohesión nacional y de la solidaridad interterritorial. Ahora va a resultar que Sabino Arana y Prat de la Riva fueron un invento de la propaganda franquista.
Con las salvedades susodichas, todo lo que se dice en el libro de Laínz va a misa, y gracias a él conocemos por vez primera datos asombrosos. Una de las reivindicaciones del separatismo catalán es la supresión de las corridas de toros, de la hasta ahora llamada "fiesta nacional" con el achaque de la defensa de los derechos humanos de los animales, y aunque no sea a este propósito, pues no tengo la impresión de que él sea muy taurino, Laínz nos recuerda que "el primer régimen que redactó una legislación en dicho sentido fue la Alemania de Hitler." Y ya que saltó el toro al ruedo, no tengo más remedio que romper una lanza por Andalucía, yo que no soy sospechoso de andalucismo, y es que el único folklore exportable que tiene España es el andaluz, porque el andaluz es, nos guste o no, el único hecho diferencial estético que tiene España. Los demás bailes y atavíos regionales ibéricos no es que se diferencien poco entre sí, sino que apenas se diferencian de los bailes y costumbres de toda Europa. El éxito de nuestras tonadilleras y nuestros bailaores en América, por ejemplo, nada o muy poco tenía que ver con tal o cual régimen. Lo que sí dependía de éste, del régimen de Franco, eran los Coros y Danzas de la Sección Femenina, en los que estaban representados por igual todos los pueblos de España. En 1966 la Sección Femenina de Falange Española editó una obra en dos tomos titulada Mil canciones españolas. Se trataba de un florilegio de canciones populares en el que estaban representadas por igual las cuatro lenguas más importantes de la península con sus más bellas melodías. A guisa de introducción escribía Pilar Primo de Rivera:
"…cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla se conozca también la sardana y se toque el txistu; cuando del cante andaluz se entienda toda la profundidad y toda la filosofía que tiene, en vez de conocerlo a través de tabladillos zarzueleros; cuando las canciones de Galicia se canten en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces sí que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras de España."
Curioso método éste de interrumpir la convivencia de las tribus ibéricas, proverbialmente idílica desde tiempos de Túbal, hijo de Noé. Lo que sí ha conseguido la democracia es que "se unan cincuenta o sesenta mil voces" para tararear un Himno Nacional, cuya letra por lo visto está proscrita, en esos últimos reductos del patriotismo que son los campos de fútbol.
Yo podría seguir glosando hasta el infinito mil y un pasajes de este libro estimulante, un libro que para mí tiene sobre todo el valor de ser el testimonio de un español que al llegar al uso de razón ha visto con asombro y espanto una realidad siniestra y ha tenido el valor de denunciarla. Esa reacción de Laínz es hoy menos impugnable de lo que fue en otros hace un cuarto de siglo, cuando automáticamente entrañaba la condena al silencio en el mejor de los casos. El hecho de que este libro vaya por su tercera edición es tan alentador como ver los libros de Pío Moa entre los más vendidos. De ello hay que deducir que cada día son más los españoles que, a pesar de políticos y periodistas, ven las cosas como son, no como periodistas y políticos quieren que se vean. No hace mucho, en un acto público, se me acercó un desconocido preguntándome que si me acordaba del abucheo de que fui objeto veinte años atrás cuando, al presentar al novelista Miguel Delibes, arremetí contra el incipiente "Estado de las Autonomías" y el inexistente internacionalismo del socialismo rampante, y me dijo: "Yo fui uno de los que le gritaron y vengo a pedirle disculpas y a decirle que tenía usted toda la razón".
Dicho de otro modo, cada día son más los españoles que alcanzan el uso de razón. Para ellos es este libro, sobre el que su autor no se engaña, pues por algo tiene presente a Jonathan Swift cuando escribía "que es muy difícil hacer que una persona abandone mediante la razón un convencimiento al que no llegó mediante la razón". Laínz sabe muy bien que ante la fuerza bruta del irracionalismo separatista no hay razones que valgan. Quiero creer que cada vez son más los españoles que conservan la cabeza fría y caliente el corazón y para ellos desde luego ha escrito este libro Jesús Laínz.
* “Adiós, España” Verdad y mentira de los nacionalismos. Jesús Laínz. Ediciones Encuentro. Madrid, 2004